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viernes, 29 de abril de 2016

Ponga un Humvee en su comunidad


Foto Víctor Peña (El Faro)
¿Alguien en el gabinete de seguridad cree en serio que el fenómeno de las maras se combate con Humvees y helicópteros artillados? Y si no lo creen, ¿para qué montan espectáculos como el del martes en el reparto La Campanera de Soyapango? El Gobierno despejó el punto de buses de la Ruta 49, al final de la estigmatizada colonia, y lo cubrió con camiones de transporte militar, helicópteros artillados, Humvees ídem, cientos de uniformados, ennavaronados o maquillados para la guerra, fusiles de asalto… ¿Por qué? ¿Para dar gusto a camarógrafos, a escribientes y a sus audiencias?

La Fuerza de Intervención y Recuperación Territorial (FIRT) quieren vendérnosla como una nueva y –esta vez sí– eficaz solución, pero conviene recordar que no es la primera vez que el FMLN militariza el reparto La Campanera ni la primera que nos aseguran que después habrá un desembarco de balsámicos servicios sociales. A inicios de 2010, cientos de militares tomaron la colonia como base durante meses, 24/7, para tratar de aplastar manu militari el maléfico control de la pandilla 18. Lo recuerdo con cristalinidad porque en aquella época estuve subiendo al reparto para reportear durante semanas, reporteo que cuajó en una crónica titulada Vivir en La Campanera.

Entre lo mucho y bueno que me dejó aquella cobertura está haber conocido a Alejandro Gutman, presidente de la entonces Fundación Fútbol Forever, rebautizada después como Forever, sin fútbol.

Justo ahora, un miércoles de un abril de seis años después, viajo en carro con Gutman por una calle inhóspita del área rural de Panchimalco. El show de los Humvees en La Campanera fue ayer y, como él conoce la colonia como la palma de su mano, aprovecho.

—La represión –responde Gutman– es la estrategia que han usado todos los gobiernos desde que empecé a trabajar en el país, hace 12 años. 
—Ayer llevaron Humvees y helicópteros artillados.
—¿Qué te voy a decir? Yo preferiría que en lugar de tanques de guerra, llevaran a médicos, profesores, psicólogos, estudiantes universitarios, artistas, profesionales…
—¿La Campanera está abandonada?
—Absolutamente aislada. El Estado y la mitad de la sociedad que vive más o menos bien han abandonado las comunidades empobrecidas, pero dentro de ese abandono hay comunidades y comunidades. La Campanera está en el ostracismo; su escuela, por ejemplo. Hay que entender esa comunidad, conocerla, para darse cuenta de sus necesidades, pero también de la riqueza de su gente. Porque se necesita entereza, dignidad y sabiduría para vivir en un entorno así y salir a trabajar con una sonrisa cada día, después de tanto olvido y tanta dejadez. Conocer a esa gente enriquece. Yo el otro día llevé al presidente del Banco Agrícola para que conociera, habló con unos y otros, y quedó enamorado, transformado. Otro día llevó al presidente de la CEL y quedó entusiasmadísimo.
—Pobreza, exclusión y olvido. De acuerdo, pero también está la pandilla, Alejandro, que lo agrava todo. Un padre de La Campanera no puede enviar a su hijo a estudiar en Las Margaritas, porque ahí controla la MS-13.
—Los territorios están bien marcados, sí.
—Suena legítimo que el Estado quiera retomar el control. Suena urgente.
—Si no hay paz, es muy difícil construir... eso así es. Pero incluso en épocas como esta también se puede construir, y las demostraciones son clarísimas. Universidades, escuelas y empresa privada trabajan con nosotros por una cultura de la integración desde hace años. A Forever los pandilleros nos dejan trabajar, quizá porque saben que lo nuestro es transparente. No se entrometen. ¿Y por qué? Porque un pandillero, por más comprometido con su causa que esté, tiene hermanos, hermanas, hijos… Nosotros acabamos de inaugurar una casa de la integración en la colonia Santa Eduviges, un espacio para la comunidad. ¿Quién va a estar en contra de eso?
—Pero el punto de partida es anómalo. Que un grupo de pandilleros tenga que avalar...
—Es anómalo, sí, pero esa es la situación del país hoy. No se puede entrar en las comunidades sin avisar. Eso así es. Pero siendo así, reitero, siempre se puede trabajar por las comunidades, y casi nadie quiere hacerlo. Ojalá no existiera ese control de las pandillas en La Campanera, pero lo que no se vale es que unos y otros se agarren a eso para no hacer nada. No se puede llegar un día con las cámaras de televisión a pintar la escuela o a reglar pelotas y luego desaparecer. Así no se puede.

Hace una hora Gutman hablaba ante unos 200 estudiantes del Complejo Educativo Cantón San Isidro, de octavo y noveno grado, y de primer y segundo año de bachillerato. La escuela está a 45 minutos en 4x4 de la capital, pero el entorno es la ruralidad en estado puro; aquí hay menos señal de telefonía que en un penal. Números gruesos, ese centro habrá graduado a unos 600 bachilleres en la última década, y bastarían los dedos de las manos para enumerar los que han terminado una carrera universitaria. Los otros 590 estarán trabajando a cambio de un salario de subsistencia, o cultivando para comer y poco más, o habrán migrado al Norte, o se habrán brincado en una pandilla, que en Panchimalco hay mucha oferta.

—La carta de presentación del actual gobierno es el manodurismo puro y duro –digo.
—De cuestiones de seguridad pública no opino porque no sé; yo no sé si llevar tanques a La Campanera será bueno o no. Pero desde hace una década convivo en diferentes ámbitos de la sociedad, me he sentado a platicar con pandilleros, con empresarios y con ministros, y creo que esa experiencia acumulada me da el suficiente conocimiento como para decir que lo prioritario en las comunidades es reforzar las escuelas, los espacios públicos, las unidades de salud… porque en verdad están muy debilitadas. Y se puede… ¡claro que se puede entrar y construir! Pero hay que meterse a trabajar y no ir una mañana nomás, con demagogia, o ir solo con los tanques.
—¿Qué podemos o debemos exigir al Estado?
—Ojalá su papel fuera más importante, porque la presencia del Estado en las comunidades donde vive el 50 % más empobrecido de la sociedad es mínima. Por eso tenemos la situación que tenemos, porque el Estado piensa solo para una mitad. Yo aspiraría a que los gobernantes hagan lo que tienen que hacer, pero no le tengo mucha fe. Los políticos, aquí y en toda Latinoamérica, viven peleándose por cuotas de poder, y lo que menos les interesa es cómo vive el pueblo.
—Alejandro, ¿por qué la pandilla aún es una opción de vida atractiva para cientos de cientos salvadoreños?
—En una pared de la Santa Eduviges tenemos escrita una frase que dice algo así: un hombre invisibilizado es muy probable que termine creyéndoselo. Es algo terrible. Porque el ser humano al que la sociedad, el Estado y hasta su familia lo han hecho sentirse invisible puede que se lo crea y empiece a actuar sin límites. Si vos sentís que no sos ni de aquí ni de allá, si no has sentido amor ni entrega ni tenés objetivos en la vida, si la familia ni la escuela te pueden contener... la pandilla te ofrece ciertas tentaciones, da reconocimiento, estatus, te da una familia.


Helicópteros artillados, Humvees ídem, cientos de uniformados ennavaronados o maquillados para la guerra, fusiles de asalto… En el noticiero y en la portada del periódico todo eso luce, pero no parecen ser los instrumentos adecuados para que el niño de 12 o 13 años de la comunidad empobrecida quiera convertirse en el próximo pandillero.

—La implosión que ocurre en las familias es la explosión que ocurre en la sociedad –sentencia Gutman.

viernes, 25 de noviembre de 2011

La jura y los chacuatetes


Mañana del 5 de junio de 2010, sábado.

—¡¡¡Huevonazos!!! –grita el cabo.

Hoy hay más movimiento del habitual en el reparto La Campanera, en Soyapango. Los soldados están en campaña de fumigación contra el zancudo transmisor del dengue, y las bombas termonebulizadoras zumban. Los policías no fumigan, pero un grupo de ellos lleva un buen rato calle arriba, calle abajo en el pick up Mazda de la corporación. Ahí suben otra vez y, al pasar sobre el primer túmulo, suenan la sirena una fracción de segundo, pero suficiente para irritar al cabo fornido que está parado sobre la acera.

—¡¡¡Huevonazos!!!

Es evidente que quería que yo lo escuchara. Ve que le sonrío la gracia y se anima.

—Ya quisiera ver a uno con nosotros… 
—¿Un pick up? –pregunto, un tanto desconcertado. 
—No, a una de esas niñas. ¡Pa’que sepan lo que es trabajar!

La Fuerza Armada y la Policía Nacional Civil conviven en La Campanera desde noviembre, pero rara vez patrullan juntos. Los que más se mueven son los soldados; chacuatetes, los llaman. Se les ve pasar a cada rato en grupos de tres o cuatro y armados con fusiles de asalto M-16 o Galil. En su afán por diferenciarse de las niñas, se aplican con mayor dureza. “Los soldados pegan más a lo loco”, me dirá otro día Whisper, un pandillero. Irónicamente, hombría y violencia también son valores asociados dentro de una mara. 

Fotografía: Roberto Valencia

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(Este es un fragmento de un larga crónica titulada Vivir en La Campanera, publicada el 21 de junio de 2010 en el periódico digital El Faro)

sábado, 16 de julio de 2011

Inside the USNS Comfort (four years ago)

No todos los días uno despierta en una camarote poco más grande que un ataúd. Dos metros de largo, 68 centímetros de anchura y 49 de distancia con el colchón de encima, apenas lo suficiente para poder girarse. Estas condiciones se repiten en los 126 distribuidos en la habitación 4-54-2 del United States Navy Ship (USNS) Comfort. Paradójicamente, se trata de un barco hospital, cuya más básica misión es evitar el uso prematuro de los susodichos ataúdes.

El Comfort lleva haciéndolo desde diciembre de 1987, y en su interior han sanado heridos en episodios trascendentales de la historia reciente, como las dos guerras de Iraq, los atentados del 11-S en Nueva York o los efectos del huracán Katrina en Nueva Orleans. A El Salvador llega a anestesiar durante seis días las secuelas de la pobreza.

Desde ayer, esta nave de 272.5 metros de longitud y camarotes estrechos está anclada en el puerto de Acajutla, y las brigadas médicas que viajan a bordo comenzarán hoy en dos sectores distintos del municipio a brindar servicios de salud gratuitos y de calidad. El país es uno de los 12 elegidos para la primera gran misión humanitaria del Comfort, bautizada como “Amistad y cooperación por las Américas”, y que se prolongará cuatro meses.

Despertar, literalmente, dentro de una misión así no es habitual para un periodista de 31 años -la edad de quien suscribe estas líneas-, y tampoco para veteranos del gremio. Luis Romero, quien en noviembre cumplirá 27 años como fotoperiodista de la agencia internacional Associated Press (AP), confirma la excepcionalidad de esta asignación: “Barcos de guerra ya había visitado, pero dormir y hacer el trayecto, nunca; esta es una experiencia bonita que se lleva uno”.

***


Antes de las 6 de la mañana, el USNS Comfort leva anclas a unos cinco kilómetros del puerto nicaragüense de Corinto, donde ha permanecido desde el 18 de julio. El sol ya asoma. Situado en la parte noroccidental del país, Corinto es el puerto del que desde hace años se asegura que será unido vía ferry con Cutuco, en La Unión; algo así como el metro para San Salvador.
El punto de encuentro

El comedor de la nave es el verdadero punto de encuentro del Comfort. Lo primero que llama la atención es que allí se juntan en aparente buena armonía todas las tonalidades que puede adquirir la piel de un ser humano. Es una sala muy amplia, salpicada de mesas y decorada con cuadros, y donde cada uno se sirve lo que quiere.

En el sector de los oficiales está colgado un gran letrero esculpido en madera: “Rose City”. Ese es el nombre que tuvo el Comfort desde que se construyó en 1976, como un petrolero, hasta 1987 cuando, tras dos años de reconversiones, regresó al mar como el barco hospital que es en la actualidad.

Tras el desayuno, que se clausura a las 7:30 a. m., el comedor se convierte en escenario de un ritual que caracteriza a la Armada estadounidense. Al unísono, unas 40 personas comienzan a vociferar el himno de la institución: “Yo soy un marino de Estados Unidos; yo respetaré y defenderé la Constitución...”.

En el grupo está Rubén Vilcara, peruano de nacimiento, pero radicado desde hace 14 años en Bethesda, Maryland. Para él también es la primera vez que realiza una misión humanitaria de esta magnitud, pero el estar asignado a la cocina y la férrea disciplina dentro del Comfort le impiden el contacto directo con los pacientes. Tras 10 días sin tocar tierra, su principal preocupación parece ser cómo es la ciudad de Acajutla. Es la tercera persona que pregunta lo mismo.

La razón puede estar en la respuesta que la noche anterior ha dado Nate Escott, marino también, pero que trabaja en la oficina de comunicaciones del barco. Ante la inquietud por saber dónde tomar una cerveza, la contestación, acompañada de un elocuente gesto de extrañeza, fue concluyente: “En este barco no se puede tomar”.

Ni una sola cerveza disponible en una nave más grande que el propio Titanic. Un verdadero laberinto de escaleras, pasillos y puertas, en el que se evidencia con facilidad quiénes son los recién embarcados. El escaso mobiliario no ayuda mucho. Se repiten de manera cíclica unos pocos elementos: extintores, cajas que contienen chalecos salvavidas, surtidores de agua para tomar, un letrero que indica “To boats” —a los botes—, y las alarmas, platos metálicos de 31 centímetros de diámetro cuyo sonido, afortunadamente, no se pudo atestiguar.

Cuando uno camina por esos lugares, el mar pasa su factura. Todo el barco se mece, esté o no anclado el buque. Por ello, casi todos los objetos están amarrados, y las paredes de los ascensores están forradas con colchonetas azules.

Esa laberíntica red de callejones conduce a los diferentes puntos de reunión de los marinos que se dedican a actividades específicas dentro de la institución. La banda musical, compuesta por 14 personas, viaja en el Comfort con la exclusiva misión de ensayar y tocar. David Wiley, el director del grupo, explica en inglés el porqué de la presencia: “La música es un lenguaje universal que llena de buenos sentimientos a las personas”. Para comprobarlo, la invitación que hacen es a acudir el próximo domingo al parque central de Acajutla, donde ofrecerán un concierto de jazz. Gratuito, por supuesto.

En la cocina, Roderick Bryan es el marino que explica cómo se las ingenian para preparar la comida a unas 700 personas cada día sin que el menú se repita en tres semanas. Las bodegas y los congeladores se llenaron en junio, cuando el Comfort inició su misión, y saben que habrá alimentos hasta el 14 de octubre, la fecha prevista para el regreso a Norfolk, en el estado de Virginia. Lo único que adquieren en los puertos a los que llegan es todo aquello que no se puede congelar o enlatar, lo que reduce a los vegetales y poco más la lista de la compra, que también harán estos días en El Salvador.

Y, además de marinos, en un barco hospital lo que abunda son los médicos, y las salas de operación, de rayos X, ucis... Iván Shulman es un cirujano que decidió cambiar durante cuatro meses su trabajo en un hospital angelino por formar parte del Proyecto Esperanza, una de las ONG que más se ha involucrado en esta iniciativa. “Somos médicos, y lo somos porque nuestra misión es ayudar a la gente en cualquier parte del mundo”, contesta en castellano, el idioma que, a veces con más buena voluntad que otra cosa, casi todos quieren ensayar cuando están frente a alguien que lo habla. Sobre su labor y la de sus colegas, que es en realidad lo más importante, se podrá profundizar en los próximos seis días.

Vilcara, Wiley, Shulman... apellidos en singular de una historia colectiva que ayer atracó en El Salvador. Hasta el 1.º de agosto se podrá conocer de primera mano la labor humanitaria de este grupo de personas que está recorriendo América Latina operando, medicando, haciendo análisis clínicos, regalando lentes o rellenando caries, por citar tan solo cinco del extenso listado de servicios que brinda el Comfort.

Tres de los 262 municipios del país, los tres de Sonsonate, han sido los elegidos para recibir una inyección de las buenas. A última hora de la tarde de ayer, ya se desembarcaban por medio de un helicóptero las medicinas, los insumos y el equipo que llega para quedarse. Una inyección de salud que viene del mar.

Fotografía: Óscar Leiva
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(Este remedo de crónica fue publicada el 26 de julio de 2007 en el periódico salvadoreño La Prensa Gráfica)

viernes, 28 de enero de 2011

Te salaron, Little Fury

De vez en cuando ocurren cosas que botan al traste las leyes de la probabilidad. Algo de eso sucedió la tarde del 15 de octubre de 1943 en ese foco de vida en medio del océano Pacífico que es la costarricense Isla del Coco.

Si en el Pacífico se trazara una circunferencia que tuviera en sus extremos la Costa Rica continental y las Islas Galápagos, el resultado sería un círculo de más de un millón de kilómetros cuadrados. Todo estaría cubierto por agua excepto el espacio ocupado por la diminuta isla. En números, sería un 99.998% de agua frente a un 0.002 de tierra firme. Pues bien, el 15 de octubre de 1943, en plena II Guerra Mundial, el piloto Lester R. Ackeberg y su copiloto Robert E. Moore empotraron el bombardero Little Fury contra el cerro Yglesias de la Isla del Coco. Lester, Robert y los otros ocho tripulantes murieron. El avión estrellado sobrevolaba la zona para localizar un hidroavión militar extraviado el día anterior.

Algunos restos del Little Fury aún se encuentran en el cerro, ocultos entre lo verde. Es una zona de muy difícil acceso, sin ruta abierta. En 1943, pasaron diez días desde que el ejército supo dónde se había estrellado hasta que pudieron rescatar los cuerpos.

El avión era el número 799 de los 2.698 bombarderos de la serie B-24D, construidos entre 1940 y 1942, en su mayoría en San Diego, California. Cuatro motores de hélice, un volante para pilotarlo similar al de un carro y su inconfundible parte delantera, acristalada y armada con dos ametralladoras.

Como suele ocurrir en este tipo de tragedias, a los 10 fallecidos les dieron una medalla póstuma al mérito, y hoy, más de medio siglo después, no son más que una anécdota para contar a los escasísimos visitantes que cada año llegan a la isla.


Fotografía: Internet
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(Este relato es un fragmento de una larga crónica titulada Viaje a un mundo perdido, publicada en julio de 2008 en Séptimo Sentido, la revista dominical del diario salvadoreño La Prensa Gráfica)

domingo, 28 de noviembre de 2010

Desconfianza y corrupción en Zacatraz

La vida de Óscar está marcada por la desconfianza. En su trabajo nadie sabe dónde vive, y en su cantón muy pocos saben dónde trabaja. Habla lo justo, cambia constantemente las rutas de los buses que lo llevan a casa, sus días libres los pasa enclaustrado en familia, y su número de celular lo guarda como si en ello le fuera la vida. Óscar tiene una profesión que en El Salvador es de altísimo riesgo. Óscar es custodio en el sistema de Centros Penales.

Óscar en realidad no se llama Óscar, por razones obvias, y hablar con periodistas es un riesgo que nunca correría, pero a veces el azar brinda situaciones extrañas que salvan la desconfianza, y esta es una de esas. Estamos en el área rural, en un cantón ubicado a unos 45 minutos en carro de la capital, entre sacos de mazorcas de maíz sin desgranar. La pobreza se respira. Dentro de dos horas me iré con la sensación de que aceptó platicar sobre lo que ocurre en las cárceles sin más pretensión que diluir las culpas que ahora recaen solo sobre su gremio, señalado como el principal responsable de que entre todo tipo de ilícitos.

Que el sistema penitenciario salvadoreño es una bomba de tiempo es una frase tan trillada como indiscutida. Las cifras asustan: los 19 centros penales tienen capacidad para poco más de 8.000 personas y albergan a más de 24.000. Al hacinamiento se le suma la corrupción, que ayuda a que haya poderosas redes de distribución de drogas, de armas, de teléfonos. El resultado de este caos, está comprobado, es que desde las cárceles se planean y se ejecutan delitos. Aplica a todo tipo de crimen organizado, pero el caso más significativo es el de las maras: los palabreros (tomadores de decisión) de la Mara Salvatrucha y del Barrio 18 están encerrados, pero desde adentro mueven a sus soldados en el exterior para extorsionar y asesinar... (Este artículo puede leerlo completo pulsando aquí)

Fotografía: Roberto Valencia

miércoles, 15 de septiembre de 2010

¿Malinchismo o sentido común?

El edificio principal de la escuela del caserío El Pichiche luce recio como un castillo. Extraña encontrar una construcción así en El Salvador profundo, en lugares como este, donde no llega el asfalto, rodeada como está además de enclenques y alineadas viviendas levantadas con bahareque o ladrillos de esos anaranjados en el mejor de los casos. Se llama Centro Escolar Coronel Jaime M. Guzmán, y está pintado de azul y blanco, como manda la tradición. Estamos en la parte baja del departamento de La Paz, muy cerca de la desembocadura del río Jiboa, un área especialmente susceptible a las inundaciones. El edificio que alberga las aulas es cuadrado como una caja de zapatos, está hecho de bloques de cemento y tiene un tejado de lámina a dos vertientes, pero lo que lo singulariza y le da el aspecto de fortaleza está en la parte baja. La escuela se asienta sobre bloques de piedra tallada que la elevan un metro sobre el suelo. Un niño podría pasar arrodillado por debajo.

—¿Esto ayuda para las inundaciones? –pregunto a José Luis, un anciano de 74 años seco y arrugado, pero con los ojos invictos, que vive en esta comunidad desde que se creó, poco antes de finalizar la guerra civil.
—Acá no pasa nada –responde orgulloso–, el agua pasa parallá o paracá, pero la escuela no se inunda. Es que la vinieron a hacer los gringos, y las bases las trajeron, esas bases pesan siete toneladas cada una, y el avión las trajo. Allá las estaban haciendo, y de allá las trajeron y las pusieron aquí.

Una placa da la razón al viejo. La escuela la levantó el Ejército estadounidense en 1993.

—¿Y es la única escuela de la zona?
—N’ombre, también en Los Marranitos y en Las Isletas tienen.

Los dos son caseríos del área rural del municipio de Zacatecoluca, donde también se ubica El Pichiche.

—¿También los gringos se las hicieron a ellos?
—No, esas escuelas son más feas, son hechas por salvadoreños.


martes, 27 de abril de 2010

A los militares tampoco les gustan los aretes

El militar que con cortesía me ha indicado dónde y cómo parquear está ahora, cuando quiero bajar del carro, tan cerca de la puerta que lo golpearía si abriera con fuerza. Intimida. No es muy alto ni corpulento, pero carga un fusil de asalto M-16 y tiene la cabeza surcada por profundas cicatrices, como si el Zorro hubiera ensayado en su rostro. Supera con holgura los 40 años. Su piel está tan quemada que hace ver más blancos sus dientes. Su mirada, poderosa, la usa como su fuera un arma más. El resultado es una cara amenazante, de pocos amigos. Hoy es miércoles y es marzo, y esto es el Aeropuerto Militar de Ilopango. Es casi mediodía. Hace caliente.

—Se me quita los aretes, por favor…

¿Otra vez?, pienso. Hace medio año me sucedió lo mismo. Fue cuando quise ingresar en Zacatraz, el Centro Penitenciario de Seguridad Zacatecoluca. El mismo calor, el mismo M-16 al hombro y la misma cara de pocos amigos, pero aquella vez enfundada en un uniforme gris de la Dirección de Centros Penales. Entonces opté por quitarme los dos aretes que siempre cargo en mi oreja izquierda. La entrevista que llegaba a hacer en esa cárcel era demasiado importante como para arriesgarla por una tozudez. Pero hoy no es la misma situación. A Ilopango me ha traído la llegada de un avión de la Fuerza Aérea estadounidense, uno de esos que se meten en los huracanes para verificar qué tan fea está la situación, una cobertura lo suficientemente prescindible como para tantear hasta dónde es capaz de llegar el soldado.

—Se me quita los aretes, por favor, con aretes no se puede ingresar.
—¿Quién lo dice?
—Son disposiciones…

Disposiciones. Y ya. Nunca me dejará de sorprender la capacidad argumentativa que puede llegar a tener un militar. Se basa en el esto es así porque yo lo digo o porque un superior me ha dicho que lo diga.

—¿Disposiciones? –pregunto–. Pero en todo caso, supongo, serán de aplicación para ustedes, no para las visitas.
—Son disposiciones para todo el personal que ingresa.
—Pues a ver cómo lo arreglamos, porque no pienso quitármelos. Si quiere, llame a algún superior para ver qué decide él.

El soldado calla y, consciente de que el avión cazahuracanes hace ya un buen rato que aterrizó, acepta la derrota con dignidad, me deja entrar y hasta dulcifica tantito su tono de voz.

—Le voy a dejar pasar, pero las disposiciones están para cumplirse.


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