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martes, 8 de abril de 2014

Una cárcel nica


Ubicado en las afueras de la ciudad de Tipitapa, a veintidós kilómetros de Managua, el centro penal La Modelo alberga a 2,400 personas, un tercio de los privados de libertad que tiene Nicaragua. La calle de acceso es larga, recta y el asfalto es escaso, pero movimiento no le falta. Las visitas de familiares convierten el lugar en un vaivén de caponeras, nombre que aquí dan a unas bicicletas adaptadas para el transporte de personas, y uno intuye que se acerca a la entrada por el aumento desmesurado en el número de puestos de comida. Las primeras dos plumas que regulan el acceso están pintadas de negro y amarillo, y justo encima cuelga un rótulo grande y cuadrado que tiene dibujado el perfil de una botella y unas letras: Bienvenido al Sistema Penitenciario Nacional. Lo donó la Coca-cola. 

Entrar al recinto dentro del carro de Luis Amado Peña –el sacerdote encargado de la pastoral penitenciaria– resultó tan sencillo como ingresar a una residencial privada junto al presidente de la junta directiva. Pero ahora, al salir, el funcionario de turno –pantalón verde planchado y una camisa blanca impecable– abandona la sombra de la caseta y, después de saludar respetuoso y de intercambiar unas palabras, gira alrededor del pick-up mientras se encorva ligeramente para mirar en los bajos del vehículo. 

—Desde hace unas semanas están revisando más –dice el padre Peña–. Es por esa fuga que te conté el otro día. 

El pasado 18 de febrero un joven llamado Álvaro Valverde se fugó de Tipitapa. Se cree que lo hizo asido al chasis de un autobús. Cuando el bus se alejó lo suficiente, el joven se descolgó, paró un taxi que iba en sentido contrario y desapareció. Tres días permaneció prófugo, pero al cuarto Valverde regresó arrepentido a Tipitapa acompañado por su padre y su abogado. Desde entonces los controles son más estrictos. 

—Ay –se lamenta el padre–, pero los problemas son para resolverlos, no para cerrar las cosas. 

Fotografía La Prensa
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(Esta es la entrada de un reportaje publicado el 20 de mayo de 2011 en el periódico digital El Faro, bajo el título “¿Cuál es el secreto de las cárceles nicaragüenses?”)

viernes, 13 de septiembre de 2013

Asesinato de una madre


Rosa María Coreas era una joven de extracción humilde, madre de una niña de nueve años y de un niño de seis, residente en una modesta lotificación en las afueras de San Miguel, junto a la línea férrea. Bajomundo en estado puro, ciudadanía de segunda, una de esas vidas que la conciencia colectiva salvadoreña parece considerar prescindibles. La asesinaron de dos balazos en la cabeza el viernes en la tarde, la antesala de un fin de semana de pago, cuando en las redacciones de los periódicos la principal preocupación es elegir dónde y con quién tomar las polarizadas. Rosa María lo tenía todo para ser una cifra más, un número en el reporte mensual de homicidios de la PNC, si acaso tres o cuatro líneas en una nota que consolidara los seis, siete u ocho asesinatos del día.

Sin embargo.

El sábado se supo que Rosa María era la esposa de Gustavo Adolfo Parada Morales (a) El Directo, el pandillero que en 1999 paralizó la agenda informativa nacional, aquel joven de 16 años al que periodistas y autoridades llamaron enemigo público número uno. Por eso, cuando se conoció su identidad, La Prensa Gráfica se apresuró a publicar Asesinan a esposa de pandillero “El Directo”; y El Diario de Hoy, Asesinan en San Miguel a esposa de “el Directo”.

Parece que a la sociedad apenas le importa que asesinen a Rosa María, pero sí que maten a la esposa de El Directo.

Tuve la suerte de conocer a Rosa María. Hable mucho con ella, mucho. Y sí, era la esposa de El Directo, pero también era la madre de Mayra y de Andy, la hermana mayor de Omar, la prima de Jonathan, la nieta de Rosa... Rondaba los 30 años, migueleña, de piel morena y cabellera larga y lisa y negra, de sonrisa eterna y trato afable y, lo más importante, con una inequívoca determinación por criar a sus hijos lejos del submundo de las pandillas del que ella, sin haberlo pretendido nunca, formaba parte. “Yo quiero estar lo más lejos posible de ese mundo, de esa gente”, me dijo una de las últimas veces que platiqué con ella, en mayo. Antes que esposa, Rosa María era madre, una madre que trataba de hacerlo bien. Andy y Mayra lo saben, sobre todo Mayra. Ellos eran sus confidentes. 

Dentro de 10 años, quién sabe, Mayra y Andy quizá busquen en Google sobre su madre, y encontrarán las noticias que consignan su asesinato, esas en las que la definen como un apéndice de El Directo. Y quizá lean los vergonzosos comentarios que docenas-cientos de salvadoreños ejemplares hicieron en la redes sociales. Salvadoreños ejemplares que, desde la residencial con pluma en la que viven, alejados del bajomundo, hablan sobre las maras como si fuera un fenómeno ajeno a la sociedad de la que forman parte. Salvadoreños ejemplares como Sergio Andrés Villalonga, que leyó el titular de la noticia del asesinato y comentó en Facebook: “Q bueno”; o como Eliza Rodríguez, que escribió: “Esa si es NOTICIA una RATA menos que era complice de ese MARERO, Sigan eliminando a todos los parientes de los marosos para que se acaben de una buena véz...”; o como Ricardo Peñate, quien no tuvo reparo en escribir esto: “La hubieran quemado viva ala puta esa”; o como Josué Iraheta: “Un parasito menos!!! Bienvenida al infierno le ha de haber dicho don sata jajajajaja”; o como Roberto Salazar, quien se despachó así: “Marero y pariente que le tolera, ambos son estorbos en este mundo!”. Salvadoreños ejemplares que se creen por encima del bien y del mal, pero que con su odio y su ignorancia contribuyen a que esta sea una de las sociedades más violentas del mundo. Y lo más triste es que ni siquiera son conscientes de ello. 

Descanse en paz Rosa María, una madre.

Mayra y Andy, pobres, ahora la tendrán más difícil todavía. 

(San Miguel, El Salvador. Septiembre de 2013)

 
Fotografía: Roberto Valencia
 
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(Esta es una versión de un artículo publicar en la sección Bitácora de la Sala Negra de El Faro, también bajo el titular “La esposa de El Directo”)

sábado, 13 de julio de 2013

Yo madre (de un pandillero)


No deseo a nadie que tenga un hijo así, como el mío. No es fácil vivir con esto. A veces quisiera ser una hada y cambiarlo todo, a él, pero lastimosamente no se puede. A veces hubiera preferido que fuera ladrón o afeminado. En la cárcel lo tengo ahorita. Si está ahí es porque algo debe, usted sabe, y si va a salir a las mismas… Puede sonar injusto que una mamá hable así, porque casi todas las mamás quieren que sus hijos salgan, que salgan así deban cinco o diez muertos. Mi forma no es así. Eso de que uno va a estar haciendo daño a otras personas y riéndose de la vida… no. Pero a él no se lo digo como se lo estoy diciendo a usted. Eso me lo guardo. Al principio caía como en depresión. Bien feo me agarraba. Pero si me derribo, ¿quién va a criar a mis otros hijos? Pasé otro tiempo que sentía que me disparaban por la espalda. Otras veces pienso que me van a parar y me van a decir: esta es la mamá de fulano. Es como una sicosis, como que yo anduviera los tatuajes en la frente. Porque hay resentimientos, y si le quieren dar donde más duele… Yo así le digo: tus hermanitos van a pagar el pato… y yo, ¿creés que no? Y por ahí lo voy amortiguando, aconsejando. Le digo: mirá, Dios te tiene aquí con un propósito, que cambiés. Yo sé, mamá, me dice. ¿Qué más puedo hacer? Es mi hijo… Sí, hay madres que se alejan de sus hijos, pero eso no cabe en mi corazón.

 
Fotografía: Roberto Valencia
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(Este es la entrada de una larga crónica publicada el 17 de junio de 2013 en la Sala Negra de El Faro, bajo el título de 'Yo madre')

miércoles, 26 de junio de 2013

Un Estado que mete el dedo en el culo a sus madres


Madre sospecha que se convirtió en madre de un pandillero en la segunda mitad de 2006. Pudo haber sido distinto, pero no.

Abran… ¿De verdad es la Policía? Que aaaaaabran… Una madrugada la Policía se presentó en casa con orden judicial. Gustavo estaba ya encarcelado. Madre abrió la puerta antes de que se la botaran. Gritaron que buscaban armas y drogas. En la casa solo estaban Madre, su anciana madre y sus dos hijos. Se fueron sin nada, dejaron la angustia. Gabriel estuvo todo el cateo temblando y lloriqueando, agazapado ante la horda de uniformados malencarados y armados.

No solo eso. Como su secreto lo conocen contadas personas, a Madre le toca escuchar de todo en silencio. Que si los pandilleros –Gustavo– no tienen hígado, que si son desalmados, que si no tienen corazón, que ojalá un incendio los carbonice a todos. Un hermanastro que sí sabe le dice que lo deseche, que un hijo así no merece sacrificios.

No solo eso. Está la tortura hecha política de Estado en las cárceles.

―Ahora lo de los registros se ha calmado un poco, pero con los soldados era bien feo. Siempre nos desnudaban por completo. Dos veces me metieron el dedo, así como cuando te hacen la citología…

Uno imagina a su propia madre que, por algo tan razonable como visitar a un hijo, alguien le pide desnudarse, abrirse de piernas, le mete el dedo envuelto látex en su vagina o en su recto, y lo gira bruscamente para hallar chips, celulares, marihuana.

—Tuvieron un tiempo a una soldada que se la pasaba diciendo: “Todavía falta el montón de viejas putas”. Ella nos metía el dedo, y gracias a Dios que nunca me puso chulona a hacer flexiones. Una señora entró un día que ni caminar podía por las flexiones. Y otra vez, a una señora mayor le querían meter el dedo y dijo que padecía del colon. Pues no entre, le dijeron, y no pudo ver a su hijo.

El Salvador es un país que ha naturalizado las violaciones de los derechos humanos, que las ha institucionalizado. Un Estado que mete el dedo en el culo a sus madres. 


Fotografía: Roberto Valencia
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(Este es un fragmento de una larga crónica publicada el 17 de junio de 2013 en la Sala Negra de El Faro, bajo el título de 'Yo madre')


viernes, 12 de abril de 2013

Percepción versus realidad


Al subinspector Nerio Castro lo conocí por casualidad. Ocurrió a mediados de diciembre de 2012, cuando pasé unos días en la siempre tórrida San Miguel y solicité una entrevista con alguien de la Policía Nacional Civil que me pudiera diseccionar las peculiaridades del fenómeno de las maras en la principal ciudad de la zona oriental de El Salvador. En principio me asignaron al inspector Martínez, la persona al frente del Departamento de Investigaciones (DIN), pero el día de la entrevista le surgió algún inconveniente y delegó en su brazo derecho: el subinspector Nerio Castro. 

Mando medio y en una delegación del interior, rápido intuí que el subinspector Nerio Castro me sería de gran ayuda. Las conversaciones con policías de ese perfil suelen resultar reveladoras, mucho más que con comisionados o subcomisionados, usualmente timoratos por la responsabilidad o acartonados por el mayor roce con los periodistas, cuando no víctimas del hecho de llevar años en despachos aireacondicionados, alejados de lo que se cuece en las calles. 

El subinspector Nerio Castro es todo lo contrario. Relativamente joven –ronda los 35 años–, fue enviado a San Miguel a mediados de 2010, por lo que vivió de cerca el repunte criminal de finales de 2011 y principios de 2012 , y también está viviendo la famosa tregua y sus consecuencias. Como integrante de la DIN, su trabajo se centra en desarticular clicas, sobre todo de la Mara Salvatrucha-13 (MS-13), la pandilla con mayor implantación en San Miguel.

—Definitivamente –dijo el subinspector Nerio Castro–, aquí la más fuerte es la MS, el 80% de los casos que investigamos tiene que ver con ellos.

La evolución de la MS-13 en San Miguel es un caso aparte, daría para un libro. Desde finales de la década de los 90 las dos letras fueron el tatuaje más habitual en el torso de los jóvenes migueleños, ante una presencia residual del Barrio 18 (que en la actualidad solo tiene una única cancha, la colonia San Carlos), tan residual que si hubiera que señalar la segunda pandilla en San Miguel, no sería la 18, sino La Mirada Lokotes-13, también sureña, y con presencia en La Presita y otras colonias cercanas al río Grande.

Ni la 18 ni La Mirada son ni han sido rivales de peso ante el desarrollo desproporcionado de la MS-13, al punto que en San Miguel hubo por años una guerra abierta entre clicas de la Salvatrucha: la Criminal Gangsters, la Fulton, la Sitios Locotes, la Big Curuñas, la Dalmacias, la Normandie, la Guanacos, la Pinos, la San José, la Pana Di, la Sailor… De esta guerra fratricida la que mejor librada salió, sin duda, fue la Sailor, la Sailor Locos Salvatruchos Westside (SLSW), los Marineros, que a finales de 1998 apenas era un grupúsculo de pandilleros a la sombra de la Pana Di –la clica hegemónica de entonces–, y hoy es una de las pocas fundadas en El Salvador que ha dado el salto y ha logrado asentarse en territorio estadounidense. 

—La Sailor es la que más integrantes tiene, sin duda –me dijo el subinspector Nerio Castro.
—¿De cuántos estamos hablando?
—De 160 a 180 pandilleros, sin contar a los chequeo.
—¿170 activos solo en esa clica?
—Sí, más o menos, pero algunos están ya presos, aunque no dejan de pertenecer.


La entrevista no la solicité para hablar sobre las consecuencias de la negociación del Gobierno con los líderes de las pandillas –esa que al principio era un milagro, luego una tregua, y de un tiempo a esta parte el ministro ya la llama proceso de pacificación–, pero no podía dejar pasar una oportunidad así.

El subinspector Nerio Castro me dijo que sí, que ellos han notado un notable cambio a mejor con la tregua, y me citó ejemplos: los homicidios se han desplomado, los ataques armados contra viviendas para atemorizar a sus habitantes –un mecanismo de presión habitual en San Miguel– casi han desaparecido, y las denuncias por extorsión también han ido a la baja.

—La actividad criminal de las pandillas en San Miguel ha bajado, eso está clarísimo, y yo sí pienso que está beneficiando a toda la sociedad –dijo el subinspector Nerio Castro.

Otra cosa, matizó, es la percepción.

El subinspector Nerio Castro concluyó, seguramente sin pretenderlo, con una crítica dura, directa y sincera al gremio periodístico, a nuestro papel como formadores de percepción.

—Le voy a contar un caso que nos pasó hace poco con dos menores. Estos dos menores, de unos 14 años pero pandilleros activos ya, se dedicaban a recoger dinero de la renta. Pues hubo algún problema con el dinero, y la pandilla los asesinó. Al final, las notas periodísticas de La Prensa y El Diario dijeron: Asesinan a dos estudiantes, y aquella nota bañó de luto la mitad del país. Yo sé que si hubieran dicho ‘Mueren dos delincuentes’, todo habría sido distinto, pero pusieron, a saber por qué, que eran dos estudiantes, y empezaron además a escribir notas paralelas sobre el acoso a los centros escolares, y todo porque eran dos personas que sí, aún estaban estudiando, pero eran pandilleros. 

Fotografía. Roberto Valencia
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(Este relato fue publicado el 8 de abril de 2013 en la sección Bitácora del proyecto de cobertura periodística de la violencia Sala Negra, de elfaro.net)

jueves, 21 de marzo de 2013

Interpelado sobre periodismo y violencia


Me van a permitir el ejercicio de haraganería. Están siendo semanas densas estas, y en la entrada del blog de hoy me limitaré a reproducir –con la edición imprescindible– un cuestionario que acabo de responder a Ana Lidia, una estudiante universitaria salvadoreña que me contactó por correo electrónico en mi condición de reportero de la Sala Negra del periódico digital El Faro. Lo hizo porque necesitaba las opiniones de un periodista para un trabajo sobre violencia y derechos de la niñez, la adolescencia y la mujer. Comparto sus preguntas y mis respuestas. Quizá le digan algo a alguien.

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Estimada Ana. Disculpe la tardanza en responder, pero estaba fuera de la ciudad, con limitadísimo acceso a internet. Le respondo con gusto sus preguntas.

1. ¿Qué lo motiva a realizar su labor periodística en Sala Negra y la cobertura que realizan sobre la violencia en El Salvador?
La violencia es el problema de problemas de la sociedad salvadoreña; solo quienes hacen de su vida un continuo esfuerzo por abstraerse –y tienen recursos para ello– lo negarían. La violencia nos moldea y nos define. Dicho esto, la decisión de abordarla desde la trinchera del periodismo se me antoja inevitable cuando se tiene una concepción del oficio en la que importa abonar para que la ciudadanía tenga información honesta sobre los problemas del país. Creo que cubrir la violencia y sus consecuencias es la opción lógica en El Salvador; tienen más que explicar los colegas que optan por especializarse en cine, en fútbol o en noticias de chambres, dicho con todo el respeto para quienes optan por esas áreas.

2. ¿Cómo fue el proceso y la experiencia de la investigación sobre la historia de Magaly, que se narra en la crónica Yo violada?  
Desde que conocí a la protagonista hasta que salió publicada la crónica pasaron 13 meses. Desde un principio tuve claro que era una historia con mucho potencial y opté por tener un acercamiento paulatino, en el que la prioridad fuera que Magaly dejara de verme como un periodista tradicional, porque la historia no solo estaba en la inenarrable violación tumultuaria que sufrió (una experiencia que puede sonar sorprendente, pero es demasiado recurrente en los ambientes controlados por pandilleros), sino en su vida, en su pasado, en sus anhelos, en sus relaciones interpersonales.

3. La violencia en nuestro país se relaciona inmediatamente con pandillas y homicidios, y se atribuyen al mal trabajo de las autoridades, pero poco se analizan otros problemas y factores que generan violencia. ¿Cómo contribuyen los medios de comunicación al enfoque que se tiene de violencia?  
Yo sí creo que las pandillas, como fenómeno, son el principal generador de violencia en El Salvador. Cuando se va a las comunidades con honestidad y con tiempo, cuando no se llega en visitas relámpago guiadas por la Policía o el Ejército, en plan turista (como suele suceder con los “enviados especiales” desde el Primer Mundo para cubrir el fenómeno), resulta sencillo captar el nivel de incidencia que tienen las pandillas en el diario vivir de la mayor parte del territorio nacional, tanto en ambientes urbanos como rurales, y la diversidad de expresiones de violencia de las que son al mismo tiempo causa y efecto. Hay otros ingredientes que abonan (el narcotráfico, la violencia institucional…), pero yo sí estoy convencido de que las pandillas son el principal generador de violencia. Negar o minimizar esa realidad ha sido uno de los errores más graves cometidos por la red de oenegés e instituciones que cuestionaban las erradas políticas públicas gubernamentales que agravaron el problema en los últimos 15 años. En cuanto al papel de los medios, no tengo la más mínima duda de que –quiero pensar que por ignorancia– hemos contribuido a recrudecer un problema que, en sus inicios, era estrictamente de índole social.

4. ¿Cómo ve el panorama del maltrato hacia la niñez, la juventud y la mujer en el país?  
En un ambiente de violencia exacerbada como el que se vive en El Salvador, los colectivos más vulnerables terminan siendo los que más sufren las distintas expresiones de violencia. Los niños y las mujeres serían, por supuesto, los colectivos victimizados más visibles. Algo parecido podría decirse de la juventud, pero con un matiz importante en el caso de los varones: por la dinámica propia de las pandillas (estructuras muy machistas, al punto que a finales de la década pasada prohibieron el ingreso a las mujeres), los adolescentes –repito: LOS– son numéricamente las principales víctimas del fenómeno de las maras, pero al mismo tiempo son los principales victimarios. El Salvador, sin duda, está en deuda con su juventud, cuanto menos desde la firma de los Acuerdos de Paz.

5. ¿Qué le hace falta al periodismo y a los medios de comunicación para tratar el tema de la violencia y para generar conciencia?  
Creo que al periodismo le faltan honestidad y humildad a la hora acercarse a un fenómeno como el de las pandillas, del que todos hablamos y escribimos pero del que en realidad muy pocos periodistas conocen siquiera superficialmente. Un ejemplo: aún se sigue escribiendo o diciendo por televisión ‘Mara 18’, que sería como si en Colombia alguien llamara FERC a las FARC. Creo para aspirar a entender y dimensionar un fenómeno como el de las maras hay que hablar con comisionados y ministros y negociadores y estudiosos y políticos, sí, pero igual de importante –si no más– es hablar con pastores evangélicos de base y con las oenegés incrustadas en las comunidades y con maestros y, claro está, con los pandilleros y con las personas que más los sufren; hay que viajar en bus, comer en los mercados, oler las cárceles, meterse en las colonias más estigmatizadas… y hacerlo sin prejuicios. Quizá así logremos textos honestos, pero asentados sobre la reportería, sobre el conocimiento.

***

Por cierto, la semana pasada logré acercarme a Huesca, al XIV Congreso de Periodismo Digital. Gran encuentro. Me estoy tomando con premeditación unos días para que los apuntes de mi libreta se reposen, porque de Huesca regresé con la sensación de que se habló mucho, bueno y variado, y que entre líneas se dijeron cuestiones trascendentes. Les adelanto una idea de lo que espero ver pronto convertido en una entrada de este blog: me late que hoy día España y América Latina estamos separados por algo más que un océano en cuanto a concepción del periodismo; mientras que en una orilla los proyectos periodísticos más audaces están surgiendo de la desesperación y el desempleo, en la otra, sus pares nacieron impulsados por el entusiasmo y la pasión.

Fotografía: internet
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(Este texto se publicó primero en Bajomundo, mi blog de la revista Frontera D, también bajo el título "Interpelado sobre periodismo y violencia")

martes, 12 de marzo de 2013

Cementerio de Quezaltepeque


Es pura cortesía llamar despacho a este cuartucho, pero aun así es la habitación más decorosa de todo el Cementerio Municipal de Quezaltepeque. Es un cuadrado de tres por tres metros, de paredes repelladas y grises, y con escasa luz a pesar de que son las ocho y media de la mañana. Hay una mesa, un archivo, un par de sillas y poco más. Aquí me reciben Daniel Santos, el administrador, y Emiliano Urquía, auxiliar de administración. Estamos a mediados de enero y aún no se sabe que Quezaltepeque terminará siendo un “municipio libre de violencia”, pero he venido aquí, entre otras cosas, porque quiero que me cuenten la incidencia de la tregua entre las pandillas Barrio 18 y Mara Salvatrucha (MS-13) en su trabajo. 

—Sí se notó el cambio, porque aquí muertos así… matados podemos decirle, han disminuido bastante –me dice Santos, el que más hablará de los dos en esta entrevista.

Quezaltepeque ha sido un campo de batalla desde los noventa, un municipio marcado a fuego por la violencia que generan las maras. Su cementerio no es la excepción. Al fondo, en el muro sur, hay un gigantesco placazo de la Quezaltecos Locos Salvatruchos (QLS), la clica de la MS-13 que en esta ciudad tiene el currículum más sangriento. El grafito es sencillo: una M y una S de unos tres metros de altura, separadas por una cruz que dentro tiene pintados un 'RIP', un 'QLS' y un aka: Piojo. Falleció el 27 de febrero de 2002 y, por su destacada ubicación, resulta fácil inferir que ha sido uno de los palabreros más influyentes de esta clica. A un costado, tres columnas con akas de pandilleros fallecidos: Smile, Sparky, Lil Crazy, Flaco, Pelón, Mariachi, Gorra… hasta veinte.

Cuando pregunto a Santos y a Urquía por el placazo, resulta evidente que rehúyen el tema. “Tal vez eso lo habrán hecho en la noche, pero aquí ahora pasa bien tranquilo; hace unos años usted no podría haber estado tomando fotos como ha estado haciendo estos días”, me dice Santos. Ninguno de los dos sabe especificar cuánto tiempo lleva el grafito que evidencia que la zona está bajo dominio de la Mara Salvatrucha. Y por supuesto, a ninguno de los dos se le ocurriría borrarlo. 

—¿La tregua les ha afectado de alguna manera? –pregunto.
—Fíjese que yo tengo el control de todos los fallecidos, de todos, y ahora la mayoría son personas adultas y por muerte de Dios, digamos, muerte normal. Así, matados, pocos están llegando…


Le pido a Santos si tiene datos que avalen sus impresiones. Se gira y regresa con un viejo cuaderno manuscrito en el que aparecen los nombres, las edades y algunos datos básicos de cada una de las personas sepultadas en el cementerio.

—A ver –su dedo se desliza por el cuaderno de arriba abajo, y se detiene cuando su mirada encuentra lo que busca–, en lo que vamos de enero... mire, aquí hay uno de 23 años… De ahí tengo de 67… de 56… de 71… Este de 23 es el único joven.

Se han consumido diez días de enero y aparece un muerto joven. Le pido por favor que consulte enero de 2012, cuando el gobierno aún no había trasladado desde el Centro Penitenciario de Seguridad de Zacatecoluca a los líderes de la MS-13 y el Barrio 18, la medida que activó la tregua en marzo de 2012. Santos busca los datos en el mismo cuaderno. 

—A ver… enero de 2012… Tengo uno de 25 años… Tengo este de 16 años… Tengo este de 27… de 23… de 29… de 19 años… Estos son ya mayores… 50… 68… Tengo este de 15… de 23… A este no le pusieron edad… Tengo este de 21 años… 26… aquí otro de 18 años… Aquí ya empieza febrero…
—Suficiente, suficiente.
—Aquí hoy es raro que llegue alguien joven –reitera Santos, satisfecho–. La mayoría ahora son señores y señoras mayores de 50 años. 


Terminada la entrevista, recorro una vez más el cementerio. Dentro de un profundo zanjón encuentro a David (nombre falso, obvio, ahorita comprenderán), un sepulturero con el que ya había platicado en anteriores visitas. El de Quezaltepeque es un cementerio modesto, con apenas un puñado de empleados, y todos los servicios de enterramiento y albañilería los prestan personas como David, que se ganan la vida sin ser empleados municipales. Cobran 25 dólares por pasarse una mañana entera cavando un hoyo de 1.80 metros de profundidad, y 70 dólares cuando le piden uno de 2.40 metros.

Le pregunto también si ha notado que lleguen menos jóvenes, y responde en la misma sintonía que el administrador y su auxiliar.

Al poco, vencida ya la desconfianza, deja de cavar, baja la voz y me pide que me acerque.

—Yo acá me paso el día cavando porque no sé hacer otra cosa, pero de lo poco que gano aún tengo que pagar renta a esos malnacidos.

De la tregua y sus consecuencias se habla mucho –a favor y en contra– en los despachos, en las conferencias de prensa, en los platós de televisión, en Facebook, en los reportes que elaboran dizque gurús con renombre internacional. Se pontifica sin conocimiento, sin vivencia, porque casi siempre opinan quienes desconocen la complejidad del fenómeno de las pandillas, algo que conocen realmente bien quienes viven entre los pandilleros, quienes los sufren. Ellos –no los ministros, no los mediadores, no los periodistas, no los comentaristas bravucones de redes sociales, salvo excepciones– son los que mejor saben si este año de tregua es motivo para la esperanza o para la preocupación. Quizá habría que considerar incluir esas voces, las de las verdaderas víctimas, en este diálogo de sordos al que casi siempre le sobra visceralidad. 

Fotografía: Roberto Valencia
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(Este relato fue publicado el 8 de marzo de 2013 en la sección Bitácora del proyecto de cobertura periodística de la violencia Sala Negra, de elfaro.net)

martes, 5 de febrero de 2013

La ley de los niños


Este centro, bautizado con el ambicioso nombre de Sendero de Libertad, recibió en los primeros días de abril de 2011 a un menor de edad llamado Alexander. Condenado por tráfico de drogas, el juez ordenó su encierro después de saltarse las condiciones de su libertad condicional. Sus dos primeras noches Alexander las pasó, el procedimiento habitual con los nuevos, en uno de los módulos tercermundistas que hay junto al portón principal.

El reclusorio lo controlan pandilleros que se autodenominan retirados, que odian a muerte a los pandilleros activos, que a su vez odian a muerte a los retirados. Se respira demasiado odio en Sendero de Libertad. Por eso, antes de asignar sector a un recién llegado, las autoridades lo aíslan hasta que se convencen de que no es miembro activo ni a la Mara Salvatrucha (MS-13) ni al Barrio 18. Es cierto que la piel de Alexander estaba limpia de tatuajes como la de un adolescente ejemplar de una colonia bien, pero también lo es que hace años en El Salvador eso dejó de ser garantía de nada.

Tras las dos noches de aislamiento, avalaron su traslado al Sector 1. Allí lo esperaban ciento veinte jóvenes con el verdadero examen de admisión. Un ex de la MS-13 que en la libre vivía en la misma colonia lo reconoció de inmediato y lo presentó como primo de un pandillero activo. Suficiente para dar por finalizado el interrogatorio. En ese momento Alexander debió sentir como si un bus se le viniera encima. Uno, diez, treinta puños pies antebrazos cabezas codos lo golpearon una y otra y otra vez. No tardó en caer al suelo reseco. Al principio trató de cubrirse. Lo pisotearon arrastraron patearon. Al poco ya no pudo. Lo patearon en la cara brazos nalgas piernas espalda pecho boca… Lo patearon.

Del personal del centro nadie intervino.

Cuando Alexander recobró el sentido, la turba lo tenía amarrado de pies y manos, y un niño se esmeraba en tatuarle una sentencia de muerte en el pecho: una M y una S del tamaño de dos manos, y tachadas por sendas cruces. Un tatuaje así te convierte en objetivo prioritario para la MS-13, sin importar las razones, muerte segura, y para nada te aparta del punto de mira del Barrio 18.

—¿Y qué iba a hacer ? Yo me vine a despertar con el ruidito de la máquina –me dice cuando lo entrevisto ocho meses después del ataque.

La máquina es un motorcito de un transistor ensamblado a una varilla metálica y a una aguja, un artilugio con el que los tatuadores artesanales inyectan bajo la piel –a falta de tinta– el espeso hollín que sale de los vasos plásticos blancos cuando arden. Suena horrible, pero Alexander sabe que tuvo suerte.

—Tuve suerte –dice–, gracias a Dios, porque a otros los han marcado a pura Gillette.
—¿Y los orientadores? ¿Y los custodios? ¿Nadie te ayudó?
—Y ellos qué iban a hacer…


La respuesta de Alexander tiene su lógica. Después entenderán.

Al día siguiente, desfigurado por el linchamiento y con su sentencia de muerte tatuada en el pecho, llegó al despacho del director y le contó lo ocurrido. Lo aislaron de nuevo, y aislado lleva hasta esta mañana de diciembre. El Estado salvadoreño que lo encerró para procurar su reinserción lo ha incluido en un programa de remoción de tatuajes que en tres o cuatro sesiones eliminará lo negro, pero que dejará siempre un delator surco de carne abultada.
Alexander y su pecho esperan volver a las calles este año.


Fotografía: Roberto Valencia
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(Esta es la entrada de una crónica de largo aliento publicada el 23 de enero de 2012 en Sala Negra de El Faro, bajo el título de La triste historia de un reclusorio para niños llamado Sendero de Libertad)

jueves, 17 de enero de 2013

Bajar al bajomundo


Estoy terminando de transcribir unas 40 horas de entrevistas con la protagonista de un perfil que espero haber finalizado antes de marzo. La historia transcurre en mi país, El Salvador, y contará sobre la madre de un marero, un integrante de la pandilla Barrio 18 condenado por varios homicidios, un asesino. Comencé a reunirme con ella en abril de 2012, y lo he estado haciendo en distintos lugares y ambientes hasta hace apenas unos días, con la idea de lograr la intimidad y la confianza que me permitan retratar cómo una madre vive el hecho de que el fruto de su vientre sea engullido por el fenómeno de las maras.


Los días previos al parto de una crónica de largo aliento son siempre de vértigo y ansias desmedidas, y en esta ocasión además se suma una inquietud: ¿merece la pena invertir diez meses para contar la historia de un personaje así, miserablemente anónimo, del que ni siquiera podré decir su nombre ni dar datos que faciliten su identificación porque sería condenarla a muerte? ¿En verdad merece la pena esa inversión?


Quiero creer que sí.


Lo escribió Martín Caparrós hace un puñado de años: “El periodismo de actualidad mira al poder. El que no es rico o famoso o rico y famoso o tetona o futbolista tiene, para salir en los papeles, la única opción de la catástrofe: distintas formas de la muerte. Sin desastre, la mayoría de la población no puede –no debe– ser noticia. (…) La crónica se rebela contra eso cuando intenta mostrar, en sus historias, las vidas de todos, la de cualquiera”.


Tetonas y futbolistas –y políticos– son también materia prima para la crónica, pero de alguna manera los cronistas (sobre todo en América Latina, España en este tema viaja en vagón de cola) nos hemos esforzado en dar la razón a Caparrós. La pobreza, la excentricidad, la violencia y la marginalidad han sido durante la última década los puntos cardinales del género. Hay voces y plumas respetadas que van por libre, pero en términos generales el periodista-cronista latinoamericano sigue prefiriendo a sicarios, migrantes, antihéroes, desahuciados, pandilleros, viejas glorias del deporte hundidas en el anonimato, niños desnutridos, supervivientes… Eso sí: es algo más complejo que solo elegir. El resultado variará en función de cómo es nuestro acercamiento.


Una clave para el éxito la propuso el siempre polémico maestro Ryszard Kapuściński: “Es un error escribir sobre alguien con quien no se ha compartido al menos un tramo de su vida”. Y es que no son pocos los periodistas que incursionan en lo que con cariño yo he convenido en llamar el bajomundo, pero la mayoría de las veces son visitas cuasi turísticas, incursiones para edulcorar nomás la información generada en los despachos –de un ministro o de una oenegé– y tranquilizar tantito la conciencia.


Soy de los que cree que no hay temáticas buenas ni malas per se, que escribir sobre las condiciones de vida de los sepultureros es tan digno como hacerlo sobre un caso de corrupción que involucre a la realeza. Lo realmente importante, sobre todo en esta época de turbulencias para el gremio, siempre será aferrarse a las esencias, que en el caso que nos ocupa –la crónica– son el reporteo exhaustivo hasta la exasperación, apoyado en buenas técnicas para exprimir escenas y personajes, y rebuscarse luego por hallar la manera más brillante para ordenar, dar coherencia y narrar lo reporteado.


Para eso se necesita tiempo y un medio que te comprenda, pero más importante aún es el deseo de no dejarse atrapar por las devastadoras dinámicas del sistema.


Yo me sé un afortunado. En los últimos dos años he tenido la suerte de trabajar para Sala Negra, un proyecto periodístico de un modesto periódico digital salvadoreño llamado El Faro. Con la crónica como herramienta de trabajo, hemos tratado de abordar el fenómeno de la violencia en la región más violenta del mundo, Centroamérica, quizá también la más desigual. Esto es lo que me llevó a interesarme por la abnegada madre de un pandillero encarcelado, y antes por un muchacho torturado por dos agentes de la Policía, y más antes por una joven violada por una veintena de mareros.


Creo que lo que me mueve es que nos conozcamos un poco mejor.


La salvadoreña es una sociedad fracturada y desigual: hay una amplia mayoría de desarraigados que se limitan a subsistir; hay una franja en torno al 20-30% de la población que podríamos llamar la clase media (con acceso a internet, a la sanidad y a la educación privadas, con vacaciones); y hay una elite con un poder adquisitivo superior al que pueda tener un alemán promedio, coronada por una casta de oligarcas. Esos tres grupos apenas se conocen.


La información honesta parece un buen antídoto contra el clasismo que todos respiramos, y para ello se me antoja imprescindible que los descensos al bajomundo los periodistas los hagamos despojados de prejuicios e impregnados de humildad, con un interés genuino. Escuchar a nuestras fuentes, a la víctima y al victimario; no usarlas, no juzgarlas.


Me gustó la entrevista que hace unos días el diario argentino La Nación hizo a Jon Lee Anderson. El maestro, curtido en escenarios de crudeza indescriptible, se esforzaba por hacernos entender la dificultad que supone retratar en su complejidad a las víctimas, por las reacciones de misericordia que despiertan en el periodista, acentuadas –agrego yo– cuando el cronista desciende al bajomundo como turista.


“Hay que conocer la calle –dice Jon Lee–, porque hay muchos chicos que salen de familias bien, estudian Ciencias de la Comunicación y terminan en el periodismo, pero no han tenido mucha calle y jamás tuvieron la posibilidad de traspasar los límites impuestos por su clase social. Lograr eso es algo fundamental. No espero que un crítico de cine tenga calle, aunque no le vendría nada mal, pero en el caso del periodista es muy importante, porque solo así aprende a sentirse en el pellejo de los otros”.


Puede decirse más alto, pero dudo que más claro. Me late además que ese interés genuino por el desarraigado, por sus historias, se sale de los límites del periodismo y termina convirtiéndose en filosofía de vida. Me convencen las palabras de Kapuściński, aquellas que dicen que para ser buen periodista, primero hay que ser buena persona.



Ilustración: Frontera D
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(Este texto se publicó primero en Bajomundo, mi blog de la revista Frontera D, también bajo el título "Bajar al bajomundo")

sábado, 5 de enero de 2013

La maté porque era mía


Karla era joven y bella, la más guapa y exuberante del pasaje. “Bien bonita era”, me repitió varias veces la mujer que me contó cómo la asesinaron, una vecina 20 años mayor con la que entabló cierto grado de amistad. Las dos vivían a pocos metros de distancia, en una comunidad empobrecida del municipio de Mejicanos cuyo nombre conviene olvidar, un sitio marcado por la agresiva presencia de pandilleros. Karla, como tantas otras en lugares así, no tuvo adolescencia. Saltó de niña a mujer, con todas sus consecuencias. Codiciada, ella se dejó querer y terminó siendo la haina de uno de los pandilleros pesados de la clica, él una década más viejo que ella. No tardó en embarazarse. Con 16 años ya chineaba a una niña.

Hollywood lleva décadas vendiéndonos que a las adolescentes les gustan los chicos malos. Quizá sea algo universal, y hasta puede que tenga su explicación psicológica, pero en las comunidades controladas por pandillas esa atracción es un hecho: un significativo porcentaje de las jovencitas ve al pandillero como un buen partido. En los años que he pasado intentando comprender el fenómeno de las maras, varios pandilleros de edades diversas me dijeron que ese éxito con el sexo opuesto fue uno de los alicientes para, con 10, 12 o 14 años, arrimarse al mundo de las pandillas.

Poco importa que ser pandillero aquí sea mucho más complicado que ser un chico malo hollywoodiense. Un pandillero salvadoreño tiene que asesinar violar robar traficar verguear extorsionar mutilar, aunque supongo que habrá alguna excepción. Y los medios de comunicación no hacen sino amplificar esas acciones. A quien vive en la franja acomodada de la sociedad (la de Facebook, sirvienta en casa, Pizza Hut y tragos en el Paseo El Carmen) quizá le cueste entender y asimilar esa atracción hacia el marero, pero en el bajomundo son los machos Alfa de sus comunidades.

No es extraño que la guapa y exuberante Karla terminara –por decisión propia– con uno de los palabreros, al que llamaremos Snyper.

En marzo de 2009 Snyper cayó preso. Al principio, Karla comenzó a actuar como se supone que debe hacer una buena haina: cuidaba a la beba, lo visitaba en la cárcel, le llevaba el dinero, el Rinso, los Nike Cortez y todo lo que la clica le hacía llegar a su homeboy… Pero Karla no tardó en cansarse de esa vida y quiso probar otra. Aún no tenía los 18 y, como el embarazo no le pasó factura a su belleza, encontró trabajo fácil en una barra-show.

En los códigos de una pandilla esta decisión puede ser tolerada, pero no el hecho de que por iniciativa propia dejara de visitar a Snyper después de la enésima discusión. “Decía que ya no lo visitaba porque creía que la iban a picar en el mismo penal”, me dijo la mujer. La clica le dio el sobre con dinero una vez, y no llevó la parte del Snyper al penal; se lo dejaron una segunda vez, y ella hizo lo mismo. Ya no llegaron más.

A Karla la balearon en la cabeza a plena luz del día, enfrente de su pequeña hija. Malherida, la cargaron en un pick up de la Policía Nacional Civil (PNC), pero murió sobre la cama, antes de llegar al Hospital Zacamil. En las comunidades controladas por las pandillas se ve, se oye y casi siempre se calla. Casi todos supieron que el Snyper había ordenado la muerte.

“Su caso ni siquiera salió en las noticias”, recuerda la mujer. Sucedió a finales de 2009, un año que promedió 12 asesinatos diarios, y Karla era una joven pobre de una comunidad empobrecida.

El machismo es un valor muy arraigado en la sociedad salvadoreña, acentuado más si cabe en la subcultura pandilleril. Historias como la de Karla no son algo excepcional. No es muy aventurado afirmar que docenas –¿Cientos?– de pandilleros han ordenado la muerte de las madres de sus hijos. Hoy día, incluso en una ruptura amistosa y en el caso de un marero tolerante, una ex que sigue viviendo en la comunidad no puede bajo ningún concepto meterse con otro pandillero ni con un policía ni con un soldado ni con un custodio ni con un civil de la misma colonia. Ya sabe lo que le espera. De alguna manera, la vieja máxima del La maté porque era mía está grabada a fuego en la mentalidad del pandillero.

De ahí la importancia –y hasta la razón de ser– del cuarto punto del comunicado del 12 de julio de 2012, suscrito por las dos principales pandillas (Mara Salvatrucha-13 y Barrio 18) en el contexto de la negociación que mantienen con el Gobierno: “En atención al llamado del señor presidente de la República de cesar todo tipo de violencia contra las mujeres, queremos informar que ya hemos girado instrucciones precisas para contribuir positivamente a ese llamado”.

Hasta el 29 de noviembre, la PNC tenía registradas a 301 mujeres asesinadas, un 48% menos que las 578 del mismo período de 2011. Las jóvenes ahora están muriendo menos –aunque paradójicamente menos muerte ocupa más espacio en diarios y noticieros–, pero cuesta especular cuál habría sido la suerte de Karla si lo que hizo lo hubiera hecho en estos días extraños.

(San Salvador, El Salvador. Enero de 2013)

Fotografía: internet
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(Este relato fue publicado el 2 de enero de 2013 en la sección Bitácora del proyecto de cobertura periodística de la violencia Sala Negra, de elfaro.net)


sábado, 29 de diciembre de 2012

Pláticas con pandilleros (VII)

  • Temas generales de la conversación: pormenores de la tregua, cómo el Gobierno y sus facilitadores aderezan el proceso con shows mediáticos 
  • Fecha de la plática: 5 de diciembre de 2012 
  • Estatus de los pandilleros: El pandillero se llama Gilbert Portillo y es un exintegrante de la Francis Locos (FLS), de la Mara salvatrucha-13. Al momento de la entrevista es el vocero de los pandilleros retirados de sus pandillas por diferencias internas, amenazados de muerte, que tienen en el Centro Penitenciario de Sonsonate su principal centro de operaciones. 
  • Otros datos relevantes: Después de editada, esta plática salió publicada en el periódico digital salvadoreño El Faro el 10 de diciembre de 2012, bajo el titular “A los expandilleros es a los que más deberían estar apoyándonos”. Lo que aquí se publica es un fragmento sin edición en las respuestas.
La negociación entre el Gobierno de El Salvador y las dos principales pandillas que operan en el país (Mara Salvatrucha-13 y Barrio 18) ha salvado desde el 8 de marzo un promedio de 8 vidas cada día, pero sigue envuelta en una nebulosa de secretismos, de medias verdades y de mentiras abiertas. Mucho de lo poco que se airea ante los medios de comunicación es puro show, como bien señala este pandillero retiradoEsta plática trata sobre uno de esos eventos publicitarios montados por los facilitadores que eligió el Gobierno (Raúl Mijango y, en menor medida, monseñor Fabio Colindres) para esta peculiar negociación. Trata sobre una entrega de corvos y celulares celebrada el 8 de octubre de 2012 en el Centro Penitenciario de Sonsonate, donde hay recluidos unos 800 pandilleros retirados o peseteados –en función de si el adjetivo lo pone el propio colectivo o los pandilleros activos–; es decir, condenados a muerte por la pandilla que algún día consideraron su familia.

―Ustedes, los expandilleros, ya tuvieron hace algunos meses un evento para evidenciar su deseo de sumarse al proceso, y recuerdo que entregaron corvos y celulares en el penal de Sonsonate. ¿Con esa entrega no explicitaron que también extorsionan?
―Vaya, solo imaginate, para que la gente vea que uno quiere cambiar. Los corvos se hicieron, se hicieron tres días antes… para que todos vieran que uno… ¿me entendés? Para que a gente viera…
―Entonces, fue algo preparado…
―Sí, eso sí. Ellos nos dijeron: si ustedes nos entregan algo, llegamos.
―¿Quiénes son ellos?
―Todos los que están moviendo esto…
―La gente de Raúl Mijango.
―Ajá. Nos dijeron: ¿cómo vamos a llegar así por así si ustedes no hacen entrega de nada? Arriesguen algo.
―Los corvos los hicieron, pero ¿y los celulares?
―Casi todos iban huecos por dentro; no servían. ¿No te estoy diciendo? Hay que jugar el mismo juego de ellos, pero nosotros sí estamos en un proceso sincero por dejar todo lo malo.
―¿Cree que en este proceso hay mucho de apariencias y de dobles caras?
―Mire, yo no sé cuál es lo que ellos quieren buscar, pero nosotros lo que pedimos son coas sencillas, como una donación de ropa, una donación de zapatos, pintura, eso es lo que nosotros estamos pidiendo. Nosotros no pedimos plasmas en cada celda ni ondas de esas.
―¿Qué mejoras concretas ha traído el proceso a la población reclusa de Sonsonate?
―Casi nada. Allá no han puesto plasmas. La tienda solo vende pepinesa, mayonesa y frijoles refritos, es lo único que te venden ahí, y tiene cinco años de vender lo mismo. El cambio más importante es la gente que han llevado, es lo único que han hecho. Bueno, y eso de que les pasaron una película en la noche, hace como tres semanas. Y la gente allá adentro se alegra, pero yo sé que es manipular la situación de parte de ellos.


Fotografía: Edgard Garrido (Reuters)
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Más sobre este tema:

viernes, 30 de noviembre de 2012

El cuñado del director general está preso


Hasta el día de su detención, el cuñado de Rauda trabajaba como notificador en el Juzgado Segundo de Paz de Colón (La Libertad). Entonces tenía 40 años, casado, padre de tres hijos, y vivía en una de las urbanizaciones de clase media que hay sobre la carretera Panamericana, ruta a Santa Ana. Su salario como empleado de la Corte Suprema de Justicia era de 750 dólares mensuales, pero se ve que quiso ganar un dinerito extra trasegando marihuana y, según el denunciante que originó la investigación policial, crack.

El proceso penal que se le siguió en el Tribunal de Sentencia de Santa Tecla está clasificado bajo el número 314-C2-2010. Estos son algunos de los hechos recogidos: el 6 de abril de 2010, como consecuencia de una denuncia ciudadana, la División Antinarcóticos de la Policía Nacional Civil (PNC) comenzó a investigar al cuñado, el caso fue notificado a la Fiscalía, le dieron seguimiento, le tomaron fotos, hicieron croquis de su vivienda, y el 16 de abril, poco después del mediodía, lo detuvieron en el cruce de la 4.ª avenida Norte y calle Francisco Menéndez, en el cantón Lourdes, en el municipio de Colón.

El cuñado de Rauda se desplazaba en una bicicleta marca Corsario y portaba encima casi 50 gramos de marihuana, por lo que fue remitido a la delegación. Allí admitió que guardaba más droga en su cubículo del Juzgado, situado a pocas cuadras, y horas más tarde llegaron la Policía y un fiscal, y en efecto hallaron un bolsón oscuro con otras 28 porciones de marihuana. Por todo le hallaron más de 96 gramos.

La sentencia también dice que obtenía la droga como pago por, en su calidad de notificador judicial, “dar aviso a los vendedores de droga y pandilleros de la pandilla delincuencial denominada ‘Mara Dieciocho’, de la solicitud de registros y allanamientos efectuados por la Policía”.

Los tres jueces (dos mujeres, un hombre) que integraban el tribunal validaron las pruebas, creyeron a los testigos y el 13 de octubre de 2010 lo condenaron por unanimidad por posesión y tenencia. Le impusieron seis años que se cumplirán el 18 de abril de 2016.


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Este relato es un fragmento de un reportaje publicado en Sala Negra de El Faro el 29 de noviembre de 2012, bajo el titular "La cárcel es más humana si tu cuñado es el director general de Centros Penales".

Imagen: wallpaper.com
 

jueves, 1 de noviembre de 2012

Las hormigas tienen buena prensa


La conciencia colectiva del mundo occidental aprecia a las hormigas. Las creemos laboriosas incansables solidarias tenaces hacendosas. El refranero las adora: “Llevando cada camino un grano, abastece la hormiga su granero para todo el año” o “Camina más una hormiga que un buey echado”. La Hormiga Atómica y Ferdy dejaron huella, al menos en mi generación, y el cine, ese moldeador universal de filias y fobias, las ha tratado bien: ante la rotundidad de Tiburón, Piraña o Anaconda, las simpáticas hormigas protagonizan Antz y Bichos; pocos podrían recordar el título de una película en la que son amenaza. Salvo los delfines, pocos animales gozan de tan buena reputación.

El culmen de la estima quizá lo represente la fábula La cigarra y la hormiga. Dice así: haragana y despreocupada por naturaleza, cantando la cigarra pasó el verano entero. Previsora y laboriosa, la hormiga acumuló provisiones. Al llegar el frío invierno –en el Trópico no siempre lo es–, la cigarra viose desposeída del precioso sustento y fue con mil expresiones de atención y respeto a pedir ayuda a la hormiga, que se la negó con profunda soberbia: ¿con que cantabas cuando yo andaba al remo? Pues ahora, que yo como, baila.

Moraleja: la vida loca tiene un precio.

De alguna manera, el Centro Juventud quiere convertir cigarras en hormigas.


Ilustración: Internet
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(Este es un fragmento de una larga crónica publicada en Sala Negra de El Faro el 15 de octubre de 2012, bajo el título "Hormigas en el Centro Juventud")

miércoles, 17 de octubre de 2012

La marabunta managua

Las calles polvosas del bajomundo managua están más vacías esta tarde. El Barça juega otra final, y aquí, en las casuchas oxidadas, esta noche quizá nadie tenga qué cenar, pero un partido así se goza como en las Ramblas. O más. A Joshua y Norlan, dos pandilleros de veintipocos, el fútbol español también les pone, pero han hecho el sacrificio para mostrarme el Walter Ferreti, el barrio en el que crecieron y viven.

Camino del zanjón que separa el Ferreti del 18 de Mayo, Norlan se detiene a mear junto a unos escombros que simulan verjas. La calle vacía como cementerio vacío. Joshua busca otro meadero en silencio, y yo hago lo mismo, no vayan a pensar que soy un desagradecido. Sobre la tierra reseca, justo a la par de donde orino, hay un tajo largo y negro, como un látigo extendido, formado por cientos de miles de hacendosas hormigas que cargan palitos insectos hojitas restos, o se cargan unas a otras. Son tan demasiadas. Hace años vi algo parecido, pero fue en la selva de Petén (Guatemala), no en un barrio de capital de república.

―¿Esto es normal? –pregunto en voz alta cuando termino. Los dos se acercan.
―¿El qué, las hormigas? –dice Norlan–. Sí, claro, están chambeando porque en la noche va a llover.
―Los zompopos saben cuándo –se suma Joshua–. Ahorita están metiendo comida porque va a venir un huracán de calle.

Son las 3:30, Managua es el horno insufrible de siempre, y el cielo está azul cielo. El pronóstico suena absurdo, pero disimulo.

―Hormigas, zompopos, ¿cuál es la diferencia? –pregunto.
―Es que su nombre es hormiga, pero su nombre científico se llama zompopo –zanja Norlan.

Seguimos caminando como si nada, y la plática retorna a lo que me trajo hasta el Ferreti: el asombroso Centro Juventud.

En tres horas Managua será un diluvio.


Fotografía: Kenneth G. Ross
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(Esta es la escena inicial de una larga crónica publicada en Sala Negra de El Faro el 15 de octubre de 2012, bajo el título "Hormigas en el Centro Juventud")

sábado, 6 de octubre de 2012

Las cartas de Rosemberg


Dicen que conocer el pasado ayuda a entender el presente. ¿Puede entonces comprenderse el sistema penitenciario que en la actualidad tenemos en El Salvador viendo el que teníamos hace dos décadas? Crónicas guanacas tuvo acceso a varias cartas manuscritas por un salvadoreño anónimo llamado Rosemberg, preso en el penal de San Francisco Gotera en los últimos compases de la guerra civil (1989-1990). Son tan expresivas y están tan bien escritas que se publican íntegras, con la edición mínima.


*****

San Francisco Gotera, el Pocilgo de Morazán


Gotera es un centro penal donde reinan la miseria y las injusticias por parte de sus regidores. Está ubicado en el pueblo de San Francisco, a unos 190 km. de la ciudad de San Salvador. Está rodeado por un pequeño río, el cual abastece de su agua a muchos compañeros reclusos. En dicho lugar, a su costado, se encuentra el reconocido cerro “Cirimba”, el medio de atracción para muchos compañeros jóvenes que se encuentran privados de su libertad. Muchas familias tienen que madrugar para poder ir a visitar a sus seres queridos que se encuentran sepultados vivos en ese Pocilgo, donde para poder sobrevivir has de hacer uso de la Razón, para no ser azotado como todo un animal.


Gotera


Está compuesto de cuatro recintos denominados 1º, 2º, 3º y 4º. En el primero se encuentran ubicadas personas aledañas a Morazán. El 2º recinto es una celda donde se supone tienen a todos los compañeros de mala reputación. El tercer recinto, al igual que el 2º, suelen tener a compañeros también de mala reputación, o sea, trasladados de los diferentes centros penales de la República. Y el 4º recinto es para tener únicamente a todos aquellos que se encuentran purgando grandes condenas. Allí, en el 4º recinto, está ubicada la celda de castigo conocida vulgarmente como el Sopé, un lugar espantoso donde encierran a muchos compañeros obligados a purgar castigos impuestos por el señor Granadeño. ¡Hasta diez meses o tres años! Algo infrahumano. No hay un tiempo estipulado.


1º 1989


―Hey, carnal, ahí te dejé el encargo en el maletín. Ya sabes, ¿verdad?


Me dijo el Verde, un elemento de dicho cuerpo de dicha institución [la Guardia Nacional].


―Tené cuidado, vos sabés lo mejor…
―No sé a qué te refieres –le respondí.
―Ya te dije.


Al día siguiente, a eso de las 6:15 a.m., me habían tendido una emboscada. Qué sorpresa.


―Oye, joven Rosemberg, queremos hablar con vos. ¿Qué te pasa? ¿Estás jugando con nosotros o qué?
―No sé de qué me hablan –susurré.
―No te hagás –me dijo el guardia–, en tu puesto acabamos de encontrar un cargamento de marihuana. ¿Quién te la pasó? Ahora nos vas a decir todo lo que sabes, y, si no, ya vamos a platicar con los Derechos Humanos.


Así le decían a una manila gruesa de color rosado que utilizaban para colgarlo a uno y luego golpearlo hasta caer moribundo.


Después de una fuerte paliza, fui conducido por los verdugos de ese lugar hacia el Sopé. Empezaron a correr los días. Después se hicieron semanas. Luego fueron meses. Hasta que se convirtieron en años en dicho castigo. Todo era defectuoso. No había un alma que se dignara a entregarnos un poco de agua. Qué miseria. Parecía que a todos se los hubiera tragado la tierra. Solo se oían el llorar de los grillos y el maullar de los gatos. Estábamos en plena ofensiva. No había qué comer. Ya casi era Navidad. Todo estaba desolado. No nos atendía pues el señor Granadeño. Lo único que sabía decir era: ya los voy a colgar, ¿para qué insisten? ¿Que no ven que aquí es Gotera? ¡Aquí es pija y verga! ¿Que no entienden? ¡Aquí o se calman o los calmamos, perras!


31 de diciembre de 1989


Estábamos en el fin de año, todo era silencio. Parecía todo en armonía. Era una mañana muy bella, cuando apareció Acevedo encabezando una escuadra de verdugos.


―¿Cómo están, chamacos? Dice mi comandante que les va a dar la despedida de fin de año, así es que empiecen a prepararse. Perros como ustedes no merecen vivir –murmuró el Guardia–, son una lacra para la sociedad. Mejor si hubieran muerto pequeños.


Eran casi las 2 de la tarde.


Nos dejaron con el alma destruida.


―Oye, Óscar –le dije a mi compañero–, qué despedida de año, ¿sabes? Hoy es el día que sin duda me van a matar a golpes. Te quiero pedir un favor: ahí te dejo la dirección de mi jefa. Si acaso ya no regreso, dile que la quiero mucho.
―No, compadre –dijo Óscar–. Tienes que seguir viviendo, me haces falta, no pienses así, me pones triste, ¿acaso no te das cuenta de que un día tenemos que salir de este Pocilgo? Tú eres muy útil. Quítate esas ideas, carnal. Estos verdugos tienen que pagar por todo lo que hacen por nosotros. Pídele a Dios que nos ayude.


Estábamos platicando cuando fuimos interrumpidos por una voz fuerte: “Hey, cabrones, qué bulla la que tienen, aquí no están en su casa”.


―Tú, muchacho, muévete –me dijo un verdugo–. Ven acá, necesitamos hablar con vos. Allá arriba, en la Guardia, te necesitan.


Y empezaron a golpearme hasta quebrarme de ambos brazos. Luego me condujeron a un cuartucho todo deteriorado, cuando apareció un señor gordo con unos ojotes color verde, cara redonda.


―¿Tú eres Rosemberg? Ja, ja, ja. Mica muchacho. Yo esperaba encontrarme con un gran hombronazo, pero mira nada más, no parecés lo que eres. ¿Qué, acaso tienes miedo? No te preocupes, yo soy el comandante de este centro, yo te voy a ayudar. Traigan los Derechos Humanos –susurró el señor–, denle su Navidad a este, ya saben cómo hacer.


Empezaron a colgarme y a golpearme hasta dejarme por muerto. Ya casi era medianoche. Me agarraron de los cabellos y empezaron a arrastrarme por todos los pasillos, hasta la puerta del Sopé.


―Púdrete en el infierno, perro maldito.


Óscar solo me observaba y me decía: “No desmayes, compadre, yo te voy a cuidar, ten paciencia”. Y así fue que recibí el año nuevo de 1990. Yo me lamentaba a solas con mi compañero y le contaba toda mi vida. Yo sentía que mi vida ya no tenía razón. ¿Para qué seguir viviendo en esta vida de perros que estoy afrontando? Preferiría mejor que me mataran de una vez, más cuando me miraba los brazos y la pierna izquierda, totalmente quebrantados. Me decía en silencio: malditos verdugos, tarde o temprano tienen que pagar las injusticias que cometen con todos nosotros. Pero aun así, el Todopoderoso no nos abandonaba, siempre puso a alguien en nuestro camino.


―Hey, muchachos –dijo Chentino, un señor bastante humanitario, también miembro de ese cuerpo–, sé que están resentidos, pero no conmigo, yo no les he hecho nada. ¿Saben? Cristo les ama. Confíen en él. Yo soy su amigo. No me miren con ojos de odio. No tengo nada que ver con lo que les han hecho. Yo les quiero ayudar. Permítanme darles la mano. Soy cristiano.


1 de enero de 1990


Empezábamos un nuevo año. Todo era lágrimas y llanto, pues entre nosotros reinaba la intranquilidad, la zozobra, pues las únicas amigas que teníamos eran la angustia y la soledad. Pero, aún así, afrontando la dura realidad de la vida, siempre confiaba que había un Dios que nos podía ayudar.


En un rinconcito de la mentada celda de castigo se encontraban las siluetas de dos hombres, a los cuales la vida les había tratado muy duro. Allí, en esa esquina del Sopé solíamos derramar nuestras lágrimas. Allí se encerraban nuestras tristezas. Todo era amargura y dolor. Le pedíamos al Todopoderoso que nos ayudara, que nos sacara de ese infierno en el cual estábamos viviendo, pero nuestras oraciones no eran escuchadas. Había momentos en que me decepcionaba y me decía: Dios mío, ¿por qué me has abandonado? ¿Acaso no soy tu hijo? ¿Qué te he hecho yo, Dios mío, para que me des esta clase de vida? Sácame de aquí, yo te prometo cambiar mi forma de vida. Solo tú me puedes ayudar. Tócales el corazón a estos señores para que nos den otro trato, pero, aun así, mis oraciones no eran escuchadas.


Llegué al extremo de maldecir mi propia vida, pues yo anhelaba un milagro, pero todo era en vano. Empezaron a transcurrir los días, y todo seguía lo mismo, pues el trato para con nosotros eran más severo. Existían todas las discriminaciones del mundo que puedan existir, hasta que un día le dije:


―Oiga, comandante Granadeño, ¿acaso no tiene hijos usted? Piense en ellos, ¿no se pone a pensar que el día de mañana pueden afrontar la misma situación?
―Yo no soy el que los castigó, sino que la ley, bastardos.


24 de febrero de 1990


―Hey, muchacho, ¿cómo has amanecido?
―Bien –contesté.
―Dice mi comandante que te va a dar permiso para que vayás a comprar a la primera.
―Ah, sí, ¿no? Qué lástima…
―¿Por qué? –preguntó el guardia.
―Porque no tengo ni un centavo partido por la mitad.
―Eso no es problema, yo te daré para que compres lo que vos querrás.
―Sí, pero no tengo qué ir a hacer allá arriba –susurré.


Yo no tenía nada de confianza en esos verdugos, pues su palabra favorita era “pija y verga”, una frase bastante usual entre el personal de vigilancia de ese centro. Momentos después, fui conducido por los pasillos hacia la guardia de prevención, donde se encontraba situada la primera bartolina.


Fui llamado donde se encontraba el comandante de guardia, me rodearon un puñado de agentes, atándome de pies y manos. Decía el Negro Quintanilla: “Matemos a este perro y lo vamos a dejar al río”. De pronto, apareció un señor de aproximadamente 1.90 de estatura, tez blanca, cabello blanco, ojos verdes, bastante risueño.


―Óyeme, hijo –me dijo–, ¿cuál es tu problema?
―Ninguno –contesté.


Estuvo platicando con el comandante Rogel.


―Mire, Rosemberg, te he mandado a llamar para decirte que ya no vas a estar en el Sopé. Te vamos a pasar a una isla de la segunda bartolina, pues vos no podés vivir en ningún recinto. Los Migueleños no te aceptan en el recinto, y si te dejo allí, me podés ocasionar muchos estragos. Dice el Ruco que si te metemos en el recinto, te matarán.
―No hacen nada –contesté–. Esos son matamuertos, métanme allí, yo no tengo problemas.


El Ruco era el jefe de dicha banda (Los Migueleños). Era enormemente fuerte, parecía un Rambo salvadoreño, tenía bajo su voz y mando aproximadamente a unos 80 migueleños en el 1989, que integraban la banda más temida del centro penal de San Francisco Gotera, un lugar donde la vida no valía nada. La vida de mis compañeros llegó a tener el valor de un pantalón o de un par de zapatos, algo que no valía la pena. Era una vida de lloros y llantos.


Yo ya me encontraba en una de las islas de la segunda, donde reinaban todas las picardías que puedan existir. Era de imaginárselo. Todos los días llegaban Polillo, Pinico, Lágrima de karateca y otros secuaces del Ruco a tirarnos agua hirviendo. Eran los buenos días que nos daban a mí y a mis compañeros que se encontraban conmigo en la isla.


Me decían Germán y la Pescada: mirá, compa, cuando salgamos a bañarnos agarremos a unos tres cabrones de esa banda y les enseñamos a respetar la dignidad de los Varones. Ellos creen que nosotros les tenemos miedo, pero vos sabés, Rosemberg, que no es así. Estos majes son fuertes con la gente débil, pero no pierdo las esperanzas de verlos tragando su propia sangre. Recordá que estos sujetos tienen comprada e intimidada a la vigilancia. Meterse con estos es como que nos metamos con el comandante Granadeño, pues esta banda tenía la autorización de Granadeño de tener adentro del recinto navaja Okapi, cuchillos Stanley automáticos y zapateras. Ellos violaban a las visitas de mis compañeros trasladados y no les decían nada. Mataban a mis compañeros y nos les decían nada. No les hacían proceso a ninguno; lo que decían los inspectores Lolo y Neto era: ya era tiempo que mataran a este hijodeputa, ya muchas había hecho. Jajaja, se carcajeaba el inspector Neto cada vez que mataban a nuestros compañeros.


Abril 1990


Muy presentes tengo las palabras del señor inspector Neto: “Hey, Ruco, tomá, te voy a hacer un regalo”, y le tiró desde la terraza un yatagán de fusil G-3. Es para tu uso personal; ya sabes, ¿verdad? Tienes que terminar con todos los pícaros de San Salvador, y así sucedió. Al tercer día estaba dándole muerte al M.S. y al compañero Arturo, ambos jóvenes, con la misma arma que le había dado el inspector Neto. Decía el Ruco enfrente de los finados: “Bueno, mara, mi padre Satanás me ha pedido más almas, así que ya saben, ¿verdad? Aquí el que no corre vuela, y al que mucho vuela hay que cortarle las alas”. Era algo extremadamente horrible. No había ni un minuto de tranquilidad en ese lugar maldito. Había que dormir un rato con cada ojo, vivir para contarlo. Maldita la hora que vine a parar a este infierno, pues todos se preguntaban: ¿seré yo el próximo? Una vida de amargura.


Agosto, 21 1990


Era un día de visita, una mañana hermosa, cuando llegaba la esposa de un compañero, y a todos los integrantes de esa banda se les salían los ojos observando a la muchacha. No les bastó solamente observarla, sino que se acercó Lágrima con dos cuchillas en la mano.


―Hey, mirá, cabrón, hoy nos vas a prestar a tu mujer.
―No –decía nuestro compañero–, eso no; mejor mátenme.
―Sí –contestó Lágrima–, te vamos a matar, pero después de que te hagamos el amor a vos y a tu chava, ¿o crees que no?


Y a puras cuchilladas metieron a la muchacha y a nuestro compañero a los baños del tercer recinto, para hacerles el amor. A los regidores de esa institución solo les daba risa, no les decían nada porque les tenían miedo. Casos como este continuaban sucediendo muy a menudo.


Nosotros, los Trasladados, empezábamos a llenarnos de furia al ver la clase de atropellos que cometían la banda Migueleña contra nosotros. Entre nosotros solo albergaba la idea de hacerles pagar por todo lo que cometían, ya que ni el señor Granadeño, ni el señor juez de Segunda Instancia ni el señor director general de Centros Penales ni el señor ministro de Justicia… todos hacían caso omiso de todo lo que acontecía en el penal de San Francisco Gotera por parte de la denominada banda Migueleña. Todas sus acciones las dejaban al olvido. Podían matar, violar, robar, puyar, en fin, toda clase de maldades y nunca les decían nada. Más de dos docenas de compañeros trasladados perdieron la vida en manos de esa banda, y nunca dijeron nada. Quedó al olvido.


Septiembre, 24 1990


Era un día sábado. Todos los trasladados ya nos encontrábamos cansados de ver todas las injusticias que allí sucedían, cuando de repente llegó un traslado de aproximadamente 20 compañeros más, y fue llegando que empezaron los integrantes de esa banda.


“Bueno chamacos –dijo el Ruco–, aquí yo soy el encargado, y aquí se hace lo que yo digo; no quiero que anden poniendo audiencias ni que pongan papeles para enfermería. Tampoco quiero que anden en grupos de tres para arriba. Creo que entienden, ¿verdad? De no ser así, tienen que atenerse a los resultados que les puedan acontecer el día de mañana. Ah, otra cosa, yo no quiero que me anden poniendo quejas de que les he robado sus cosas, ya estamos suficientemente grandes para cuidar nuestras cosas. Si alguno de ustedes considera poder tener problemas con alguno de nosotros, es mejor que se aísle o que se vaya para otro recinto. No quiero verlos platicando con ningún cabrón de los que se encuentran aislados en esas islas. Eso les puede costar la vida. Después no vayan a decir que no les he dicho nada”


Los tenía amenazados, los tenía reprimidos, todos los compañeros se sentían sumamente cohibidos. El temor a esa banda los tenía a todos paralizados, pues era prohibido hasta platicar con nuestros amigos. Los murmullos entre nosotros eran más continuos. Tarde o temprano tendrán que responder por todo lo que han cometido. La pagarán con creces.


*****

Así concluyen las diez páginas manuscritas que llegaron a la Sala Negra de El Faro. De lo que le sucedió a Rosemberg solo supimos que tiempo después fue trasladado al penal de Apanteos, en Santa Ana. El conflicto que queda abierto, entre trasladados y lugareños (representados en esta ocasión por el Ruco y su temible banda Los Migueleños), tomó mucha más virulencia en la década de los 90, y aún hoy sigue coleando.


La situación en las cárceles salvadoreñas sigue siendo una bomba de tiempo, valga la frase manida. Y el papel del Estado en las cárceles, cuya función constitucional es rehabilitar a sus inquilinos, no ha hecho sino diluirse con el paso de los años.


Fotografía: Roberto Valencia
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Estos relatos se publicaron por primera vez en tres entregas la sección Bitácora de Sala Negra de El Faro, en los días 1, 2 y 3 de octubre de 2012. Puede consultarlos pulsando aquí, aquí y aquí.
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