martes, 31 de mayo de 2011

Alma

El Salón Rosado del Palacio Nacional se ha quedado pequeño para escuchar la ponencia magistral que cerrará el II Foro Centroamericano de Periodismo, organizado por el periódico digital El Faro. En San Salvador es noche cerrada ya, pasan las 8, cuando la cronista mexicana Alma Guillermoprieto toma al fin la palabra.

—Hace ya casi 34 años, a finales de octubre de 1978, llegué por primera vez a El Salvador. Y hace ya 30 años que no había vuelto a este país. Para mí, pues, esta visita está cargada de emociones y recuerdos añejos, y de desconcierto. He encontrado…

Alma nos lleva a sus primeros días en el país, a un accidentado viaje que, organizado por el provincial de los jesuitas, el padre César Jerez, la llevó hasta un recóndito pueblito llamado Cinquera, en el departamento de Cabañas. Allí conoció el terror y la irracionalidad que ya sacudía El Salvador y que en un par de años cristalizaría en una guerra civil interminable.

—Que si a una mujer le habían matado a su hijo, que si otra había encontrado a su marido muerto, todo tuqueadito con un corvo. Otro, y otro más, todos tuqueaditos. Batallando por entender el acento campesino, tardé en entender el significado de la frase. Creo que fue el diminutivo lo que me mató: tuqueadito...

De la multitud en esta sala seguramente soy el único al que no es la palabra “tuqueadito” la que más le llama la atención. La palabra que brilla sobre las demás es corvo. Hay un porqué: hace casi dos semanas, llegó a mi cuenta de Google un correo de Alma, fruto de las urgencias que acompañan todo proceso creativo.

—Roberto, recordame, ¿cómo se le dice al machete en El Salvador? –decía.
—Corvo –respondí de inmediato.
—Exacto. Gracias.

Y ahí quedó todo. Hasta hoy, hasta que esa palabra –corvo– resuena más sonora que nunca incluso en una voz dulce y suave como la de Alma.

La ponencia apenas empieza, y en efecto será magistral, no solo porque así lo diga en las tarjetas de invitación. Invitará a reflexionar, entre otras cosas, sobre este oficio que alguien llamó el más bello del mundo, y finalizará con una frase de esas que logran que el piso se tambalee.

—Y pensé –dirá en unos minutos Alma– que la vida es siempre más fuerte que nuestra capacidad de matar.


Fotografía: Mauro Arias

viernes, 27 de mayo de 2011

Los salvadoreños matamos

—Lo que acá van a ver no es ciencia ficción ni algo internacional. Es algo hecho acá, en El Salvador –dice el ponente, entusiasmado.

Los salvadoreños matamos. También las salvadoreñas. No solo matamos; torturamos, amputamos, violamos, desfacelamos, despedazamos. Seguro que en otros lugares ocurren cosas parecidas y hasta más sádicas que las que el ponente nos mostrará en unos minutos, pero me late que costaría hallar otro país en el que se haga con tanta frecuencia, con tanta indiferencia.

—Mi objetivo es hacer conciencia del peligro que acecha en las calles de nuestro país. Todo lo que les mostraré son hechos ocurridos en El Salvador y vividos por mi persona. ¡Todo es real! Las calles están llenas de psicópatas. ¿Cómo actúan? Una joven va pasando, vestida de una forma moderna, unos sujetos la observan, les gusta, y como son personas con trastornos sociales y de personalidad, raptan a esa mujer, se la llevan, la violan, la torturan, la matan y la entierran. Las víctimas muchas veces son personas que están a la hora y en el lugar equivocado, jóvenes que no ven el grado de peligrosidad en el que estamos en estos momentos.

El ponente que así habla es Israel Ticas Chicas, el criminalista. Ahora está parado en la tarima del auditorio de la Facultad de Ciencias y Humanidades de la Universidad de El Salvador. Ticas Chicas es un cuarentón bajito y de tez y manos muy quemadas por el sol. Si no fuera por el traje gris, bien podría confundirse con un agricultor. El traje lo complementa con unos zapatos y una camisa negros y una llamativa corbata verde. Sobre su cabeza carga unos lentes de sol, innecesarios acá adentro. El auditorio es amplio, y por la hora –anochece– tienen encendidos los fluorescentes. La sala está prácticamente llena, estudiantes de Psicología casi todos. Sobre una mesa Ticas Chicas ha colocado un montón de huesos humanos y algunas de sus herramientas de trabajo. Una computadora y un proyector la dictarán qué decir, cómo hacerlo, cuándo contar un chiste…

—Niñas de apenas 12, 13, 15 años –dice–. ¡Cuántas niñas están apareciendo mutiladas y embolsadas! En el área de Sonsonate, por ejemplo, el modus operandi ahora es quitarles el rostro. ¿Para qué utilizarán la piel? Todavía no lo sé.

Puede gustar o no, sonar exagerado o no, pero sabe de lo que está hablando. Ticas Chicas es el criminalista. Así, en singular. En un país en el que en 2010 ocurrieron 4.000 asesinatos, es el único criminalista en la planilla de la Fiscalía General de la República. Su trabajo es desenterrar cuerpos en un país demasiado aficionado a enterrarlos en cualquier lugar; los recupera de pozos, de milpas, de quebradas, de cafetales.

Las próximas dos horas las pasará contando anécdotas y mostrando cadáveres. “Esto es nuestro diario vivir”, dice. Ticas Chicas cuenta la historia de una niña de 16 años que unos salvadoreños violaron y la dejaron por muerta; cuando la quisieron desnudar, pidió hacerlo ella porque su madre la regañaría si llevaba la falda sucia. Luego click, y aparece un video de un joven que, dentro de una peluquería, dispara a otro cuatro balazos en la cabeza. “Esto es nuestro diario vivir, esto no es montaje”, dice otra vez. Ensaya un chiste sobre lo que diría alguien que ha arrancado la cabeza a su novia. Click, y aparece una mujer colgada y apaleada. Más luego cuenta la historia de un joven que mató a golpes a su bebé porque mucho lloraba. “Ustedes no se pueden imaginar qué es lidiar con una madre que no encuentra a su hijo desaparecido”, dice. Click, y una foto de un sonriente Ticas Chicas tumbado junto a un esqueleto semidesenterrado se adueña de la pared. Los muertos me hablan, dice. Los estudiantes de Psicología ríen porque en El Salvador la muerte parece ser graciosa. Otro click, y aparece un cuerpo desenterrado pero aún entero, reconocible. Click, y un cuerpo deformado por la hinchazón. Click, y alguien momificado. Click, y el puro esqueleto. “Esto es nuestro diario vivir”, repite. Luego dice –el orgullo en sus palabras– que quiere patentar su sistema de trabajo. Cuenta que ahora trabaja en sacar los muertos que han tirado en un pozo de Turín, Ahuachapán, a 55 metros de profundidad. Otro chiste. Click, y una joven desnuda a la que le han arrancado brazos y piernas, como si fuera una muñeca. Click, y dos esqueletos sobre la tierra, y la descripción de Ticas Chicas: “Eran dos niñas de 14 y 17 años, una está debajo, desnuda, y la otra de este lado; mutiladas, violadas y enterradas –en ese orden–”. Cuenta luego de otra niña de 6 años que violaron y después la tiraron a un pozo, el caso que más le ha conmovido, dice, “y yo he visto más de 5.000 cadáveres”. Cinco mil cadáveres. Cinco mil. Ticas Chicas termina con las fotografías que él llama con lujo de barbarie, y comienza un desfile de pedazos de carne, extremidades amputadas, cuerpos despellejados y rostros desfigurados, hinchados y cosidos.

—A mí no me gusta mucho el texto. Me gusta más la imagen, porque hablan más que mil palabras –ha dicho al inicio.

Es nuestro diario vivir. Las expresiones más violentas que genera una sociedad violenta, una sociedad que mientras esto está ocurriendo –un día, tras otro, tras otro– prefiere casi siempre mirar hacia otro lado, levantar uno, dos, cinco muros coronados con alambre razor y autocomplacerse con comerciales fantasiosos como ese del Banco Agrícola, que dice que los salvadoreños somos tan grandes como el cielo que lleva nuestra bandera, que dice que El Salvador crece por la tranquilidad de la noche, que alimenta nuestros sueños.

“¿Soy loco?”, se pregunta Ticas Chicas, y él mismo se responde: “Sí, soy loco”. Quizá lo sea, pero ¿acaso no lo son más los que creen que El Salvador es como lo dibujan los publicistas del Banco Agrícola?


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(Esta crónica fue publicada el 20 de mayo en la sub-sección Bitácora del proyecto Sala Negra, de elfaro.net)

viernes, 20 de mayo de 2011

El Caribe feo

Bluefields es la segunda ciudad más populosa del Caribe nicaragüense.El Caribe es casi un sinónimo de paraíso en otras latitudes; en España por ejemplo. Caribe suena a interminables playas de arena fina y blanca, suena a hamacas colgadas de palmeras inclinadas por algún huracán travieso, suena a ron añejo del bueno, suena a cruceros en barcos que parecen rascacielos, suena a todas las piñas coladas del mundo a cambio de mostrar una pulsera. Pero el Caribe es mucho más. El Caribe es pobreza.

Las mismas escenas se repiten en Cartagena de Indias, en Portobelo, en Livingston o en Roatán. A pocos cientos de metros de exclusivísimos complejos turísticos se levantan comunidades o barriadas en las que la miseria campa a sus anchas, casi siempre pobladas por afrodescendientes, siempre excluidas de las fotografías que aparecen en los afiches y revistas que promocionan la sucursal del paraíso. Aquí, en Bluefields, la pobreza tampoco hay que salir a buscarla;a cualquiera que tenga un mínimo de sensibilidad social la miseria lo busca y lo abofetea.

En Puntafría, un barrio de negros –como lo llama acá la mayoría mestiza en tono abiertamente despectivo–, hay un sencillo restorán llamado Bella Vista en el que por menos de diez dólares uno puede comer langosta.Esas son cantidades prohibitivas para muchos.

—Mira esos dos chavalos –me dice Carolina, una joven afrodescendiente que trabaja como mesera–; casi todos los días vienen a ver si les puedo dar algo de comida.

Los dos chavalos son dos hermanos, afrodescendientes también, y el mayor de ellos no tiene más de nueve años. Están metidos unos 20 metros en la achocolatada bahía de Bluefields y juegan, como niños que son, con un pedazo de plástico y un tronco que han rescatado entre la abundante basura que se acumula en la orilla.

—Cuando puedo, si no hay clientes y sin que se entere mi jefa, yo les doy algo de comer.

Viven con su madre unas cuadras arriba, por la cancha, me dice Carolina, pero las drogas hace tiempo que desintegraron ese hogar, y los dos chavalos salen a buscar en las calles lo que no les dan en casa: un plato de comida. Cuando están dentro el agua, como ahora, intentan llamar la atención de los pocos clientes del restorán. Si lo consiguen, ponen su mejor sonrisa, y cualquiera de ellos, o los dos al mismo tiempo, levanta una mano con los cinco dedos extendidos y rápidamente gesticula como si estuviera comiendo sopa. Así piden lo que para ellos ese día puede suponer la diferencia entre llevarse o no algo al estómago: cinco córdobas, 23 centavos de dólar.

Cambian actores e interpretaciones, pero en Bluefields la escena poco difiere de las que se ven cuando se baja al muelle, cuando se entra en el mercado municipal o cuando se camina por una comunidad paupérrima como Beholden.

Es casi la 1 de la tarde, y los chavalos aún no han comido, me dice Carolina. Pero juegan en el agua, juegan y sonríen. Cuando se ha visto tanta miseria en tantos lugares distintos de esta entrañable tierra llamada Centroamérica, está consciente de que es poco o nada lo que puede hacer. En mi mochila llevo un paquete de galletas y se lo tiro. Sin salir del agua lo abren, comparten el contenido y comen con avidez. El envoltorio lo dejan en el agua y pronto se juntará con el resto de la basura que hay en la orilla. Pero uno, con un plato de arroz con camarones y una cerveza sobre su mesa, no deja de sentirse como una mierda, la misma sensación que tengo mientras escribo estos párrafos.

Fotografía: Roberto Valencia

miércoles, 18 de mayo de 2011

Don Chico y el Cártel de Texis

El fotoperiodista Francisco Campos, don Chico, es todo un referente en El Salvador cuando se habla de fotografía, pero también lo es en las calles del Centro Histórico de San Salvador. Cuando uno lo acompaña se da cuenta de que las vendedoras lo saludan con respeto, lo detienen, lo interrogan. En una ocasión me dijo que él puede dejar su carro en casi cualquier calle que, siempre que haya alguna venta cerca, está convencido de que no se lo abrirán. Me consta que no es alardeo.

Pero ahora, mediodía de este martes insípido, don Chico camina y lo hace solo. Carga su camarita, como siempre. Al pasar frente al Palacio Nacional, un señor lo ha mirado unos segundos, hasta que se ha atrevido a hablarle.

―Hey, señor, está vergón lo que publicaron…
―¿El qué? –pregunta don Chico, un tanto desubicado.
―Eso de los diputados narcos…
―¿Y eso?
―Mire, yo no he podido leer esa onda del Cártel de Texis, pero me lo han contado…

Justo en ese momento don Chico cae en la cuenta de que ese día casualmente lleva puesta la camisola que Carlos Dada le regaló el año pasado, con el logo pequeño pero visible del periódico digital El Faro en el pecho. La conversación prácticamente ahí queda, pero don Chico se va con una rara sensación y con un pensamiento fijo: este maistro no lo ha leído, pero está en la jugada, ¿cuántos así?

En la tarde, cuando se siente frente a su computadora, seguirá dándole vueltas, y todo se lo chateará a su amigo Roberto.


Fotografía: Gabriel Labrador


lunes, 9 de mayo de 2011

Miseria es...

Marlinda está marcada por eso que llamamos la miseria.

Pero decir hoy miseria nomás es decir nada, una cortesía con el lector, una manera de disfrazar, una etiqueta fácil.

Se ha prostituido tanto que decir miseria, míseros, miserables nomás es como dar un porcentaje frío o como recitar los objetivos del milenio. Decir miseria nomás es ahorrarse las descripciones. Se ha convertido en eufemismo. Decir miseria nomás no evoca, por ejemplo, las condiciones de vida de Arnulfo y su hijo de nueve años; no evoca su hogar, con paredes hechas de tablas de madera y a dos pasos de una ciénaga putrefacta llena de mosquitos, un hogar que tiene cuatro metros de largo por dos de ancho –digo: 4 metros de largo por 2 de ancho–, sin cochera, sin cuartos, sin cocina, sin baño; un hogar en el que solo caben un catre y sobre el catre una colchoneta regalada y una hamaca ennegrecida y una silla de plástico y una mesita y un foco y un televisor estropeado; decir miseria nomás no evoca ver a Arnulfo cocinar durante 18 años con un fuego que enciende en la entrada, sobre el piso de tierra, y que intenta contener con tres ladrillos; no evoca tener nada que llevarse a la boca; no evoca pasar tres o cuatro semanas al año con agua hasta las rodillas dentro de eso que llaman hogar.

Decir miseria nomás no evoca la miseria.
—¿Y dónde va usted cuando quiere mear?
—Ahí, en el patio, en el patio del rancho, porque aquí no hay servicio de baño todavía ni nada de eso.

Fotografía: Roberto Valencia
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(Este relato en un fragmento de una crónica titulada "El paraíso feo", que fue publicada en marzo de 2009 en Séptimo Sentido, la revista dominical del diario salvadoreño La Prensa Gráfica)

domingo, 1 de mayo de 2011

Esmeralda y los mareros quemados

Hacía tiempo que no me sentaba a platicar con Esmeralda García. Por una u otra razón no había coincidido con ella, pero hoy, 11 de noviembre de 2010, nos hemos desquitado. La plática va de una esquina a otra, hasta que se detiene en la frágil salud del menor de sus seis hijos, un simpático niño sordomudo llamado Diego. Esmeralda lo llevó ayer a pasar consulta al Hospital Nacional de Cojutepeque por un pequeño bultito que le asoma en el pecho, y en sala de espera estaban cuando empezaron a llegar pick up cargados con pandilleros abrasados. Los traían de Ilobasco, de un penal.

—Da mucha pena ver eso, da lástima… –me dice Esmeralda con un gesto de dolor que obliga a creer en las sinceridad de sus palabras.
—Pues ahora se está diciendo –comento– que la llamada a los Bomberos desde el penal la hicieron como 45 minutos después.
—Sí, da lástima. Yo oía los comentarios de las mujeres en la entrada al hospital, que algunas sí decían: ay, pobrecitos. Pero otras señoras, bien fuerte, dijeron: allí estaban los que quemaron el microbús de Mejicanos; estos han sentido lo que sintieron los otros.
—No, Esmeralda, pero no había ninguno de los del microbús.
—Ah, pero así se escucha, que en ese penal estaban los de Mejicanos.
—Pero no, Esmeralda. En Ilobasco están los que cuando hacen la maldad son menores pero cumplen los 18 durante su condena. Es decir, es gente que llevaba condenada su tiempito ya.
—Sí, alguien dijo ahí que muchos ya habían purgado su pena…
—Quizá estaban por cosas peores, yo no sé, pero no eran los del microbús de Mejicanos.
—La gente… También dijeron que estaba ese que mató a un muchacho del Inframen.
—También eso es mentira.
—Pero uno dice… Es que la muerte que tuvieron… Si alguien tuvo que ver con eso… va a entregar cuentas… porque también nosotros no podemos tomarnos la justicia… Pobrecitos los muchachos… Ya estaban pagando su, su, su… su condena, pues. Estaban dormidos, tranquilos ahí… ¡Y la muerte que tuvieron! La palabra de Dios ya lo dice, en el Nuevo Testamento: deja, la venganza es mía. Nosotros no podemos tomar venganza de casos así.
—¿Y ni siquiera alegrase puede uno, Esmeralda?
—No, no podemos alegrarnos del mal ajeno… Solo Dios para juzgar… Nadie en este mundo es santo, todos cometemos errores. 

Cometemos errores todos, dice Esmeralda. Sobre todo en El Salvador. Pero aquí a Magdalena le habría caído una lluvia de pedradas.

Fotografía: elsalvador.com
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