Las mismas escenas se repiten en Cartagena de Indias, en Portobelo, en Livingston o en Roatán. A pocos cientos de metros de exclusivísimos complejos turísticos se levantan comunidades o barriadas en las que la miseria campa a sus anchas, casi siempre pobladas por afrodescendientes, siempre excluidas de las fotografías que aparecen en los afiches y revistas que promocionan la sucursal del paraíso. Aquí, en Bluefields, la pobreza tampoco hay que salir a buscarla;a cualquiera que tenga un mínimo de sensibilidad social la miseria lo busca y lo abofetea.
En Puntafría, un barrio de negros –como lo llama acá la mayoría mestiza en tono abiertamente despectivo–, hay un sencillo restorán llamado Bella Vista en el que por menos de diez dólares uno puede comer langosta.Esas son cantidades prohibitivas para muchos.
—Mira esos dos chavalos –me dice Carolina, una joven afrodescendiente que trabaja como mesera–; casi todos los días vienen a ver si les puedo dar algo de comida.
Los dos chavalos son dos hermanos, afrodescendientes también, y el mayor de ellos no tiene más de nueve años. Están metidos unos 20 metros en la achocolatada bahía de Bluefields y juegan, como niños que son, con un pedazo de plástico y un tronco que han rescatado entre la abundante basura que se acumula en la orilla.
—Cuando puedo, si no hay clientes y sin que se entere mi jefa, yo les doy algo de comer.
Viven con su madre unas cuadras arriba, por la cancha, me dice Carolina, pero las drogas hace tiempo que desintegraron ese hogar, y los dos chavalos salen a buscar en las calles lo que no les dan en casa: un plato de comida. Cuando están dentro el agua, como ahora, intentan llamar la atención de los pocos clientes del restorán. Si lo consiguen, ponen su mejor sonrisa, y cualquiera de ellos, o los dos al mismo tiempo, levanta una mano con los cinco dedos extendidos y rápidamente gesticula como si estuviera comiendo sopa. Así piden lo que para ellos ese día puede suponer la diferencia entre llevarse o no algo al estómago: cinco córdobas, 23 centavos de dólar.
Cambian actores e interpretaciones, pero en Bluefields la escena poco difiere de las que se ven cuando se baja al muelle, cuando se entra en el mercado municipal o cuando se camina por una comunidad paupérrima como Beholden.
Es casi la 1 de la tarde, y los chavalos aún no han comido, me dice Carolina. Pero juegan en el agua, juegan y sonríen. Cuando se ha visto tanta miseria en tantos lugares distintos de esta entrañable tierra llamada Centroamérica, está consciente de que es poco o nada lo que puede hacer. En mi mochila llevo un paquete de galletas y se lo tiro. Sin salir del agua lo abren, comparten el contenido y comen con avidez. El envoltorio lo dejan en el agua y pronto se juntará con el resto de la basura que hay en la orilla. Pero uno, con un plato de arroz con camarones y una cerveza sobre su mesa, no deja de sentirse como una mierda, la misma sensación que tengo mientras escribo estos párrafos.
Fotografía: Roberto Valencia |
Y eso que no han visto la parte "fea" de Cancun... las regiones Ciento-miedo..
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