jueves, 24 de febrero de 2011

Isabel la Católica y Cristóbal Colón viajaron juntos a San Salvador

Raúl Contreras es un periodista salvadoreño de 28 años que desde Madrid, España, envía esporádicamente notas a un diario de su país llamado La Prensa. Estamos a mediados de 1924, y Contreras ha sabido que un escultor español llamado Lorenzo Coullaut Valera tiene en su estudio dos magníficas estatuas que el Gobierno de El Salvador quiere que a partir del próximo 12 de octubre estén frente a la fachada principal del Palacio Nacional de San Salvador. Se trata de obras de más de dos metros de altura que representan a Cristóbal Colón, el europeo al que se le atribuye el descubrimiento de América, y a Isabel la Católica, la reina que sufragó los gastos del viaje de las tres carabelas.

El 6 de julio será la entrega oficial, un pomposo acto con champagne incluido al que acudirán, entre otras autoridades, el dictador Miguel Primo de Rivera, presidente del Directorio Militar que gobierna España; el encargado de Negocios de la Embajada de El Salvador en Madrid, Ismael Fuentes, y su esposa; y, en representación del rey Alfonso XIII, estará su secretario particular, el marqués de las Torres de Mendoza.

Pero Contreras, fiel a su intuición, ha acudido hoy al estudio de Coullaut Valera para conocer las esculturas, cuando aún faltan unos días para la entrega. Coullaut Valera lo recibe con amabilidad, al punto que Contreras saldrá de aquí convencido de que no ha estado solo ante un gran artista, sino que ha conocido a una gran persona, sencilla y modesta a pesar de ser uno de los autores con más renombre. El joven periodista salvadoreño se sabe profano en la materia, pero la belleza de las estatuas, aunado al hecho de saber que algún día estarán en San Salvador, lo ha impresionado. Además, Contreras infiere de la plática que el autor tiene un cariño especial a estas obras, ya que son las primeras de este tamaño en las que combina bronce y mármol como materiales. Isabel la Católica luce seria y joven, con una imponente corona en su cabeza, y carga en su mano izquierda un cofre abierto. Cristóbal Colón viste traje de época, tiene la mirada triste y perdida, y en su mano derecha sostiene un legajo de hojas.

—Ni el paso de los años hará que estas obras pierdan su color –le dice Coullaut Valera a su invitado.

No solo hablan de Cristóbal e Isabel. Coullaut Valera le cuenta a Contreras que, tras resultar ganador en un concurso nacional, está inmerso en la creación de una obra de esas que inmortalizan a su autor: se trata de un conjunto monumental que se levantará en la madrileña plaza de España, la más grande de todo el país, en homenaje a Miguel de Cervantes y a los personajes de sus principales obras. Entre las esculturas destacan, obvio, Don Quijote y Sancho Panza. Coullaut Valera le muestra satisfecho la maqueta en yeso de todo el proyecto. Obras suyas ocupan ya lugares destacados en distintas ciudades de España, como la escultura de Gustavo Adolfo Bécquer en el sevillano parque de María Luisa o el monumento a Ramón de Campoamor que hay en el madrileño Parque del Retiro.

Ahora también frente al Palacio Nacional de San Salvador tendremos dos obras suyas, piensa orgulloso Contreras. En la nota que enviará a La Prensa explicitará su satisfacción. Así arranca: “El Salvador poseerá, sin duda, las más bellas estatuas de Isabel la Católica y Cristóbal Colón que hasta ahora se hayan hecho por manos de artista alguno”.

Coullaut Valera morirá en 1932, y con el paso de los años terminará como uno de los infaltables cuando se habla de la escultura española del siglo XX. Raúl Contreras, después de unos años en Europa, regresará a El Salvador y tendrá una destacada carrera como funcionario público (llegará a presidir en 1950 la Junta Nacional de Turismo) y como poeta. Cristóbal Colón e Isabel la Católica seguirán, casi un siglo después, frente al Palacio Nacional de San Salvador, en el mismo lugar en el que los ubicaron el 12 de octubre de 1924, expuestos al vandalismo y a la incultura –ya han sido remendados en distintas ocasiones–, y sin que nadie entre las miles de personas que cada día pasan a sus pies sepan que un día, antes de emprender su viaje en barco hacia América, fueron la razón que juntó en Madrid a un escultor español llamado Lorenzo Coullaut Valera y a un joven periodista salvadoreño llamado Raúl Contreras.




Fotografía: Roberto Valencia

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(Este relato se publicó en el blog Crónicas de Centroamérica, de  www.elmundo.es, el 24 de febrero de 2011, bajo el título de Isabel la Católica y Cristóbal Colón viajaron juntos a San Salvador).

sábado, 19 de febrero de 2011

Cuando desde la izquierda se despreció al arzobispo Romero

Si hacemos a un lado los sectores de ultraderecha que promovieron o celebraron su asesinato y a sus ahijados políticos, cuesta en la actualidad encontrar a alguien que critique en público a Monseñor Romero. El paso de los años lo ha convertido en un referente mundial de lucha contra la desigualdad, de compromiso con los más desprotegidos, de respeto a los derechos humanos, de promotor de la verdad como premisa para la reconciliación, de… Pero no siempre fue así. Hubo un tiempo en el que muchos de los que hoy le aplauden lo criticaron con dureza.

En la calentura por convertir El Salvador a cualquier precio en una república socialista, Monseñor Romero también fue cuestionado por muchos compas. Tras el apoyo expreso al golpe de Estado del 15 octubre de 1979, lo llamaron viejo burgués, lo acusaron de olvidarse del pueblo, lo presentaron como un promotor de los intereses gringos. “Hubo un tiempo en que buena parte de la dirigencia de las organizaciones populares estaba convencida de que se había cambiado de bando”, me dijo, bajo condición de anonimato, un entrevistado.

Cuando uno plantea hoy este tema a personas que se consideran progresistas, algunos prefieren pasar de puntillas, quizá para evitar retratarse como lo que fueron: personas que durante semanas o meses creyeron que Monseñor Romero era un traidor. Por eso, como periodista se agradece tanto la naturalidad con la que personas como Evita Menjívar admiten que la izquierda política cometió con él gruesos errores, errores que algunos ahora tratan de ocultar o redimir con estatuas y palabras de falsa admiración.

—Con eso de la Junta de Gobierno –admite Evita–, hubo organizaciones que le mandaron cartas fuertes. Le decían que cómo era posible que estuviera apoyando eso.

Monseñor Romero lo llamaba fanatismo. Y lo criticó, fiel a sus convicciones, en repetidas ocasiones. “Ilusionados por esa misma tentación del poder –dijo en su homilía del 30 de diciembre de 1979, cuando arreciaban las críticas en su contra–, están cometiendo muchos errores también los grupos de izquierda y las organizaciones populares que pierden de vista el objetivo legítimo de sus presiones, que debe ser el bien común del pueblo y no el fanatismo de su grupo o la obediencia de consignas extranjeras”.

Fanatismo hubo, hay y quizá nunca deje de haberlo en El Salvador.


Fotografía: Roberto Valencia
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(Este es un fragmento de uno de los capítulos incluidos en un libro sobre Monseñor Romero que está previsto que se publique para marzo de 2011)

miércoles, 9 de febrero de 2011

Patanes, gañanes, arribistas y gangueros

Nadie lo dice, pero falta poco para la medianoche y sabemos que es hora de despedirnos. Somos tres. Los otros dos son un oficial de la Policía Nacional Civil (PNC) y un amigo mío, periodista también. Nos hemos sentado a las 9 de la noche en la penumbra de un bar de la capital para hablar sobre pandillas, sobre el narco, sobre la PNC misma. Es una de esas conversaciones sin grabadora ni cámaras, pero que, si se superan las barreras de desconfianza, aportan más que pasar toda una vida yendo a conferencias de prensa. Esta entrevista en concreto está resultando muy ilustrativa, pero, después de cinco o seis cervezas, en la mesa ya se ha instalado la sensación de que debe llegar a su fin.

El oficial de la PNC es de los veteranos, de los que algún día se podrá afirmar que entregó su vida por el cuerpo. Fiel a las referencias que nos habían dado, parece alguien honesto y con un fuerte sentido institucional, al punto que toda la noche se ha esforzado por presentar a la Policía como una de las instituciones menos contaminadas del engranaje social salvadoreño. Hace apenas unos minutos, después de hablar largo sobre perrones, emeeses, jueces corruptos, pegeerres y mediomillones, nos ha compartido su teoría de por qué El Salvador no camina como debería. Adjetivo más, adjetivo menos, los salvadoreños, ha dicho, somos patanes, gañanes, arribistas y gangueros. Nos disgusta el orden y consideramos las normas de convivencia social como instrumentos que solo los pendejos respetan. Sus argumentos han sido muchos y variados, pero se pueden resumir en un ejemplo: si yo me voy de la delegación y dejo mi celular en la mesa, ha dicho, me lo robarán, seguro, igual que los agentes se roban entre ellos los cargadores y las botas; pero lo curioso en El Salvador es que si eso llegara a suceder, para los agentes el tonto sería yo por haber dejado el teléfono, no el ladrón; así ocurre en este país, ha dicho, y no avanzaremos mientras no corrijamos estas mañas tan interiorizadas.

Yo le he dado la razón, y hasta he contribuido con otro ejemplo: lo que ocurre en la avenida Jerusalén cuando hay trabazón, cuando decenas-cientos-miles de listillos –ricos, pobres, licenciados, analfabetos– utilizan el hombro de la calle para evitarse la cola.

Como contrapeso a la negativa descripción de la salvadoreñidad, el oficial de la PNC solo ha destacado la cherada como cualidad digna de exportación.

Pues bien, pagada la cuenta, nos despedimos en la puerta del bar, y cada uno se dirige a su carro. Han sido cinco o seis cervezas y los tres daríamos positivo en el alcotest, pero el oficial va más allá cuando con su impecable 4x4 hace un giro prohibido, se salta la doble línea amarilla y maniobra sobre la acera… como todo buen salvadoreño. 



Fotografía: Roberto Valencia

martes, 8 de febrero de 2011

Miguel Cavada (Q.E.P.D.)

Miguel Cavada Diez nació el 11 de septiembre de 1956 en Pontejos, un minúsculo pueblo de vocación agro-pesquera situado en la provincia de Cantabria, en la costa norte española. Hijo de Felipe y de Montserrat, fue el sexto de nueve hermanos –siete varones, dos mujeres–, una familia humilde y numerosísima que solventó sus problemas de espacio solo cuando a Felipe su patrón le ofreció una casa dentro del aserradero donde trabajaba en El Astillero, el pueblo de enfrente, separado de Pontejos nomás por una estrecha franja de mar. Nunca faltó un plato de comida sobre la mesa, pero fueron años marcados por las estrecheces, nada de lujos ni de caprichos.

—Con decirte que el viaje de novios de mis padres fue a Bilbao –dice Cavada. Trasladado a la realidad salvadoreña, sería como que alguien viajara desde el puerto de La Libertad a San Salvador.

La infancia transcurrió sin grandes sobresaltos, entre el mar, el aserrín y los hermanos como cómplices principales de travesuras y juegos. Sus padres, aunque no eran devotos en exceso, sí les inculcaron la fe cristiana y las costumbres religiosas: rezar antes de comer, misa los domingos, catequesis… En catequesis precisamente fue cuando entró en contacto con la comunidad pasionista y, a los 18 años, en un momento de crisis personal, lo invitaron a un noviciado en Zaragoza, España, y un año después lo enviaron a estudiar Teología a Valencia.

En Valencia estaba cuando ocurrió la tragedia.

La madrugada del 12 de enero de 1977, el Ángel, un buque mercante de 100 metros de eslora, se hundió en medio de un fuerte temporal en el mar Mediterráneo, frente a la isla italiana de Cerdeña. El barco naufragó como consecuencia de un corrimiento de la carga que transportaba, que provocó, primero, la inclinación de la nave, y luego, su vuelco. Murieron 11 tripulantes, entre ellos el segundo maquinista, un joven de 25 años que realizaba uno de sus primeros viajes. Se llamaba Fidel Cavada Diez.

—Yo estaba viendo el Telediario y ahí dijeron que el buque Ángel se había hundido. Llamé a mi casa y me confirmaron la noticia.

La muerte de Fidel fue un antes y un después para toda la familia, pero quien más la sufrió fue Montserrat. Por la presencia de tantos recuerdos en la casa, pidió que se fueran a vivir a otro lugar, y se instalaron en un apartamento más alejado de la línea de mar. A Cavada también lo marcó la pérdida de su hermano. Cuando al final de esta entrevista le pida que me señale los momentos más trascendentes de su vida, mencionará cinco, y el primero será el naufragio del Ángel.

Los otros cuatro sucedieron en El Salvador. Tras dos años en Valencia, Cavada llegó al país a mediados de 1978, cuando Monseñor Romero era ya arzobispo. Ser contemporáneo suyo y haberlo conocido es otro de los momentos importantes que señala, el segundo de su listado.

—Yo siempre he dicho que tuve la dicha de conocer a Romero. ¿Y por qué? Porque me parece una persona muy humana, y no me refiero solo como obispo o como religioso. Es una persona buena en el sentido más estricto de la palabra.

Monseñor Romero es la razón principal para haber pasado más de 30 años en El Salvador. Tras el asesinato, regresó a España unos meses a terminar sus estudios de Teología. Los finalizó y retornó a El Salvador en contra de la voluntad del provincial de los pasionistas, lo que desembocó en la ruptura con esa congregación. Monseñor Rivera Damas lo ordenó sacerdote en 1983, y casi toda la guerra la pasó asignado a la parroquia El Calvario, en Santa Tecla, donde le encargaron acompañar a las comunidades rurales repartidas en cantones y caseríos de la cordillera del Bálsamo. Iba de un lado a otro en el mismo Volkswagen Safari blanco en el que asesinaron al padre Rutilio Grande.

—Fue una época bonita, muy bonita –dice–, en verdad que fue una suerte haber trabajado tan cerca de los campesinos y campesinas.

Esa década tan tumultuosa para El Salvador a Cavada le brindó dos de los momentos de su particular listado, los dos en tono positivo: por un lado, en 1983 participó en la fundación del Equipo Maíz, una fructífera experiencia de educación popular vinculada a las comunidades de base, que aún subsiste; y por otro, el nacimiento en 1987 de su primera hija –luego tendría otro varón–, lo que lo llevó a dejar el sacerdocio y a casarse.

—Yo me dije: me salgo de cura, sí, pero no me salgo ni de la Iglesia ni de El Salvador ni de la lucha que tiene este pueblo.

Colgados los hábitos, se volcó aún más con el Equipo Maíz e intensificó su labor como docente y editor de textos en la UCA, sobre todo a partir de que el sacerdote jesuita Juan Ramón Moreno, uno de los mártires, le invitó a dar clases en el Profesorado de Teología. De esos últimos años Cavada menciona el quinto de los quiebres en su vida: la muerte en 2004 de Montserrat Diez Diez.

—Para molestarla de niños le decíamos Montserrat Veinte –dice Cavada, un brillo de nostalgia en su mirada–. Ella y mi padre siempre me apoyaron, aunque les costara, en mi decisión de venirme a El Salvador, cuando era sacerdote y cuando ya no lo era.


Fotografía: Roberto Valencia

miércoles, 2 de febrero de 2011

Las entrañas de la historia

—Lo impresionante –dice Roberto Cuéllar, director de Socorro Jurídico del Arzobispado en marzo de 1980 y una de las pocas personas que estuvo en la autopsia– fue ver cómo le partían el esternón, porque aquellos eran métodos rudimentarios, sin las motosierras ni el instrumental eléctrico que se utilizan ahora. Con Romero tuvieron que usar una especie de cincel. ¡Pa, pa, pa! –imita un martilleo como si fuera mimo–, para romper el hueso. Lo mataron con una bala del calibre .25, expansiva y explosiva, y el tórax o tenía lleno de esquirlas, y claro, había que sacarlas e ir colocándolas en un plato. Aquello me impresionó mucho.
—¿Lloró?
—No, ahí no. Lloré en otro momento, en el entierro, pero en la autopsia no.


Fotografía: Eulalio Pérez
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(Esta es una versión de un microrrelato/escena que se incluirá en un libro sobre Monseñor Romero que está previsto que sea publicado para marzo de 2011)
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