sábado, 26 de junio de 2010

Un buen día

Hoy debí haber pasado la mañana en los juzgados y la tarde escribiendo. Es lo que apalabré ayer con mi jefe, que está lejos, en Miami, y me dijo sí, intentá retratar al joven de 16 años que esta mañana llegó al Juzgado Tercero de Menores de San Salvador. Un angelito. Tiene 16 años, ¿ya lo dije? 16 añitos. Un niño. Yo tenía 16 en 1992. Recuerdo la Expo de Sevilla, las Olimpiadas de Barcelona con un cojito que lanzó una flecha al pebetero, una acampada con los amigos de Zaramaga en la que matamos sapos con un hacha junto a un río. Cosas de cipotes. Me recuerdo infantil, inmaduro, un crío. Y a este innombrable por ley, a este ambiguo Wilber G., a este joven de 16 años que hoy estuvo ante una jueza, lo acusan de participar en la quema de un microbús en Mejicanos, 16 muertes ya, más los heridos que están desfigurados y retorciéndose de dolor en el hospital, casi todos calcinados, consumidos por el fuego, derretidos como charamusca al sol, aunque unos pocos no, unos pocos lograron salir por la ventanas rotas para que los dispararan cuando caían. Y el angelito es del Barrio 18. De las maras. El jovencito que yo debía haber visto esta mañana es marero. Y en España se escandalizan cuando cada seis meses Los Ñetas y los Latin Kings se pelean con navajitas. Aquí a este lo acusan de homicidios agravados, daños agravados, agrupaciones ilícitas y homicidios agravados tentados en perjuicio de varias personas, de un microbús de la ruta 47 y de la paz pública. Y la jueza creyó que hay indicios, eso sí, sin fotos, porque es menor y tiene derechos, y lo mandó internar tres meses en un centro de readaptación de menores, en Ahuachapán, donde solo hay dieciocheros, como él, para que esté con los suyos, y quizá les cuente orgulloso la hazaña, a qué huele la carne quemada, la hombría de quemar vivas a 16 personas. En eso debí haber pasado la mañana yo, y la tarde, escribiéndolo.

Mas sin embargo.

Me quedé con mi hija, en casa, escribí a Miami y dije que no, que otro día, que hoy, con mi hija. Y Alejandra y yo reímos, cantamos, le di pacha, le cambié pámper, platicamos, sobre todo yo, tarareamos la cancioncita del anuncio que dice ♫Tú tienes un mensajiiito♫, vimos el partido de fútbol de Chile, reímos más. Porque uno de padre primerizo y solo en casa hace más tonteras. Porque los cinco meses de Alejandra dan para mucho.

Y resultó ser un buen día, como cantaban Los Planetas. Un día mejor.

Fotografía: Roberto Valencia

lunes, 21 de junio de 2010

Asesinada porque sí

Mañana del 23 de mayo, domingo.


Johana al fin apareció. Me cuentan que la enterraron hace dos días.

Supe de ella el miércoles, pero entonces ni sabía siquiera que se llamaba Johana. Entonces era solo una fotografía en la parte de atrás del autobús de la ruta 41-D que me subió hasta La Campanera. Una imagen en blanco y negro de una jovencita de pelo largo y liso, y con una mirada poderosa y alegre. Había desaparecido en la tarde del 7 de mayo al salir del Liceo Cristiano Reverendo Juan Bueno La Coruña, siempre en Soyapango. Me acaban de decir que su cuerpo apareció el jueves en un cafetal situado no muy lejos del colegio.
Otro día sabré que su nombre completo era Stefany Johana León Vides. Tenía 16 años y estudiaba primer año de bachillerato. Quería ser doctora. La familia era cristiana, se congregaban en la Iglesia de Cristo Elim. Desde hacía más de una década vivían en el pasaje J de La Campanera. No debían nada a nadie, la suya era una vida apegada a principios cristianos, alejada de cualquier vinculación siquiera afectiva con las pandillas. Creyeron que eso era suficiente para enviar a estudiar a su hija a un colegio del que tenían buenas referencias. Pero el reparto La Coruña es territorio de la Mara Salvatrucha. Se la llevaron y, antes de asesinarla, la interrogaron para que les dijera algo que no sabía: quién era en La Campanera el palabrero del Barrio 18. Dicen que le cosieron la boca y le desfiguraron el rostro.

A Johana la asesinaron solo por ser de La Campanera.
Como ocurre casi siempre en estos casos, la familia de Johana –padre, madre y dos hermanos pequeños– se fue la colonia.


-------------------------------------------------------
(Este es un fragmento de un larga crónica titulada Vivir en La Campanera, publicada el 21 de junio de 2010 en el periódico digital El Faro)

viernes, 18 de junio de 2010

¿Antonio, Juanjo, Roberto?

El nombre de un periodista no es algo importante para Jon Sobrino. En realidad, el periodismo en sí, tal y como está concebido en la actualidad, no es importante. “No me interesa todo eso, ese mundo de los millones, de los medios que son más o menos de derecha o un poquito de izquierda”, dijo la tercera vez que hablamos frente a frente. La segunda vez había sido el 30 de noviembre, poco después de oír cómo cantaba el “Cumpleaños feliz”. Me le acerqué una vez finalizada su misa, como habíamos acordado por teléfono.


—A ver, ¿tú eres Antonio Valencia? –preguntó.
—Roberto, padre, Roberto Valencia.
—Roberto... ah, entonces sí te conozco. Vamos a ver –enérgico–, ya te dije que ahora no te voy a recibir, pero ¿qué es lo que quieres tú?


Siete días después salió con eso de que no le interesa el mundo de los millones ni aparecer en los medios. Esa tercera plática fue más cordial. Fijamos una entrevista larga en su despacho para las 4 de la tarde del día siguiente y volvió a confundirme con Antonio. Se justificó diciendo que Antonio Valencia le sonaba a un portero que tuvo hace unos años el Athletic de Bilbao, el equipo de la Liga española de fútbol. Pero ese portero se llamaba Juanjo Valencia.


“Yo soy diabético, de dos inyecciones diarias, para que lo pongas.” Su mala memoria selectiva –solo para nombres y rostros– la atribuye a la diabetes. Y es selectiva porque Sobrino, el jesuita amonestado hace ya un par de años por el Vaticano, tiene 70 años, pero es uno de los intelectuales salvadoreños más leídos y traducidos en todo el mundo, continúa celebrando misa en la misma iglesia donde lo ha hecho por casi 20 años y se mantiene firme en lo que décadas atrás alguien bautizó como la opción preferencial por los pobres. Y sigue publicando cuanto puede. Y sigue con sus pensamientos enfocados en lo que él cree que es importante.


En la entrevista de las 4 en su despacho, tras casi dos horas de plática, le pedí que me firmara un ejemplar de uno de sus libros. Lo abrió y con letra clara y legible, de estudiante aplicado, escribió: “Para Antonio Valencia. Con agradecimiento y esperanza. Jon Sobrino”.

(Fotografía de Víctor Peña)

-----------------------------------------------
(Esta es la escena inicial de una larga crónica titulada "Jon Sobrino, el obseso", publicada el 4 de enero de 2009 en la revista Séptimo Sentido, de La Prensa Gráfica).

lunes, 14 de junio de 2010

Cuesta ser salvadoreño

Las letras son grandes y doradas, como si anunciaran algo importante. Sucursal de Migración y Extranjería, dicen. Debajo, las cristaleras dejan ver un interior pulcro y ordenado, y un hombre armado decide quién entra y quién no. Esta es la oficina que está en el centro comercial Las Cascadas; por mi experiencia de nueve años ya en El Salvador, la menos concurrida del área metropolitana. De hecho, ahora no se ve mucha gente adentro, y menos aún en el cubículo donde atienden a los extranjeros, al fondo a la derecha. Ahí me dirijo por algo que suena a absurdo: renovar mi estatus de residente definitivo. Parece que los burócratas que idearon esto no vieron problemas en combinar la palabra definitivo con tener que renovar el carné cada cierto tiempo. Y pagar en cada renovación, claro; esta vez me pedirán 98.58 dólares.

La nacionalización es una opción que desde hace años ronda mi cabeza. No es que dé mucha importancia yo al papeleo, pero uno ya se siente más de acá que de allá con casi una década viviendo y pensando en salvadoreño, casado con una salvadoreña, con descendencia salvadoreña, amigos entrañables. Y ahora, mientras espero a que la mujer de anillos y pelo teñido detrás de la mesa termine con un chino, me pregunto cuáles serán los requisitos para obtener el pasaporte salvadoreño. Se me ocurre que me encerrarán en un despacho para preguntarme qué sigue después de “Gran lección de espartana altivez” en el himno nacional, o si sé en qué departamento queda Santa Rosa Guachipilín, o si quiero que México pierda en el Mundial, o me harán escribir para ver si tengo suficientes faltas de ortografía, o tener siempre una cálida sonrisa para el extraño, o puede que tenga que demostrar que sé tirar basura desde mi carro o manejar por el carril de la izquierda en autovía, o si juego capirucho o elevo piscucha, o si conozco a Manyula, o quizá me pregunten si me puedo la alineación del Barça… En fin, se me agolpan en la cabeza algunas de esas cosas que, creo yo, definen la salvadoreñidad.

Pero nada de eso.

Cuando termina el chino y me siento frente a la mujer de anillos y pelo teñido, le pregunto, y ella imprime y me entrega una hoja de requisitos que habla de solvencias, de fotografías, de fotocopias compulsadas, de constancias.

—¿Y con esto ya estuvo? ¿No hay exámenes ni nada de eso?
—Usted trae todo eso, lo presenta, y se tardan como un año en responderle. Pero tiene que traer los recibos cancelados, que son como 700 dólares.

En efecto, cuesta ser salvadoreño. Más de lo que creía.


lunes, 7 de junio de 2010

Pobreza es...

La palabra está tan adulterada que ha perdido su esencia. Decir pobreza hoy es decir poco, es decir nada. Se dice, se escribe, se lee pobreza rural y urbana, extrema, relativa, severa, estructural, endémica, pero esos adjetivos no adjetivan la pobreza mierda que huele y sabe como la mierda. No faltan oenegés en Toyota Prado ni presidentes ni periodistas ni organismos internacionales ni oportunistas que dicen querer conocer la pobreza, dicen querer combatirla, estudiarla, fotografiarla, filmarla, segmentarla, narrarla, porcentuarla y un etcétera que no se debe abreviar. Porque de la pobreza viven –vivimos– muchos. Quizá por eso oír pobreza hoy es oír poco, es oír nada. Pero la pobreza es. Es y existe. Tres millones. Un, dos, tres, cuatro y así hasta tres millones. Lejos de los despachos, de las computadoras y de los sesudos informes hay quien camina con pantalones donados, calzoncillos donados, brasieres donados, hay quien cree que solo un dios le puede ayudar, un dios o un pinche programa amarillista de televisión, hay para quien el mañana no existe, resignado, hay quien pasa hambre, pero no como tú o yo cuando nos agarra la tarde en un mandado, sino hambre de no tener qué llevarse a la boca y que los hijos empequeñecidos por la falta de leche pregunten cuándo papá, hay a quien la pobreza le hace agachar la mirada y decir El desprecio es duro, porque el rico y el clasemediero desprecian al pobre, y el menos pobre también desprecia al más pobre, y sí, es duro el desprecio, y quien lo sufre lo dice con calzoncillos donados y cataratas en los ojos y una placa dental donada-rota-pegada-con-pegaloca, hay a quien lo ven tan necesitado en el hospital que le quieren comprar el hijo recién nacido por 5.000 colones, hay a quien el presidente y el ministro y el otro ministro lo usan como bufón porque la pobreza vende y una fotografía da votos, y audiencia, y el pobre se convierte en parte del escenario, se elige como se elige el color de la corbata, pero su voz apenas se oye y para nada se escucha. Y quizá por eso decir pobreza hoy es decir poco-nada, un engaño, una cortesía con el lector o el televidente, para que cambie el canal sin remordimientos y siga viendo el Mundial. La palabra pobreza ya no evoca a los pobres. Pero la pobreza es. Es y existe.

--------------------------------------------------------
(Este es un fragmento de una crónica titulada Tres millones de mauricios, publicada el 7 de junio de 2010 en el periódico digital El Faro).

jueves, 3 de junio de 2010

La Pirraya


Hace unas horas todo era diferente. Ahora el agua ha sustituido al asfalto; hay lanchas y cayucos donde antes había autobuses y carros; manglar en vez de cemento; verde en lugar de gris; quietud y no zozobra. El hace apenas unas horas eran las agresivas calles de San Salvador. Y el ahora es un lugar llamado bahía de Jiquilisco, reducto de exuberante naturaleza situado a poco más de 100 kilómetros de la capital de El Salvador. Tan cerca y tan lejos.

Esta bahía es paradisíaca pero pocos lo saben.

—¿Y el turismo lo ven como oportunidad o como amenaza?
—Para nosotros sería una oportunidad todo y cuando el turista venga a observar nuestros recursos, no a dañar. La apuesta aquí es el turismo sostenible, el ecoturismo –dice Cristabel Flores, directora de Codepa, una ONG que trabaja en y por la bahía desde hace 11 años.

Turismo sostenible, dice.


----------------------------------------------------------
(Este es el inicio de una crónica publicada en la edición de octubre de 2009 de Panorama de las Américas, la revista de Copa Airlines.)
Related Posts with Thumbnails