miércoles, 23 de marzo de 2011

Romero bien vale una misa

18:40 p.m. Catedral de San Salvador, El Salvador. El presidente de Estados Unidos, Barack Obama, al fin se acerca a paso lento hasta el mausoleo que resguarda los restos del Monseñor Óscar Arnulfo Romero, en el sótano de la catedral. Lo acompañan su homólogo salvadoreño, Mauricio Funes; el arzobispo de la arquidiócesis, José Luis Escobar Alas; y dos traductoras. El periodismo, tan habituado a etiquetar casi todo evento de cierta trascendencia como algo histórico, no podía dejar de adjetivar así esta visita. Quizá esta vez sí lo sea.

Le costó, pero Monseñor Romero se ha convertido un incuestionable referente en materia de derechos humanos en toda América Latina, y Obama está más que interesado en dejarse fotografiar en la cripta dos días antes del 31 aniversario del asesinato. Ni los cambios de última hora que lo obligaron a suspender algunas visitas de su agenda hicieron que se cancelara este evento. Serán poco más de 10 minutos frente al mausoleo, tiempo en el que Obama dirá casi nada, porque se limitará a escuchar al arzobispo Escobar Alas y al presidente Funes, que aprovechará las decenas de cámaras de noticieros internacionales para obsequiar al invitado una réplica en miniatura del mural sobre el obispo que hay en el Aeropuerto Internacional de El Salvador.

Yo pedí perdón, en nombre del Estado salvadoreño, a la familia, a la Iglesia católica y a la sociedad salvadoreña”, le dice Funes a su invitado con un marcado tono de satisfacción.

¿Pero quién fue ese tal Monseñor Romero para que el presidente más poderoso de la Tierra quiera visitar su tumba? En una frase, fue un obispo de un pequeño país centroamericano al que asesinaron el 24 de marzo de 1980 por denunciar los atropellos –las salvajadas– contra las clases más desfavorecidas de la sociedad; fue alguien que, en un país violento como pocos y que estaba al borde de una guerra civil, se atrevió a exigir derechos humanos y justicia social; fue alguien que promovió el diálogo; y todo ello le granjeó el odio eterno de la extrema derecha y la desaprobación puntual de la extrema izquierda.

Quizá Obama no sepa nada de eso; tampoco importa. Lo saben sus asesores de comunicación y, en una gira que ha llevado a Barack Obama a una favela en Río de Janeiro, y a su esposa Michelle a un humilde barrio de Santiago de Chile, la foto cerca de Monseñor Romero cumple con creces el perfil buscado.

Tras la breve plática y la entrega del regalo, Obama se toma 30 segundos para meditar en silencio. Se disparan los flashes. Cuando ya se va, Funes lo detiene para pedirle que encienda una vela. No es un acto espontáneo ni mucho menos. Hace poco más de una hora, un hombretón de la seguridad estadounidense apagó, por error, la única que estaba encendida, y de inmediato le avisaron que debía encenderla, que así debía estar para cuando llegaran los presidentes.

Un día normal esta cripta es visitada por personas tan humildes que muchas veces llegan en harapos a arrodillarse. Hoy lo que abundan son las corbatas, los trajes y las cámaras, muchas cámaras.

*** 

7:52 a.m. Mi computadora. Un comunicado oficial distribuido por la Secretaría de Comunicaciones de la Presidencia de la República de El Salvador recoge parte de la entrevista colectiva Mauricio Funes ante un grupo de corresponsales de medios extranjeros: “No cabe ninguna duda de que la visita es un reconocimiento de parte del presidente Obama al liderazgo que siempre ha tenido y seguirá teniendo Monseñor Romero en nuestro país como líder espiritual de la nación”.

También recuerda que, pocos días después de haber triunfado en las elecciones del 15 de marzo de 2009, “el presidente Funes anunció que dedicaba su Gobierno a la memoria de Monseñor Romero, a quien reconoce como su guía espiritual”.

Eso Funes lo dijo hace dos años, sin que nadie supiera muy bien a qué se refería. Con el tiempo se comprobó que tener a Monseñor Romero como “guía espiritual” es perfectamente compatible con querer gastar más de cien millones de dólares en la compra de aviones brasileños de combate.

*** 

14:47 p.m. Plaza Gerardo Barrios, frente a la catedral. Faltan casi cuatro horas para que lleguen Obama y Funes, y el centro de San Salvador está irreconocible. Hay un extraño pero agradecido silencio en el ambiente. Se ha cortado el tráfico en varias cuadras a la redonda, y cientos de policías y soldados deambulan desordenadamente. Media docena de Humvees artillados están apostados en las principales bocacalles.

Como todas las tardes, en la plaza Barrios se ha juntado un pequeño grupo de salvadoreños que, sin saber que esto va para largo y ante el despliegue militar, hoy aspira a poder ver a la celebridad venida desde Estados Unidos. Pero los planes del aparato de seguridad son otros, y no quieren que haya nadie ni en esta plaza ni a menos de cien metros de la entrada a la catedral.

“Por favor –se perifonea desde una patrulla policial–, a todo el personal que está en el parque se le pide que se retire, de manera atenta y pacíficamente”. La petición, que llega acompañada de una amenaza de intervención de la Unidad de Mantenimiento del Orden (UMO), no cae en gracia. “¡Que se vayan solo los areneros (simpatizantes del partido ARENA, fundado por Roberto d’Aubuisson, asesino intelectual de Monseñor Romero)!”, grita uno. “¡Saque solo a los bolos (borrachos)!”, apostilla otro. “¡Alto a la represión!”, grita un tercero.

El cuido de la seguridad del Premio Nóbel de la Paz lleva a cerrar por completo nueve cuadras del corazón de la ciudad, y un sinfín de arterias importantes. Monseñor Romero también estuvo nominado al Nóbel de la Paz; lo propuso el Parlamento británico a finales de 1978, y dicen que el propio Juan Pablo II movió hilos para que el premio terminara recayendo en la Madre Teresa de Calcuta y no en el obispo salvadoreño que coqueteaba con la Teología de la Liberación.

Sobre lo que no hay dudas es que Monseñor Romero nunca tuvo un equipo de seguridad ni asesores de comunicación. Amenazado de muerte en distintas ocasiones antes del magnicidio, en una ocasión, a inicios de septiembre de 1979, el Gobierno le ofreció un carro blindado. “Sería una antitestimonio pastoral andar yo muy seguro mientras mi pueblo está tan inseguro”, les respondió.

Pero eso, hoy y aquí, parece ser lo de menos.



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(Este relato es una versión de una crónica publicada el 22 de marzo de 2011 en www.elmundo.es)

domingo, 20 de marzo de 2011

Y Monseñor Romero siguió adelante

Aquella mañana el arzobispo de San Salvador, Monseñor Romero, y sus dos acompañantes llegaron con tiempo a la plaza de San Pedro y se mezclaron entre la multitud. Era 25 de junio de 1978, su último domingo en Roma antes de que los tres emprendieran viaje de regreso a El Salvador. No se habría perdonado dejar de rezar el Ángelus junto al papa Pablo VI, que cuatro días antes lo había recibido en una cálida audiencia privada. Cuando aún faltaban unos minutos para mediodía, el Papa se asomó al balcón y sorprendió a todos con unas sentidas palabras sobre Mauro Carassale, un niño de 11 años secuestrado dos meses atrás.

—Querido Mauro –dijo Pablo VI en italiano–, tú eres el símbolo, pequeño cordero, de la bondad inocente, y tu gesto se eleva como ejemplo para todos, invitando al heroísmo del sacrificio de sí en favor del hermano que sufre.

El caso de Mauro, un niño de un pequeño pueblo llamado Olbia, en la isla italiana de Cerdeña, había conmocionado al país entero. Cuando a finales de abril los secuestradores llegaron a la casa, se quisieron llevar al hermano mayor, Enrico, pero Mauro les hizo saber que él estaba enfermo y se ofreció a cambio.

—Nosotros invocamos a la Virgen –agregó el Papa–, la compasiva por sublime excelencia, para que venga desde el cielo en tu socorro y en el nuestro.

Monseñor Romero escuchó las palabras de Pablo VI con atención, las rumió en silencio, y concluyó que el mensaje iba de alguna manera dirigido a él. Fiel a su parquedad, no comentó nada a sus acompañantes: Arturo Rivera Damas, el obispo de Santiago de María; y Ricardo Urioste, el vicario general de la arquidiócesis.

—Era muy perspicaz, se fijaba en todo –responde Urioste cuando le pregunto tres décadas después por esta anécdota.

Cuando estuvo a solas, Monseñor Romero se desahogó ante la grabadora en la que registraba su diario. Narró con detalle lo ocurrido aquella mañana, y finalizó con un paralelismo entre su admirado Pablo VI –quien fallecería seis semanas después– y su labor como arzobispo de San Salvador: “Me llenó de satisfacción esta denuncia del Papa, porquemi modo de predicar coincide con este gesto de comprensión con el sufrimiento humano. Le doy gracias a Dios de encontrar aquí una nueva motivación para seguir adelante en mi trabajo pastoral”.

Y Monseñor Romero siguió adelante.
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(Esta escena forma parte de "Hablan de Monseñor Romero", un libro editado en San Salvador que recopila testimonios de personas muy allegadas al obispo mártir, y que será presentado el próximo 21 de marzo de 2011 en la cripta de Catedral metropolitana.)

domingo, 13 de marzo de 2011

Managua, ¡qué distinta sos!

Cuando la noche se apodera de Managua, el bochorno se retira por unas horas de la ciudad, y cede su espacio a la calor, mucho más llevadera; entonces, algunos vecinos de otras y de esta colonia, la residencial Bolonia, abren las puertas de sus casas de par en par, sacan sillas a la calle y se sientan a platicar, a hacer nada, a vivir.

jueves, 10 de marzo de 2011

¿El amigo de Christian Poveda?

Hasta hace unos minutos esta amplia habitación, la Sala 4-B del Centro Judicial Isidro Menéndez de San Salvador, estaba llena. Esposadas de pies y manos había nada menos que 31 personas procesadas por el llamado Caso Poveda, abierto por la Fiscalía con la idea de determinar quién, cómo y por qué fue asesinado el fotoperiodista y documentalista franco-español Christian Poveda el 2 de septiembre de 2009. Muchos recordarán el caso. Durante más de un año a caballo entre 2006 y 2007, Poveda se mimetizó con la clica de la pandilla Barrio 18 que operaba en el reparto La Campanera, en Soyapango. Las miles de horas de grabación -los pandilleros llegaron a conocerlo como el Amigo- cristalizaron en un documental llamado La vica loca. Desde su muerte, sin embargo, la principal hipótesis de las autoridades –Policía Nacional Civil y Fiscalía– fue que el Barrio 18 lo ejecutó por incumplimiento de algunos puntos pactados sobre el contenido y la distribución del documental, aunado a la sospecha de que se había convertido en informante de la Policía.

Decía que la Sala 4-B estaba llena: 31 procesados, una veintena de policías y custodios judiciales armados hasta los dientes, media docena de abogados defensores… Pero eso era hasta hace unos minutos, cuando sacaron a 30 de los procesados para tomar declaración a solas al más tatuado de todos los presentes. Es un tipo que en abril cumplirá 27 años, delgado, abajo del 1.70 de altura, ligeramente bizco y que cumple a cabalidad el estereotipo de pandillero, al punto que sería la delicia de los periodistas europeos o estadounidenses que con frecuencia llegan a El Salvador a pretender empaparse en una semana de un complejo fenómeno social como es el de las maras. Todo su cuerpo, que hoy cubre con unos jeans, una camisola deportiva desteñida y unos relucientes tenis Nike Cortez, es un lienzo. Tan solo en su rostro hay tatuajes que van desde un Game Over sobre sus párpados, a un gran 666 (tres números que suman 18) grabado en su frente, incluido el nombre de su pequeña hija en la oreja derecha. Lo suben al estrado y lo sientan delante del ejército de abogados defensores.

—Por favor, deme su nombre –le dice el juez.  
—Mi nombre es Nelson Lazo Rivera.  
—Para identificar a su persona, ¿tiene usted algún sobrenombre con el cual lo identifican o algún diminutivo de nombre?  
—Sí tengo un sobrenombre.
—Menciónelo.
—Casper.

Casper, dice. Quizá ahora también lo conozcan así, pero Lazo Rivera está en los archivos policiales con otros dos sobrenombres: Molleja y Fantasma. Se le atribuye ser el encargado de tribu para el amplio e influyente sector de Soyapango-Ilopango-Tonacatepeque, uno de los reductos donde el Barrio 18 tiene mayor presencia. Poveda y Lazo Rivera se conocían muy bien. Lo fotografió en un sinfín de ocasiones desde mucho antes de iniciar la filmación, pasaron tiempo juntos, y no resulta aventurado suponer que Lazo Rivera fue uno de los negociadores para que Poveda pudiera meter sus cámaras en La Campanera. Un detalle más: cuando lo asesinaron, el fotoperiodista tenía en su perfil de Facebook una foto del rostro de Lazo Rivera en el lugar en el que debería estar su propia fotografía.

Encarcelado desde mediados de 2008 y condenado por agrupaciones ilícitas a cinco años, la Policía primero y la Fiscalía después presentaron a Lazo Rivera como uno de los principales implicados en el crimen, lo llamaron incluso autor intelectual. Quizá por eso mi sorpresa ante el dócil interrogatorio que el fiscal está realizando ahora, transcurrido ya año y medio desde el asesinato destinados en teoría a fortalecer la acusación.

—Señor Lazo Rivera, ¿podría decirnos desde cuándo usted está detenido?
—No recuerdo.
—¿En qué año? –repregunta el fiscal.
—Tampoco recuerdo.
—Bueno, si usted no recuerda, ¿podría decirnos en qué centros penales ha estado usted recluido?
—¿Por cuál delito?
—Dígame, señor, entonces. La primera vez que estuvo detenido, ¿en qué penal fue?
—¡Objeción, señoría! –alza la voz el abogado defensor–. Está sugiriendo respuesta.
—No ha lugar. Continúe.

Quizá Hollywood nos haya jugado una mala pasada, y la espectacularidad y sonoridad de los alegatos en los juicios que recrean las películas vayan en contra de fiscales y jueces reales como estos, pero Lazo Rivera va a pasar casi 19 minutos en el estrado respondiendo preguntas sin relación aparente con el hecho juzgado.

—Aparte de hojalatero, ¿a qué otra actividad se ha dedicado? –pregunta el juez.
—Solamente.

En todo ese tiempo no se pronuncia ni una sola vez –ni una sola vez– el nombre de Christian Poveda, y no se plantea ni una sola pregunta directa sobre lo ocurrido el 2 de septiembre de 2009. Es más, el abogado defensor logra que la conversación derive hacia una revisión del caso por el que Lazo Rivera fue condenado en 2008.

—¿Cuál es en sí la petición que usted le hace al señor juez en esta audiencia? –pregunta el abogado a su defendido después de haber sugerido la revisión de la sentencia.
—¡Objeción, señoría! –acota el fiscal–, esa no es una pregunta para el imputado. Él tendrá su derecho en la última palabra.
—Ha lugar con la objeción, que el testigo manifieste eso en su oportunidad.
—No más preguntas, señoría –concluye la defensa.

Y así finaliza el interrogatorio. Sin más. Lazo Rivera ha estado expuesto durante casi 20 minutos al escrutinio del Estado salvadoreño, y el que en su día fue presentado como uno de los principales maquinadores del asesinato de Christian Poveda regresa a su asiento tranquilo, sonriente incluso. Mañana en la tarde se leerá el veredicto, y Lazo Rivera estará entre los 20 procesados a los que el juez absolverá. En 2013 será un hombre libre, quizá antes.

Fotografía: Roberto Valencia

miércoles, 9 de marzo de 2011

Monseñor Romero y los papas

La casita en la que Monseñor Romero vivió sus últimos años es hoy un pequeño museo que alberga muchas de las pocas pertenencias de su inquilino. Junto a la cama hay un archivero que cumple funciones de mesita de noche, y sobre el archivero, un pequeño retrato del papa Pablo VI. No deja de ser curioso verlo ahí si uno sabe que para cuando asesinaron a Monseñor Romero el papa Juan Pablo II iba camino de cumplir 18 meses de pontificado.

No es ningún secreto que Pablo VI y Juan Pablo II tuvieron actitudes radicalmente distintas hacia Monseñor Romero. A cada uno lo visitó en un par de ocasiones, y mientras en Pablo VI encontró apoyo y sosiego, de Juan Pablo II recibió cuestionamientos e incomprensión. Pablo VI lo animó cuando convirtió a los pobres en el motor de su línea pastoral. Juan Pablo II le dio la espalda cuando más amenazado estaba, y algunos incluso creen que desde el Vaticano se movieron los hilos para que en 1979 no le concedieran el Premio Nobel de la Paz. Es más, hay quien sostiene que Monseñor Romero no habría muerto en marzo de 1980 si Pablo VI hubiera vivido unos años más. Monseñor Orlando Cabrera, el actual obispo de Santiago de María, no ve descabellada esa opinión.

—¿Y en qué se basa usted para creer algo así? –pregunto.
—Porque Pablo VI lo hubiera ascendido. Él lo estimaba mucho y le dio mucho ánimo la primera vez que lo visitó, cuando fue a explicar lo de la misa única.

Quizá tenga razón. Quizá la muerte de Pablo VI evitó un cardenal Romero con una jubilación dorada en Roma. Quizá. Pero lo cierto es que Pablo VI falleció en agosto de 1978 y Juan Pablo II fue nombrado Papa en octubre. Que uno lo apoyó más y el otro lo apoyó menos. Y que cuando asesinaron a Monseñor Romero, en su habitación aún permanecía el retrato del Papa que más lo apoyó.

Fotografía: Roberto Valencia
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(Este relato forma parte de una de las semblanzas incluidas en el libro "Hablan sobre Monseñor Romero" que se publicará en marzo de 2011)

lunes, 7 de marzo de 2011

Casa mía

El asentamiento Nueva Verapaz es un panal gigante con 163 casitas levantadas sobre un terreno plano y polvoso. Seis meses atrás esto era un cañal y una molienda. Compraron, midieron, talaron, aplanaron y construyeron las viviendas temporales que, dicen, son el germen de una colonia. Se atisban algunos cambios, pero el asentamiento conserva aún un aire de maqueta, con todas las casas alineadas, todas blancas, todas impersonales. El agua la obtienen de cantareras y los sanitarios, las duchas y los lavaderos son públicos. Hoy, día de la inauguración, los baños de los hombres están adecentados, pero en mi visita anterior eran una pocilga. En Nueva Verapaz no hay energía eléctrica. Y entre los pasajes anchos, como si siempre hubieran estado ahí, deambulan chuchos, casi tantos como niños.

—¿Siendo las casas tan pequeñas no han limitado eso de tener perro?
—No, pero yo no tengo, sería una tortilla menos para mis hijos.

La de Mauricio es la Casa 3 del Polígono H. Salvo por los globos de colores con los que está adornada hoy, es igual que las demás. Ocho por seis metros cuadrados, paredes de fibrocemento, suelo de tierra, corredor y dos cuartos. Adentro se amontonan ocho personas y sus pertenencias: cuatro colchones, huacales y cumbos de plástico como casi todo aquí, una minicocina, dos tambos de gas, un osito de peluche, sillas y mesa, cajas con ropa, una hamaca azul enrollada en un polín, sacos con frijol, maíz y arroz donados… En realidad, todo es donado. Desde hoy también una lámpara azul de gasoil que Mauricio agradece como quien recibe una herencia. Se va a admirar la gente cuando la mire colgada, dice. Con 74 años, en una casa temporal sin luz ni agua domiciliar, Mauricio reflexiona en voz alta.

—Desde que nací, por decir algo, ando de posada. Nunca he tenido nada, y hoy me siento feliz porque vaya, yo no voy a lograr disfrutar todo esto, pero me voy a morir con el placer de que ya mis hijos van a tener algo.

Disfrutar todo esto, dice Mauricio.


Fotografía: Frederick Meza

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(Este es un fragmento de una crónica titulada Tres millones de mauricios, publicada el 7 de junio de 2010 en el periódico digital El Faro).

martes, 1 de marzo de 2011

Estrategias de venta (rotuladores)

Sube al bus seria, intercambia dos fugaces gestos con el motorista y, no sin pocas dificultades –es bajita y con evidente sobrepeso–, supera el torno. Cruzada en el pecho carga una pequeña mochila donde lleva lo que tratará de vender a los pocos usuarios que a esta hora, media mañana, viajan en esta unidad de la ruta 52.

Cuesta relacionar la palabra deporte con un cuerpo así, pero el look que trae es deportivo: pelo recogido, tenis, unos pantalones de pana negros y oscuros, y encima de todo un suéter naranja que apenas disimula la grasa acumulada y que se me antoja demasiado grueso para el calor que hace. Colgado en el pecho tiene un carné que la identifica como vendedora en esta ruta. Antes de pronunciar palabra alguna, saca de su mochila tres rotuladores y los coloca en su mano izquierda, aprisionados entre las bases de sus dedos. Es evidente que lleva algún tiempo en la venta de este producto.

—Vengo a decirles –se arranca– que quiero que conozcan un producto, el cual a usted le ayudará. Se trata de lo que es un Pilot, el cual sirve para rotular y marcar; remarca lo que es madera, láminas, plástico, vidrios o cidis, y le marca también lo que es el hierro. Lo tengo en lo que son dos anchuras diferentes: delgado y grueso, para hacer pequeñas rayas finas o hacerlas más grandes gruesas. Su precio nacional en toda librería es de 70 centavos de dólar, pero hoy en día se lo traigo a la palma de su mano a la mínima cantidad de un dólar.

La señora escruta con su mirada a los pasajeros que tiene más cerca, quizá con la esperanza de que alguno haya reparado en que el precio que está ofreciendo es más elevado. Sigue sin sonreír.

—No, señor y señora, por ese dólar yo no le voy a pasar a entregar lo que es solo un Pilot, sino que se le trae con una oferta en el cual yo voy a entregarles tres Pilot de lo que son los tres colores: azul, negro y rojo. Pero también le voy a pasar a entregar lo que es un marcador, un marcador el cual es muy útil para marcar cosas importantes: marcar párrafos, marcar temas o marcar textos bíblicos u otra actividad. Su precio a cancelar en toda librería es de un dólar. Pero también le voy a pasar a entregar lo que es una cuchilla, el cual es muy útil para cortar cartón, cartulina, durapax o abrir una caja.

La señora, con sus dos manos al aire y cargadas ya con tres Pilot, un marcador rosa fosforescente y un cutter ancho y amarillo, toma aire para la que parece que será su última embestida. Sigue sin sonreír.

—Por un dólar se lleva lo que son los cinco productos: los tres Pilot, el marcador y la cuchilla. Ahora pasaré por cada uno de sus asientos. Por su atención prestada, gracias. Que Dios les bendiga a todos y que tengan un buen día. Muchas gracias.

Y la señora comienza a mover su cuerpo orondo por el pasillo del autobús; mientras camina despacio, va repitiendo la misma cantinela, casi cantada: “Por un dólar se lleva la oferta de cinco productos, por un dólar se lleva la oferta de cinco productos, por un dólar…” Cuando llega al final, el bus está detenido y la puerta abierta; se baja sin siquiera voltearse, triste quizá porque su ensayado discurso le fallara una vez más.


Fotografía: Roberto Valencia
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