Dicen que conocer el pasado ayuda a entender el presente. ¿Puede entonces comprenderse el sistema penitenciario que en la actualidad tenemos en El Salvador viendo el que teníamos hace dos décadas? Crónicas guanacas tuvo acceso a varias cartas manuscritas por un salvadoreño anónimo llamado Rosemberg, preso en el penal de San Francisco Gotera en los últimos compases de la guerra civil (1989-1990). Son tan expresivas y están tan bien escritas que se publican íntegras, con la edición mínima.
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San Francisco Gotera, el Pocilgo de Morazán
Gotera es un centro penal donde reinan la miseria y las injusticias por parte de sus regidores. Está ubicado en el pueblo de San Francisco, a unos 190 km. de la ciudad de San Salvador. Está rodeado por un pequeño río, el cual abastece de su agua a muchos compañeros reclusos. En dicho lugar, a su costado, se encuentra el reconocido cerro “Cirimba”, el medio de atracción para muchos compañeros jóvenes que se encuentran privados de su libertad. Muchas familias tienen que madrugar para poder ir a visitar a sus seres queridos que se encuentran sepultados vivos en ese Pocilgo, donde para poder sobrevivir has de hacer uso de la Razón, para no ser azotado como todo un animal.
Gotera
Está compuesto de cuatro recintos denominados 1º, 2º, 3º y 4º. En el primero se encuentran ubicadas personas aledañas a Morazán. El 2º recinto es una celda donde se supone tienen a todos los compañeros de mala reputación. El tercer recinto, al igual que el 2º, suelen tener a compañeros también de mala reputación, o sea, trasladados de los diferentes centros penales de la República. Y el 4º recinto es para tener únicamente a todos aquellos que se encuentran purgando grandes condenas. Allí, en el 4º recinto, está ubicada la celda de castigo conocida vulgarmente como el Sopé, un lugar espantoso donde encierran a muchos compañeros obligados a purgar castigos impuestos por el señor Granadeño. ¡Hasta diez meses o tres años! Algo infrahumano. No hay un tiempo estipulado.
1º 1989
―Hey, carnal, ahí te dejé el encargo en el maletín. Ya sabes, ¿verdad?
Me dijo el Verde, un elemento de dicho cuerpo de dicha institución [la Guardia Nacional].
―Tené cuidado, vos sabés lo mejor…
―No sé a qué te refieres –le respondí.
―Ya te dije.
Al día siguiente, a eso de las 6:15 a.m., me habían tendido una emboscada. Qué sorpresa.
―Oye, joven Rosemberg, queremos hablar con vos. ¿Qué te pasa? ¿Estás jugando con nosotros o qué?
―No sé de qué me hablan –susurré.
―No te hagás –me dijo el guardia–, en tu puesto acabamos de encontrar un cargamento de marihuana. ¿Quién te la pasó? Ahora nos vas a decir todo lo que sabes, y, si no, ya vamos a platicar con los Derechos Humanos.
Así le decían a una manila gruesa de color rosado que utilizaban para colgarlo a uno y luego golpearlo hasta caer moribundo.
Después de una fuerte paliza, fui conducido por los verdugos de ese lugar hacia el Sopé. Empezaron a correr los días. Después se hicieron semanas. Luego fueron meses. Hasta que se convirtieron en años en dicho castigo. Todo era defectuoso. No había un alma que se dignara a entregarnos un poco de agua. Qué miseria. Parecía que a todos se los hubiera tragado la tierra. Solo se oían el llorar de los grillos y el maullar de los gatos. Estábamos en plena ofensiva. No había qué comer. Ya casi era Navidad. Todo estaba desolado. No nos atendía pues el señor Granadeño. Lo único que sabía decir era: ya los voy a colgar, ¿para qué insisten? ¿Que no ven que aquí es Gotera? ¡Aquí es pija y verga! ¿Que no entienden? ¡Aquí o se calman o los calmamos, perras!
31 de diciembre de 1989
Estábamos en el fin de año, todo era silencio. Parecía todo en armonía. Era una mañana muy bella, cuando apareció Acevedo encabezando una escuadra de verdugos.
―¿Cómo están, chamacos? Dice mi comandante que les va a dar la despedida de fin de año, así es que empiecen a prepararse. Perros como ustedes no merecen vivir –murmuró el Guardia–, son una lacra para la sociedad. Mejor si hubieran muerto pequeños.
Eran casi las 2 de la tarde.
Nos dejaron con el alma destruida.
―Oye, Óscar –le dije a mi compañero–, qué despedida de año, ¿sabes? Hoy es el día que sin duda me van a matar a golpes. Te quiero pedir un favor: ahí te dejo la dirección de mi jefa. Si acaso ya no regreso, dile que la quiero mucho.
―No, compadre –dijo Óscar–. Tienes que seguir viviendo, me haces falta, no pienses así, me pones triste, ¿acaso no te das cuenta de que un día tenemos que salir de este Pocilgo? Tú eres muy útil. Quítate esas ideas, carnal. Estos verdugos tienen que pagar por todo lo que hacen por nosotros. Pídele a Dios que nos ayude.
Estábamos platicando cuando fuimos interrumpidos por una voz fuerte: “Hey, cabrones, qué bulla la que tienen, aquí no están en su casa”.
―Tú, muchacho, muévete –me dijo un verdugo–. Ven acá, necesitamos hablar con vos. Allá arriba, en la Guardia, te necesitan.
Y empezaron a golpearme hasta quebrarme de ambos brazos. Luego me condujeron a un cuartucho todo deteriorado, cuando apareció un señor gordo con unos ojotes color verde, cara redonda.
―¿Tú eres Rosemberg? Ja, ja, ja. Mica muchacho. Yo esperaba encontrarme con un gran hombronazo, pero mira nada más, no parecés lo que eres. ¿Qué, acaso tienes miedo? No te preocupes, yo soy el comandante de este centro, yo te voy a ayudar. Traigan los Derechos Humanos –susurró el señor–, denle su Navidad a este, ya saben cómo hacer.
Empezaron a colgarme y a golpearme hasta dejarme por muerto. Ya casi era medianoche. Me agarraron de los cabellos y empezaron a arrastrarme por todos los pasillos, hasta la puerta del Sopé.
―Púdrete en el infierno, perro maldito.
Óscar solo me observaba y me decía: “No desmayes, compadre, yo te voy a cuidar, ten paciencia”. Y así fue que recibí el año nuevo de 1990. Yo me lamentaba a solas con mi compañero y le contaba toda mi vida. Yo sentía que mi vida ya no tenía razón. ¿Para qué seguir viviendo en esta vida de perros que estoy afrontando? Preferiría mejor que me mataran de una vez, más cuando me miraba los brazos y la pierna izquierda, totalmente quebrantados. Me decía en silencio: malditos verdugos, tarde o temprano tienen que pagar las injusticias que cometen con todos nosotros. Pero aun así, el Todopoderoso no nos abandonaba, siempre puso a alguien en nuestro camino.
―Hey, muchachos –dijo Chentino, un señor bastante humanitario, también miembro de ese cuerpo–, sé que están resentidos, pero no conmigo, yo no les he hecho nada. ¿Saben? Cristo les ama. Confíen en él. Yo soy su amigo. No me miren con ojos de odio. No tengo nada que ver con lo que les han hecho. Yo les quiero ayudar. Permítanme darles la mano. Soy cristiano.
1 de enero de 1990
Empezábamos un nuevo año. Todo era lágrimas y llanto, pues entre nosotros reinaba la intranquilidad, la zozobra, pues las únicas amigas que teníamos eran la angustia y la soledad. Pero, aún así, afrontando la dura realidad de la vida, siempre confiaba que había un Dios que nos podía ayudar.
En un rinconcito de la mentada celda de castigo se encontraban las siluetas de dos hombres, a los cuales la vida les había tratado muy duro. Allí, en esa esquina del Sopé solíamos derramar nuestras lágrimas. Allí se encerraban nuestras tristezas. Todo era amargura y dolor. Le pedíamos al Todopoderoso que nos ayudara, que nos sacara de ese infierno en el cual estábamos viviendo, pero nuestras oraciones no eran escuchadas. Había momentos en que me decepcionaba y me decía: Dios mío, ¿por qué me has abandonado? ¿Acaso no soy tu hijo? ¿Qué te he hecho yo, Dios mío, para que me des esta clase de vida? Sácame de aquí, yo te prometo cambiar mi forma de vida. Solo tú me puedes ayudar. Tócales el corazón a estos señores para que nos den otro trato, pero, aun así, mis oraciones no eran escuchadas.
Llegué al extremo de maldecir mi propia vida, pues yo anhelaba un milagro, pero todo era en vano. Empezaron a transcurrir los días, y todo seguía lo mismo, pues el trato para con nosotros eran más severo. Existían todas las discriminaciones del mundo que puedan existir, hasta que un día le dije:
―Oiga, comandante Granadeño, ¿acaso no tiene hijos usted? Piense en ellos, ¿no se pone a pensar que el día de mañana pueden afrontar la misma situación?
―Yo no soy el que los castigó, sino que la ley, bastardos.
24 de febrero de 1990
―Hey, muchacho, ¿cómo has amanecido?
―Bien –contesté.
―Dice mi comandante que te va a dar permiso para que vayás a comprar a la primera.
―Ah, sí, ¿no? Qué lástima…
―¿Por qué? –preguntó el guardia.
―Porque no tengo ni un centavo partido por la mitad.
―Eso no es problema, yo te daré para que compres lo que vos querrás.
―Sí, pero no tengo qué ir a hacer allá arriba –susurré.
Yo no tenía nada de confianza en esos verdugos, pues su palabra favorita era “pija y verga”, una frase bastante usual entre el personal de vigilancia de ese centro. Momentos después, fui conducido por los pasillos hacia la guardia de prevención, donde se encontraba situada la primera bartolina.
Fui llamado donde se encontraba el comandante de guardia, me rodearon un puñado de agentes, atándome de pies y manos. Decía el Negro Quintanilla: “Matemos a este perro y lo vamos a dejar al río”. De pronto, apareció un señor de aproximadamente 1.90 de estatura, tez blanca, cabello blanco, ojos verdes, bastante risueño.
―Óyeme, hijo –me dijo–, ¿cuál es tu problema?
―Ninguno –contesté.
Estuvo platicando con el comandante Rogel.
―Mire, Rosemberg, te he mandado a llamar para decirte que ya no vas a estar en el Sopé. Te vamos a pasar a una isla de la segunda bartolina, pues vos no podés vivir en ningún recinto. Los Migueleños no te aceptan en el recinto, y si te dejo allí, me podés ocasionar muchos estragos. Dice el Ruco que si te metemos en el recinto, te matarán.
―No hacen nada –contesté–. Esos son matamuertos, métanme allí, yo no tengo problemas.
El Ruco era el jefe de dicha banda (Los Migueleños). Era enormemente fuerte, parecía un Rambo salvadoreño, tenía bajo su voz y mando aproximadamente a unos 80 migueleños en el 1989, que integraban la banda más temida del centro penal de San Francisco Gotera, un lugar donde la vida no valía nada. La vida de mis compañeros llegó a tener el valor de un pantalón o de un par de zapatos, algo que no valía la pena. Era una vida de lloros y llantos.
Yo ya me encontraba en una de las islas de la segunda, donde reinaban todas las picardías que puedan existir. Era de imaginárselo. Todos los días llegaban Polillo, Pinico, Lágrima de karateca y otros secuaces del Ruco a tirarnos agua hirviendo. Eran los buenos días que nos daban a mí y a mis compañeros que se encontraban conmigo en la isla.
Me decían Germán y la Pescada: mirá, compa, cuando salgamos a bañarnos agarremos a unos tres cabrones de esa banda y les enseñamos a respetar la dignidad de los Varones. Ellos creen que nosotros les tenemos miedo, pero vos sabés, Rosemberg, que no es así. Estos majes son fuertes con la gente débil, pero no pierdo las esperanzas de verlos tragando su propia sangre. Recordá que estos sujetos tienen comprada e intimidada a la vigilancia. Meterse con estos es como que nos metamos con el comandante Granadeño, pues esta banda tenía la autorización de Granadeño de tener adentro del recinto navaja Okapi, cuchillos Stanley automáticos y zapateras. Ellos violaban a las visitas de mis compañeros trasladados y no les decían nada. Mataban a mis compañeros y nos les decían nada. No les hacían proceso a ninguno; lo que decían los inspectores Lolo y Neto era: ya era tiempo que mataran a este hijodeputa, ya muchas había hecho. Jajaja, se carcajeaba el inspector Neto cada vez que mataban a nuestros compañeros.
Abril 1990
Muy presentes tengo las palabras del señor inspector Neto: “Hey, Ruco, tomá, te voy a hacer un regalo”, y le tiró desde la terraza un yatagán de fusil G-3. Es para tu uso personal; ya sabes, ¿verdad? Tienes que terminar con todos los pícaros de San Salvador, y así sucedió. Al tercer día estaba dándole muerte al M.S. y al compañero Arturo, ambos jóvenes, con la misma arma que le había dado el inspector Neto. Decía el Ruco enfrente de los finados: “Bueno, mara, mi padre Satanás me ha pedido más almas, así que ya saben, ¿verdad? Aquí el que no corre vuela, y al que mucho vuela hay que cortarle las alas”. Era algo extremadamente horrible. No había ni un minuto de tranquilidad en ese lugar maldito. Había que dormir un rato con cada ojo, vivir para contarlo. Maldita la hora que vine a parar a este infierno, pues todos se preguntaban: ¿seré yo el próximo? Una vida de amargura.
Agosto, 21 1990
Era un día de visita, una mañana hermosa, cuando llegaba la esposa de un compañero, y a todos los integrantes de esa banda se les salían los ojos observando a la muchacha. No les bastó solamente observarla, sino que se acercó Lágrima con dos cuchillas en la mano.
―Hey, mirá, cabrón, hoy nos vas a prestar a tu mujer.
―No –decía nuestro compañero–, eso no; mejor mátenme.
―Sí –contestó Lágrima–, te vamos a matar, pero después de que te hagamos el amor a vos y a tu chava, ¿o crees que no?
Y a puras cuchilladas metieron a la muchacha y a nuestro compañero a los baños del tercer recinto, para hacerles el amor. A los regidores de esa institución solo les daba risa, no les decían nada porque les tenían miedo. Casos como este continuaban sucediendo muy a menudo.
Nosotros, los Trasladados, empezábamos a llenarnos de furia al ver la clase de atropellos que cometían la banda Migueleña contra nosotros. Entre nosotros solo albergaba la idea de hacerles pagar por todo lo que cometían, ya que ni el señor Granadeño, ni el señor juez de Segunda Instancia ni el señor director general de Centros Penales ni el señor ministro de Justicia… todos hacían caso omiso de todo lo que acontecía en el penal de San Francisco Gotera por parte de la denominada banda Migueleña. Todas sus acciones las dejaban al olvido. Podían matar, violar, robar, puyar, en fin, toda clase de maldades y nunca les decían nada. Más de dos docenas de compañeros trasladados perdieron la vida en manos de esa banda, y nunca dijeron nada. Quedó al olvido.
Septiembre, 24 1990
Era un día sábado. Todos los trasladados ya nos encontrábamos cansados de ver todas las injusticias que allí sucedían, cuando de repente llegó un traslado de aproximadamente 20 compañeros más, y fue llegando que empezaron los integrantes de esa banda.
“Bueno chamacos –dijo el Ruco–, aquí yo soy el encargado, y aquí se hace lo que yo digo; no quiero que anden poniendo audiencias ni que pongan papeles para enfermería. Tampoco quiero que anden en grupos de tres para arriba. Creo que entienden, ¿verdad? De no ser así, tienen que atenerse a los resultados que les puedan acontecer el día de mañana. Ah, otra cosa, yo no quiero que me anden poniendo quejas de que les he robado sus cosas, ya estamos suficientemente grandes para cuidar nuestras cosas. Si alguno de ustedes considera poder tener problemas con alguno de nosotros, es mejor que se aísle o que se vaya para otro recinto. No quiero verlos platicando con ningún cabrón de los que se encuentran aislados en esas islas. Eso les puede costar la vida. Después no vayan a decir que no les he dicho nada”
Los tenía amenazados, los tenía reprimidos, todos los compañeros se sentían sumamente cohibidos. El temor a esa banda los tenía a todos paralizados, pues era prohibido hasta platicar con nuestros amigos. Los murmullos entre nosotros eran más continuos. Tarde o temprano tendrán que responder por todo lo que han cometido. La pagarán con creces.
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Así concluyen las diez páginas manuscritas que llegaron a la Sala Negra de El Faro. De lo que le sucedió a Rosemberg solo supimos que tiempo después fue trasladado al penal de Apanteos, en Santa Ana. El conflicto que queda abierto, entre trasladados y lugareños (representados en esta ocasión por el Ruco y su temible banda Los Migueleños), tomó mucha más virulencia en la década de los 90, y aún hoy sigue coleando.
La situación en las cárceles salvadoreñas sigue siendo una bomba de tiempo, valga la frase manida. Y el papel del Estado en las cárceles, cuya función constitucional es rehabilitar a sus inquilinos, no ha hecho sino diluirse con el paso de los años.
Fotografía: Roberto Valencia |
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Estos relatos se publicaron por primera vez en tres entregas la sección Bitácora de Sala Negra de El Faro, en los días 1, 2 y 3 de octubre de 2012. Puede consultarlos pulsando aquí, aquí y aquí.
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