domingo, 28 de noviembre de 2010

Desconfianza y corrupción en Zacatraz

La vida de Óscar está marcada por la desconfianza. En su trabajo nadie sabe dónde vive, y en su cantón muy pocos saben dónde trabaja. Habla lo justo, cambia constantemente las rutas de los buses que lo llevan a casa, sus días libres los pasa enclaustrado en familia, y su número de celular lo guarda como si en ello le fuera la vida. Óscar tiene una profesión que en El Salvador es de altísimo riesgo. Óscar es custodio en el sistema de Centros Penales.

Óscar en realidad no se llama Óscar, por razones obvias, y hablar con periodistas es un riesgo que nunca correría, pero a veces el azar brinda situaciones extrañas que salvan la desconfianza, y esta es una de esas. Estamos en el área rural, en un cantón ubicado a unos 45 minutos en carro de la capital, entre sacos de mazorcas de maíz sin desgranar. La pobreza se respira. Dentro de dos horas me iré con la sensación de que aceptó platicar sobre lo que ocurre en las cárceles sin más pretensión que diluir las culpas que ahora recaen solo sobre su gremio, señalado como el principal responsable de que entre todo tipo de ilícitos.

Que el sistema penitenciario salvadoreño es una bomba de tiempo es una frase tan trillada como indiscutida. Las cifras asustan: los 19 centros penales tienen capacidad para poco más de 8.000 personas y albergan a más de 24.000. Al hacinamiento se le suma la corrupción, que ayuda a que haya poderosas redes de distribución de drogas, de armas, de teléfonos. El resultado de este caos, está comprobado, es que desde las cárceles se planean y se ejecutan delitos. Aplica a todo tipo de crimen organizado, pero el caso más significativo es el de las maras: los palabreros (tomadores de decisión) de la Mara Salvatrucha y del Barrio 18 están encerrados, pero desde adentro mueven a sus soldados en el exterior para extorsionar y asesinar... (Este artículo puede leerlo completo pulsando aquí)

Fotografía: Roberto Valencia

jueves, 25 de noviembre de 2010

Romero: “¿Se puede o no se puede?”

El 11 de febrero de 1980 fue un lunes complicado. Catedral metropolitana estaba tomada por enésima vez, y Monseñor Romero afrontaba sendas negociaciones para liberar al embajador de Sudáfrica, secuestrado semanas atrás por las Fuerzas Populares de Liberación (FPL), y al embajador de España, rehén de las Ligas Populares 28 de Febrero desde la semana anterior. Así las cosas, Monseñor Romero se dirigió a primera hora a predicar en la iglesia del cantón Lourdes, municipio de Colón, que entonces era como ir al interior del país, y en la tarde recibió primero al embajador de Nicaragua, luego a un asesor venezolano del Partido Demócrata Cristiano, más luego a un ingeniero que buscaba mediación porque las Ligas también se habían tomado su fábrica, y por último, a un seminarista de La Unión cuya familia había sido víctima de la represión estatal.

Entrada ya la noche, Monseñor Romero subió a su Toyota Corona y manejó hasta la colonia Las Delicias, en Santa Tecla, a la vivienda de Alfonso y Carmen Chacón, un hogar y una familia que en los últimos años se había convertido en una especie de refugio espiritual. La visita la consignó en su diario: “Fui a visitar a la familia Chacón y convivir también estos sentimientos humanos de familia, que son tan necesarios en estas horas de tantas tensiones”.

—¿Se puede o no se puede? –preguntó Monseñor Romero desde el umbral de la puerta.

Ya se había vuelto costumbre, y raro es que se consumiera un mes entero sin repetirse la escena. Llegaba sin avisar y su carta de presentación era siempre la misma pregunta retórica: ¿se puede o no se puede? Siempre se podía. Un amigo es bien recibido sin que haya razón poderosa de por medio. En el hogar de los Chacón aquellas visitas hoy se recuerdan como cenas en familia, como pláticas sobre temas intrascendentes, como sentadas colectivas frente al televisor o como tardes de anécdotas y chistes.

—Él venía aquí –me cuenta Eleonor Chacón– con el afán de descansar, de olvidarse de sus cosas. Aquí él no hablaba de D’Aubuisson ni de los obispos ni nada de eso. Su idea era… ¿Cómo decirlo? Sentirse en familia.
—¿Y ustedes le preguntaban por sus problemas?
—No, tampoco.

Pues bien, aquel 11 de febrero se presentó solo, sin sotana, con una camisa azul de manga larga y un alzacuello que se soltó al poco haber entrado. Cenaron, hablaron, rieron. Casi al final, René Quijano, uno de los yernos de Alfonso y Carmen, sacó una cámara y pidió a sus cuñadas que se pusieran junto al invitado, quien no era un entusiasta de posar en fotografías. Tantos años de venir a esta casa, y nunca nos hemos tomado una, le argumentó René. Accedió, pero antes pidió unos segundos para colocarse bien el alzacuello.

René tomó dos fotografías: en una Monseñor Romero aparece junto a Elvira Chacón, una imagen que durante años estuvo celosamente guardada pero que hoy ocupa un lugar destacado en la casa; en la otra, aparecía junto a Eleonor Chacón, pero su esposo la quemó por temor cuando se corrió la voz de que los escuadrones de la muerte matarían a los que tuvieran imágenes del arzobispo.

Monseñor Romero aparece sentado y sonriente, las manos cruzadas sobre la mesa. Enfrente tiene un vaso metálico con cebada.

—¿Lo que consumía lo pagaba en el momento o le tenían cuenta abierta? –pregunto, más por método periodístico que por convicción.
—¿Pagar? –me mira extrañada Elvira Chacón–. No, él no pagaba nunca nada, él era un amigo de la casa.

Fotografía: Roberto Valencia
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(Este relato es un fragmento de un libro sobre Monseñor Romero que está previsto que sea publicado para marzo de 2011) 

domingo, 21 de noviembre de 2010

Estrategias de venta (silencio)

No son pocos ya los post de este blog que narran las distintas estrategias de venta que utilizan los vendedores que a diario suben a los buses para, con literalidad hiriente, ganarse la vida. Hoy es un martes cualquiera de octubre, y abordo la ruta 52 en la parada frente a Puertobús, sobre la alameda Juan Pablo II de San Salvador. Lo hago con la grabadora en la bolsa, preparado para encenderla apenas entre el primero. Hasta ahora, en estos meses en los que he prestado más atención al tema, me ha tocado escuchar discursos alegres y entristecidos, discursos que venden el producto y otros que venden al vendedor, discursos que apelan a la solidaridad y algotros también intimidatorios. En fin, una variada gama de discursos, pero todos, absolutamente todos, dependientes de la oratoria del vendedor. Por eso me sorprendo cuando ella sube y, sin decir palabra, entrega a los pasajeros bolsitas con caramelos. Lo hace a toda velocidad, como si sintiera vergüenza. Una de esas bolsitas transparentes llega también a mis manos. Adentro hay dos minipaquetes de chicles Clorets, y unos 10 caramelos de distintas marcas, pero todos emparejados de dos en dos. También hay un papelito con un texto.

HOLA SOY SORDA. VENDO ESTOS DULCES. VALOR $0.25.

Ella es joven y regordeta, bien podría confundirse con cualquier estudiante universitaria. Lleva una mochila negra cruzada en el pecho, para poder sacar con mayor facilidad las bolsitas. Viste jeans azules y una camisa polo de color rojo que lleva bordado en el pecho y en una manga el nombre de una asociación de vendedores. El pelo lo tiene recogido en una cola, que le sale por el hueco de la parte de atrás de su cachucha blanca.

Sea o no sea sorda, porque en esto nunca se sabe, tiene una estrategia más que interesante, y efectiva, vista la cantidad de personas que le dan la cora en vez de devolverle la bolsita. Es además una estrategia rápida. Menos de dos paradas. Se ha subido en la del colegio Joya de Cerén, frente a la Torre Telefónica, y se apresta a bajarse en la puerta principal del Centro Comercial Galerías. El bus se detiene, y ella desciende las escaleras, cruza la calle y se sienta en una verja que hay junto a la parada, a esperar en silencio al siguiente bus. 


Fotografía: Internet

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Anónimo

Martes 16 de noviembre, en torno a las 3:10 p.m., hora salvadoreña. Después de leer uno de mis artículos y de sentirse agredido por lo que en él se dice, Anónimo se siente mal y cree que la afrenta no puede quedar así. Piensa en cómo desquitarse. Me conoce. Anónimo y yo hemos trabajado juntos, seguramente en el diario salvadoreño La Prensa Gráfica, pero no tiene el valor suficiente para firmar lo que piensa. Herido en su orgullo, escribe un comentario, lo repasa varias veces al punto de que casi logra dejarlo sin errores de concordancia o puntuación, y a las 3:20 p.m. presiona satisfecho el botón de Enviar. 

Me causa mucha tristeza los comentarios del señor Valencia, ahora colaborador de este periódico español, proeza que logró gracias a su paso por las redacciones de los medios salvadoreños a los que ahora crítica tan férreamente. Obviamente, su nuevo trabajo lo ha logrado por la coyuntura y el lugar en el que se encuentra y no su calidad. Lamento terriblemente que haya aprendido lo que tanto crítica, a meter como lo hacemos la gran mayoría de los salvadoreños "a todos adentro del mismo saco". No todos los salvadoreños celebramos la muerte de estos jóvenes criminales y no creo que usted, quien critica tanto a los medios salvadoreños copie el mismo método de los que venden noticias basura a los canales estadounidenses a costa de lo que tanta amargura le causa. Su espejo está tan empañado en su apuesta de redentor que no ha visto que le está vendiendo la misma basura, con otra perspectiva y lenguaje a sus "colegas" españoles, ibéricos o, perdón, vascos. 

Anónimo reacciona así a un artículo titulado Un país que celebra sus tragedias, publicado tres días atrás en el blog Crónicas desde Centroamérica, albergado en la web del diario español El Mundo. El texto que originó su reacción no era más que una reflexión en voz alta sobre la violencia que carcome a la sociedad salvadoreña y sobre cómo esa violencia permea también en el comportamiento de nosotros, los periodistas, y en nuestra manera de hacer coberturas, muchas veces carente de ética. El detonante de mi reflexión fue la indisimulada satisfacción con la que, en general, el país recibió la noticia del incendio que ha costado ya la vida a 26 pandilleros en el penal de Ilobasco. A Anónimo parece que no le gustaron mis palabras, algo lógico porque para eso uno se expone en el escaparate y nadie es monedita de oro, pero me temo que lo que le movió a escribir no fue una discrepancia sana. Vamos por partes. 

Anónimo me conoce pero yo no sé quién es: sé que es alguien que trabajó cerca de mí, que se cree un buen periodista, que se las puede todas, obviamente sé también que es un cobarde, y poco más. Por esa cercanía, Anónimo sabe muy bien que mis críticas a los medios salvadoreños y mis señalamientos de las carencias que los periodistas tenemos como gremio no son algo nuevo en mi discurso, como quiere vendernos, sino que las he señalado, con mayor o menor acierto, desde que llegué a El Salvador hace ya una década y en infinidad de situaciones y lugares distintos, y que yo me sé corresponsable de esta situación. Anónimo sabe también que yo sé que no todos los salvadoreños celebraron la masacre –aparece de forma explícita en el texto: “Es una generalización y como tal siempre conlleva excepciones”–, pero sobre esa idea que él inventa apoya su teoría para presentarme como un arribista desagradecido. Anónimo, en definitiva, es alguien conocido, pero ignoro por qué razones aprovechó este artículo para vomitar sus viejos y mal disimulados resentimientos. 

Anónimo (o Anónima), si querías publicidad a tus palabras, acá la tenés, con megafonía. Y ahora que terminés de leer esto, porque sé que lo harás, solo te pido que pensés en tu vida profesional, en lo que cuando tenías 22 años aspirabas a ser y en lo que te has convertido. ¿No te apena querer dar lecciones de ética cuando ni siquiera te atrevés a firmar lo que escribís? Mirate en el espejo; lo dudo, pero quizá estés a tiempo de hacer algo en esta profesión, algo que realmente merezca la pena, de escribir un texto que algún día podás enseñar orgulloso a tus nietos, de serle útil al país y no solo a quien paga tu salario. Pensá, Anónimo, en algo más que tener un plasma o una Toyota Prado, y aprendé a encauzar bien ese resentimiento que te impide ver ojos bonitos en cara ajena, esa envidia que te carcome desde adentro; si no, vas a pasarlo mal en los próximos meses-años. Creeme, Anónimo.

Fotografía: Roberto Valencia

lunes, 15 de noviembre de 2010

La agonía del nawat

El Salvador está a un paso de convertirse en el segundo país latinoamericano en el que desaparecen todas las lenguas indígenas. Las estimaciones más optimistas cifran en 300 los hablantes de nawat, casi todos analfabetas y con un promedio de edad en torno a los 60 años. ¿Se puede evitar lo que parece inevitable? Un pequeño grupo de entusiastas cree que sí, y acaban de poner en marcha un proyecto llamado Cuna náhuat, con el que esperan garantizar el relevo generacional.

Valentín Ramírez lo admite: le cuesta entender el nawat, su vocabulario es limitado y se expresa con torpeza, pero esta lengua atraviesa una situación tan precaria que Valentín es hoy por hoy uno de sus profesores más brillantes. El nawat agoniza. Todos los hablantes juntos ni siquiera podrían llenar un avión Boeing 747, y la imagen resultante sería algo así como una excursión de jubilados. Las personas menores de 50 años que lo hablan con fluidez se cuentan literalmente con los dedos de una mano; quizá por eso resulta esperanzador y romántico el esfuerzo de Valentín por inculcar interés en sus alumnos.

“La verdad es que, por decirlo así, yo doy la materia de nawat con la esperanza de que algo les quede, para que se mantenga viva. Tal vez no vayan a aprender el gran montón, ¿va? Pero algo sí”, dice Valentín –36 años, moreno, bajito– como quien pide disculpas.

Valentín nació, vive y trabaja en un pueblo llamado Santo Domingo de Guzmán, en el departamento de Sonsonate. Es maestro en la única escuela pública en la que se puede estudiar bachillerato, y también es parte del reducido grupo de personas que con más voluntad que recursos se ha propuesto evitar lo que parece inevitable: que el nawat no cambie su estatus de lengua en peligro severo de extinción –el que en la actualidad le otorga la Unesco– por el de lengua extinta. 

Nawat es el nombre que sus hablantes dan al idioma, pero también se conoce como pipil o náhuat. Es la única lengua indígena que subsiste en El Salvador. Pertenece a la familia lingüística uto-azteca, que engloba a unas 60 lenguas dispersas desde la frontera norte de Estados Unidos hasta Centroamérica. De todas ellas la más extendida en la actualidad es el náhuatl, que se habla en la zona central de México y era la más difundida en el Imperio azteca. Entre los siglos IX y XIII hubo distintas oleadas migratorias hacia América Central, y con ellos viajó su lengua que, aislada durante siglos, evolucionó hasta convertirse en el nawat. 

“Nuestra lengua no es un dialecto del náhuatl mexicano”, señala enérgico Jorge Lemus para zanjar el recurrente error de considerar que náhuatl y nawat son lo mismo. Lemus es un etnolingüista que dirige el Departamento de Investigación de la Universidad Don Bosco (UDB), una de las escasas instituciones académicas involucradas en el rescate, y cuyo trabajo a favor de esta lengua le ha servido para ser reconocido con el Premio Nacional de Cultura 2010. Si se extinguiera, enfatiza, sería una pérdida para los salvadoreños, pero también para toda la humanidad.

El interés de Lemus comenzó en su etapa de universitario. Ahora tiene 49 años y es uno de los pilares de ese reducido grupo de personas que trabajan por el rescate. Desde la UDB dirige el Proyecto de Revitalización de la Lengua Náhuat, el único esfuerzo serio vigente, que incluye el proyecto Cuna náhuat, diseñado para garantizar un relevo generacional, y del que se hablará más luego.

El número real de nahuahablantes es una incógnita. La cifra recogida en el último censo oficial de población (2007) fue de 97, la que maneja la UDB es de 200, y los conteos más optimistas elevan el número hasta 300. Pero todos coinciden en el hecho de que se trata de personas con una edad promedio en torno a los 60 años, y que en su gran mayoría son analfabetas y viven en condiciones de extrema pobreza. La lengua carece de protección jurídica efectiva, no hay literatura ni medios de comunicación y durante el último siglo la actitud del Estado salvadoreño hacia lo indígena ha pasado de la represión abierta en la primera mitad del siglo XX a la desidia de los últimos 30 años.

Uno de los pocos puntos a favor que presenta el nawat, y al que se aferran los optimistas de la revitalización, es que la inmensa mayoría de los hablantes viven en Santo Domingo de Guzmán.

Michael Enrique Pineda tiene 12 años y cursa sexto grado en el centro escolar que se llama igual que el pueblo. En la materia de nawat es uno de los alumnos más destacados de Valentín, el único profesor que se ha atrevido a impartir clases. Desde hace tres años Michael estudia dos horas por semana y, si le dan el tiempo necesario, es capaz de escribir frases como Naja nikpia makuil tiltik pelu (Yo tengo cinco perros negros). Pero el año que viene pasará a tercer ciclo, y Valentín dejará de ser su maestro. Ahí terminará toda su formación.

Fotografía: Roberto Valencia


Santo Domingo de Guzmán en nawat se llama Witzapan, que podría traducirse como río de cenizas. Pero casi nadie lo llama así. Jorge Lemus, el etnolingüista, estima que el 95% de las personas que dominan la lengua residen en este pueblo. La cifra suena alentadora, pero no suponen ni siquiera el 3% entre los más de 7.000 habitantes. Además, el municipio es eminentemente rural, y tres de cada cuatro pobladores residen en cantones o caseríos de difícil acceso.

El pueblo que se considera epicentro de la cultura nawat está a apenas 90 minutos en carro de San Salvador y a 20 minutos de Sonsonate, pero destila ruralidad. Tiene pocas y largas calles empedradas. La principal lleva el nombre del poeta nicaragüense Rubén Darío, y al caminarla uno se topa con gallinas, hombres que acarrean leña en la espalda o jóvenes en bicicleta; apenas pasan coches. En las tardes hay una banda sonora de cánticos que salen de las incontables iglesias evangélicas.

Niños descalzos que corren detrás de una pelota y calles mal adoquinadas y surcadas por regueros de aguas sucias dejan entrever lo que el gubernamental Mapa de Pobreza señaló en 2005: que es uno de los municipios más pobres del país. El 72% de los hogares está bajo la línea de pobreza, el 63% en condición de hacinamiento, el 39% sin energía eléctrica, el promedio de escolaridad es de 3 años…

La pobreza se siente en las calles de Santo Domingo de Guzmán, pero no el nawat, que ni siquiera tiene una presencia testimonial en forma de los recurrentes rótulos bilingües de otras latitudes. “Debido al extenso deterioro de la lengua y a la pérdida de identidad cultural, se deben hacer grandes esfuerzos para revivir esa identidad cultural perdida y despertar en los habitantes el deseo de hablar náhuat y así identificarse con su etnia”, se lee en uno de los informes elaborados por Lemus.

El nawat es hoy una lengua socialmente muerta, pero tuvo tiempos mejores. Reportes oficiales de inicios del siglo XX dibujan un pueblo en el que casi nadie sabía expresarse en español. Sin remontarse tanto, los hablantes que hoy tienen en torno a 65 años tuvieron infancias exclusivamente en nawat. Guillerma López, de 58 años, lo recuerda así: “Yo me acompañé a los 17 años y no podía hablar en español; mi marido me lo tuvo que enseñar”. Pero ella no creyó necesario transmitírselo a sus hijos.

La situación es más preocupante en el resto de municipios de la teórica órbita nawat, que incluye buena parte de los departamentos de Sonsonate y Ahuachapán. A unos 30 kilómetros de Santo Domingo se ubica Izalco, una ciudad de unos 70.000 habitantes que tiene el título no declarado de capital del indigenismo salvadoreño. Varias escuelas de este municipio se han sumado al proyecto de la UDB, y en ellas algunos profesores con conocimientos mínimos, menores que los de Valentín, son también los llamados a enseñar nawat una o dos horas por semana a estudiantes de entre 8 y 13 años de edad.

En el parque central de Izalco, sin embargo, sí se ven algunos guiños al nawat, como palabras pintadas en farolas y bordillos con dibujos que explicitan su significado: junto a la silueta de un niño se lee Piltzin. Además, los alumnos de una de las escuelas involucradas colgaron en el parque cartulinas plastificadas con textos en nawat y su traducción en español: “Tipalewiat ka ne kwajkwawit, Cuidemos a los árboles”. Así quedó anotado en la libreta y cuando un hablante fluido pudo leerlo se apresuró a corregirlo: “¿Dónde estaba escrito eso? Está mal escrito; debería decir Tikpalewiat ne kwajkwawit”.

Fotografía: Roberto Valencia

En 2004 arrancaron las clases impartidas por maestros cuyos conocimientos se limitan a 40 horas de capacitación. Sus promotores, la UDB, están conscientes de que por esa vía será muy complicado ampliar una base de hablantes. Los logros de la iniciativa, aseguran, están en el ámbito de la sensibilización, en haber conseguido que más personas estén conscientes de la precaria situación de la lengua. “Se ha creado conciencia de que el nawat es parte de su identidad como pueblo, un requisito imprescindible para que cualquier proyecto de revitalización tenga éxito”, comenta Lemus.

Las esperanzas están ahora puestas en el componente del proyecto llamado Cuna náhuat que, después de estar paralizado dos años por falta de financiamiento, arrancó a finales de agosto. Cuna náhuat se ejecuta en Santo Domingo de Guzmán y se basa en una idea simple: crear una guardería para 20 niños de entre 3 y 5 años que es atendida por cuatro señoras con alto dominio de la lengua. Así, cinco días a la semana, niños y niñas en una edad idónea para el aprendizaje pasan de 7 de la mañana a 12 del mediodía en un ambiente nawat. Un criterio para la elección ha sido que tengan abuelos hablantes dispuestos a complementar el aprendizaje en casa.

“Van a hacer lo mismo que se hace en cualquier guardería, pero en nawat”, resume el espíritu Carlos Cortez, el joven que se ha encargado de buscar y acondicionar el local, seleccionar a las nanas (las cuidadoras) y elegir a los 20 niños y niñas que asistirán.

Carlos Cortez es una rareza. Tiene 25 años y habla nawat con tanta fluidez que es coautor de buena parte de los escasos materiales didácticos que hay. Oriundo de Santo Domingo, aún puede considerarse el más joven de los nahuahablantes. Verle hablar nawat en el atrio de la iglesia junto a tres de las nanas –todas abuelas– resulta una escena en verdad esperanzadora.

La mayor de las nanas de Cuna náhuat tiene 68 años y se llama Fidelina. Sus palabras devuelven a uno a la realidad: “Este pueblo como que fue escogido, ¿verdad? Es el único en el que aún se habla nawat, aunque cada vez menos. Y hoy es peor, la juventud no lo quiere hablar ya”. Ha dedicado toda su vida a la alfarería, oficio que en Santo Domingo es sinónimo de pobreza extrema. Dice estar ilusionada por haber sido elegida, pero cuesta diferenciar si la alegría se debe a que en teoría beneficiará a la causa indígena o al salario que recibirán por cuidar a los niños.

Cuna náhuat sí puede suponer un punto de inflexión en el proceso de extinción del nawat, pero en El Salvador tampoco conviene entusiasmarse demasiado. De hecho, el proyecto a la fecha solo tiene garantizados 30,000 dólares que aportará el Ministerio de Educación, cifra que solo alcanza para los primeros meses.

No está de más recordar que desde que en 1992 finalizó la guerra civil un puñado de iniciativas apadrinadas por ONG o universidades extranjeras ya se arrogaron ser capaces de frenar la desaparición, pero los resultados han sido muy pobres. En El Salvador se habla hoy menos nawat que hace 10 años; y hace 10 años se hablaba menos que hace 20. 

Fotografía: Roberto Valencia

La desidia estatal tiene mucho que ver con esta situación. Si bien la Constitución señala en su artículo 62 que “las lenguas autóctonas que se hablan en el territorio nacional forman parte del patrimonio cultural y serán objeto de preservación, difusión y respeto”, la realidad es otra. Muchos confiaron en que la pasividad estatal de las últimas décadas cambiaría con la llegada del FMLN al Ejecutivo, pero desde junio 2009 los cambios en este tema han sido hasta la fecha más cosméticos y discursivos que de fondo. 


La defensa sigue siendo la misma: en un país con problemas que suenan más urgentes como la desnutrición, la violencia o la falta de acceso a agua potable o luz, a los tomadores de decisión les resulta fácil subordinar la cultura en general y lo indígena en particular.

Rita De Araujo trabaja desde 1995 en la gubernamental Jefatura de Asuntos Indígenas, rebautizada ahora como Programa de Pueblos Originarios e Interculturalidad. Es su máxima autoridad. No habla nawat. En su despacho de San Salvador la entrevista arranca con la entrega de un par de hojas que detallan todo lo que se ha hecho, en tono triunfalista, pero finaliza con frases más en sintonía con la realidad que se percibe en Santo Domingo de Guzmán: “Sí, ha habido poca sensibilidad de los gobiernos y de las autoridades, incluso ahorita la situación no es algo muy favorecedora, cuesta que aprueben fondos”.

El Estado apoya de forma tangencial el Proyecto de Revitalización de la Lengua Náhuat de la UDB, y De Araujo también ve en Cuna náhuat una pieza clave para intentar evitar lo que parece inevitable. La entrevista, sin embargo, concluye con una pregunta que responde con sorpresiva honestidad.

—¿Cree usted que en 50 años habrá más nahuahablantes?
—Ufff, voy a traer al pulpo Paul… Está difícil… Pero creo que no. Puede que haya una pequeña población porque incluso a nivel turístico se quiere impulsar, pero creo que no se hablará más.

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(Este reportaje apareció publicado primero en Zazpika, la revista dominical del diario vasco Gara, en su edición del 29 de agosto de 2010) 

sábado, 13 de noviembre de 2010

Un país que celebra sus tragedias

“Quiero advertirles que las imágenes que veremos a continuación son fuertes”, lee en el teleprompter la presentadora del noticiero de la 1:30 de la tarde. Lo dice como si con eso bastara, como si ese anuncio legitimara todo lo demás. “Tenemos todo sobre lo que ha sucedido alrededor del incendio en el penal Ilobasco”, apostilla.

Hoy es 10 de noviembre, miércoles, y en El Salvador hemos amanecido con una noticia que espantaría en cualquier sociedad sana. Acá no; acá para muchos de nosotros será motivo de celebración. En Ilobasco, una pintoresca ciudad situada al norte del país, a una hora de la capital, el fuego consumió el sector 1 del “Centro Alternativo para Jóvenes Infractores”, el lugar donde 43 jóvenes cumplían su pena. La presentadora menciona 16 fallecidos y 22 heridos en el recuento de víctimas, pero para el sábado ya serán 19 y 19 respectivamente, y a cinco de los convalecientes el fuego los consumió tanto que los médicos prácticamente los han desahuciado. Fue un cortocircuito, dicen, pero nadie abrió las puertas. Todos son pandilleros, integrantes del Barrio 18, una de las dos maras que siembran el terror sobre todo en los estratos más desfavorecidos de la sociedad. Casi todos ellos son asesinos, violadores o las dos cosas al mismo tiempo. Las pandillas tienen el repudio social, pero han hecho y siguen haciendo sobrados méritos para ganárselo.

Las imágenes fuertes anunciadas por la vivaracha presentadora son una sucesión de cuerpos incandescentes, tan rojos que duele mirarlos, de seres humanos ennegrecidos, de tatuajes corporales hechos jirones, de carnes vivas, de... (Este artículo puede leerlo completo pulsando aquí)

Fotografía: Roberto Valencia

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Y tú, ¿qué estás pensando?

¿Qué estás pensando?, pregunta Facebook a la estudiante universitaria.

Es sábado y faltan poco más de tres horas para que se enfrenten la Universidad de El Salvador (UES) y Alianza, los dos equipos capitalinos de la Primera División que más afición arrastran. A la estudiante universitaria el fútbol nunca le ha quitado el sueño, pero este año, tras el ascenso del equipo de su centro de estudios, probó a vivir un partido desde las gradas, en el sector donde se aloja la llamada Furia Escarlata, y ahora podría decirse que se ha convertido en toda una fanática. Al menos eso se infiere de la creciente frecuencia de sus comentarios futboleros en las redes sociales. Quizá por eso, cuando hace unos segundos se ha conectado desde su celular y Facebook le ha preguntado sobre lo que estaba pensando, no lo ha pensado dos veces.

Estudiante universitaria. Esta es la U... Liberen a Belloso!!! Esperando un resultado positivo, vamos a ver!!! 
06 de noviembre a las 13:43 a través de Web Móvil · Me gusta · Comentar 

Belloso es Mario Belloso Castillo, un asesino de policías. El 5 de julio de 2006, en medio de una tumultuosa manifestación estudiantil, sacó un fusil de asalto M-16, se parapetó detrás de una pancarta, y cuando la pancarta se movió, disparó sin piedad a no más de 100 metros de distancia contra un pelotón de agentes de la Unidad de Mantenimiento del Orden. Fallecieron dos antimotines y 12 más resultaron heridos. La carnicería ocurrió en la puerta principal de la universidad, a pocos cientos de metros de donde se jugará el partido esta tarde. Belloso huyó y fue capturado meses después al interior del campus. Tras el juicio se le condenó a cumplir 35 años en prisión y a pagar 753 dólares y 70 centavos a la familia de uno de los policías fallecidos. Belloso en la actualidad cumple su condena en el Centro Penitenciario de Seguridad de Zacatecoluca. 

Amiga X de la estudiante universitaria. Vas a ir? 
06 de noviembre a las 14:06 · Me gusta 
Roberto Valencia. Debo estar haciéndome viejo, porque no le veo gracia a pedir que liberen a un asesino confeso. 
06 de noviembre a las 14:13 · Me gusta 

El partido finaliza con un triunfo por la mínima de Alianza, polémica arbitral incluida. Las gradas, eso sí, han lucido casi llenas, una auténtica rareza en el fútbol salvadoreño. Aficionados de la UES y del Alianza han teñido de rojo y blanco respectivamente los sectores asignados, y sus cánticos e insultos mutuos se ha hecho sentir. Mareros, gritaban unos. Terroristas, gritaban otros.

Al día siguiente, con la resaca de la derrota, la estudiante universitaria ingresa de nuevo en Facebook y ve prendido el bocadillito rojo que indica que alguien comentó su pensamiento del día anterior.

Estudiante universitaria. Amiga: si, si fui! 
Roberto: efectivamente, no tiene nada de gracia... pero nos gusta (a mis amigos y a mi) gritarle eso a los antimotines porque se ponen incomodos XD 
07 de noviembre a las 12:11 · Me gusta 
Roberto Valencia. Esa respuesta me daría material para un post en Crónicas guanacas. Quizá lo haga. 
07 de noviembre a las 13:10 · Me gusta 
Estudiante universitaria. ‎:D Deberías de ir a un partido, pero estar en la Furia Escarlata y escuchar la cantidad de improperios contra los oponentes y contra los policías, que al final vienen siendo lo mismo. 
07 de noviembre a las 13:12 · Me gusta 

El quizá deja de serlo, y esta plática feisbuquera sobre lo que cantan los estudiantes universitarios del que dicen que es el país más violento del continente termina siendo materia prima para este post. ¿Por qué? Un sabio salvadoreño llamado Arnulfo lo dijo hace 30 años: “Todos somos pecadores y todos hemos puesto nuestro grano de arena en esta mole de crímenes y de violencia en nuestra patria”.

Y el martillero de Facebook continúa: ¿Qué estás pensando (sobre la violencia exacerbada que nos carcome)? La respuesta hoy por hoy suena imposible, quizá porque ningún salvadoreño la estamos buscando en nuestro interior.

Fotografía: Roberto Valencia

sábado, 6 de noviembre de 2010

En Guatemala se corre el Sur

Ocurrió hace unos días en un chupadero de la Zona-1 de Ciudad de Guatemala. Un grupo de pandilleros de la Mara Salvatrucha (MS-13) llegados desde El Salvador se echaban unas cervezas cuando entró en el local otro grupo del Barrio 18, guatemaltecos estos últimos. La rivalidad entre las dos pandillas es a muerte, y un encuentro de este tipo debe terminar en conflicto abierto, muchas veces en muerte, pero esta vez nada de eso sucedió. Desde hace algunos días en Guatemala se corre el Sur, que es algo así como una tregua pactada por los máximos líderes (palabreros) de las dos maras, y asumida como una orden de obligado cumplimiento por todos los integrantes de cada pandilla.

Para entender todo esto un poco mejor, conviene algo de contextualización. Las dos pandillas dominantes en Centroamérica –el Barrio 18 y la MS-13– son originarias de Los Ángeles, California, y ambas se cobijan bajo la sombrilla de la Mexican Mafia, la eMe. Unos y otros se reconocen como sureños, con respeto obligado al número 13 que representa la eMe. Salvatruchos y dieciocheros se odian a muerte, sí, pero comparten códigos de comportamiento porque son pandillas hermanas, si bienconciben su hermandad como Caín y Abel. Eso sí, cuando las circunstancias lo ameritan, pactan treguas, es decir, se corre el Sur. Esta figura es relativamente habitual en Estados Unidos para hacer frente a pandillas de negros, blancos o asiáticos, sobre todo al interior de las prisiones, pero en Centroamérica el Sur no se corre con... (Este artículo puede leerlo completo pulsando aquí)


Fotografía: Roberto Valencia

lunes, 1 de noviembre de 2010

Las (al menos) dos centroaméricas


Falta hora y media para que anochezca en esta minúscula isla llamada Isla Grande. Los periodistas salvadoreños Carlos Dada, Óscar Martínez y yo llegamos hasta acá casi a ciegas, tras dos horas de viaje en carro motivadas por el deseo de conocer algo más de Panamá que su capital y por un puñado de vagas sugerencias de que era este un lugar bonito. Desembarcamos hace pocos minutos, alquilamos una cabaña, y preguntamos por algún sitio que mereciera la pena.

—Pueden pasear por al pueblo o subir hasta el faro –responde Pastor, el administrador del hospedaje.

Lo del faro suena atractivo, está en el punto más elevado de la isla y las vistas son espectaculares, pero llegar cuesta unos 25 minutos, calcula Pastor, y el camino es una empinada y solitaria vereda abierta entre la abundante vegetación del trópico.

—Cuando bajemos quizá sea noche, ¿aquí es seguro? –repregunta Dada.

Isla Grande está a no más de cinco minutos en lancha de La Guaira, en el distrito de Portobelo, provincia de Colón, en la costa caribeña de Panamá. Es una isla exuberante, compacta y con marcada vocación turística, y en ella viven unos pocos cientos de personas, la inmensa mayoría afrodescendientes y jóvenes. El pueblo se estira a lo largo de la primera línea de playa, con casas pintadas de vivos colores, y a primera vista parece tranquilo, pero esto sigue siendo Centroamérica y preguntar por la seguridad nunca está de más, sobre todo cuando se viene con el disco duro salvadoreño, uno de los países más peligrosos del mundo.

La respuesta de Pastor nos sorprenderá, pero antes conviene hacer una breve explicación.

Nuestra presencia en Panamá se debe a que hemos sido invitados a un seminario internacional bajo un sugerente título: “¿Cómo pueden aportar los medios de comunicación a la seguridad en Centroamérica?” Hasta ayer estuvimos encerrados en uno de los mejores hoteles de Panamá con colegas que en su mayoría eran de esos que llevan años sin subirse a un autobús urbano público. Habían venido de todos los países centroamericanos, de República Dominicana y había también algún que otro español. Las ponencias las dieron supuestos expertos en seguridad, altos funcionarios públicos de la región y periodistas, pero todas –casi– partían de la misma premisa errónea planteada por los organizadores: considerar que los problemas de inseguridad en Centroamérica son homogéneos, que San Pedro Sula tiene las mismas inquietudes que Managua, que el narcotráfico ha infiltrado de igual manera el estado guatemalteco que el costarricense, que una receta para abordar violencia de género diseñada por algún gurú en Madrid puede aplicarse en San José o en Belmopán, que las maras afectan por igual a El Salvador que a Panamá.

En el tema de seguridad ciudadana hay cuanto menos dos centroaméricas separadas por la frontera entre Honduras y Nicaragua. Lo que ocurre arriba poco tiene que ver con lo que sucede abajo, y antes de responder cómo pueden aportar los medios de comunicación a la seguridad en Centroamérica cabría primero preguntarse si puede y si debe aplicársele el mismo diagnóstico a toda la región. Establecer como punto de partida una tasa centroamericana promedio de homicidios por cada 100,000 habitantes suena forzado cuando en Nicaragua y Costa Rica apenas superan los 10, mientras que en El Salvador y Honduras se sobrepasaron en 2009 los 70.

De regreso a Isla Grande, la respuesta que Pastor dio a la inquietud del periodista Carlos Dada.

—¿Aquí es seguro?
—Seguro no, puede que al bajar del faro les salga una serpiente, pero es lo único.

Inconcebible escuchar algo así en El Salvador, donde incluso las caminatas que organiza la Federación Salvadoreña de Montañismo se hacen con presencia policial.

Dos centroaméricas, cuanto menos.

Fotografía: Roberto Valencia
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(Este artículo se publicó también el 1 de noviembre de 2010 en Crónicas de Centroamérica, mi blog en la edición digital del diario español El Mundo)
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