miércoles, 25 de noviembre de 2015

La PAES cuando se estudia entre mareros



A mediados de octubre pasé una mañana en el Complejo Educativo Cantón San Isidro, municipio de Panchimalco. Para los que vivimos en la capital, Panchimalco suena cercano, a pupusas domingueras, pero para llegar hasta el cantón San Isidro hay que bajar primero de los Planes de Renderos al pueblo, tomar una de las vías sin asfalto que desde el casco urbano se abren hacia el sur, y manejar otros 20 minutos, si la destartalada calle está de buenas.
En muchos aspectos, la escuela-instituto encarna el prototipo de centro educativo rural y público: para que el agua corra después de usar el baño dependen de las pipas, cuenta con reservas generosas del programa ‘Vaso de Leche’, los alumnos caminan uniformados desde caseríos y cantones cercanos, cuenta con una modesta sala de computación… Pero en San Isidro hay un factor que trastoca todo lo demás: está en una zona con fuerte presencia de pandillas, más de una.
—Yo trabajo acá desde hace 15 años, pero ni siquiera los compañeros saben dónde vivo. Es una forma de protegermos –dice Melvin Márquez, director desde hace dos años y docente durante más de una década.
La calle frente al centro educativo es la frontera: divide el caserío El Potrerito, dondecontrola la Mara Salvatrucha, de zonas como el cantón Las Crucitas, donde los placazos son del Barrio 18.
—Acá tenemos alumnos de las dos pandillas, pero jamás se van a los puños o se amenazan. Los podría poner a comer en la misma mesa, frente a frente, y no pasaría nada, quizá porque ellos mismos han hecho el pacto de no agredirse dentro de la escuela. Pero ya en noviembre y diciembre que no hay clases…
No suena muy aventurado suponer que el supuesto pacto al interior del centro educativo se deba a la continua presencia de la Policía Nacional Civil. Desde que en 2011 Panchimalco se convirtió en un habitual en los ránking de municipios más violentos de El Salvador, el Ministerio de Seguridad quiso tomar cartas en el asunto y, entre otras medidas, instaló fuera de la escuela-instituto un puesto fijo –uno de esos remolques pintados de azul y blanco– con uniformados armados para la guerra; la presencia de agentes es 24/7.
—Cuando inicia el año escolar, el día que presentamos la planta de docentes, se presenta también a los agentes –dice el director Márquez.
Todo parece indicar que en 2015 la cifra de asesinatos en Panchimalco será la más alta desde que se lleva un conteo confiable: arriba de 90 homicidios en un municipio que ronda los 47,000 habitantes, con el agravante de que la violencia castiga más las áreas rurales, como el cantón San Isidro, donde pandilleros de una y de la otra, fuerzas de seguridad y grupos de exterminio paraestatales están en plena temporada de gatillo fácil.
¿Cómo estudiar así? ¿Cómo superarse? ¿Qué es de aquellos jóvenes que son víctimas de todos los grupos que han optado por las armas? La violencia está marcando a fuego toda una generación en amplias zonas del país, aunque en los platós de televisión y en los despachos de los burócratas apenas se hable del tema.
En el Complejo Educativo Cantón San Isidro, la matrícula cayó de 936 alumnos en 2014 a 858 en 2015. Desplazamientos forzados, migración, la pandilla como un atractivo mayor… El segundo año de bachillerato, el más afectado por el fenómeno de las maras por razones obvias, renunció este año a tener dos grupos, por la significativa reducción en la matriculación que el director Márquez relaciona sin matices con la violencia.
Pero, ¿y los que pese a todo quieren superarse? ¿Qué futuro espera a la treintena de estudiantes de la San Isidro que, con obstáculos inimaginables para quien forma parte de la mitad privilegiada de la sociedad, se han convertido en bachilleres e hicieron la famosa PAES, la Prueba de Aprendizaje y Aptitudes para Egresados de Educación Media? Incluso sin las pandillas, saltar a cualquier universidad desde zonas empobrecidas es casi un imposible, reservado para el ramillete con notas impresionantes, y con una familia en una situación lo suficientemente desahogada como para mantener a un hijo universitario. La violencia ha vuelto más compleja la ecuación, y hoy en día jóvenes de El Potrerito no podrían cursar estudios superiores, ni aunque obtuvieran alguna de esas becas que universidades y oenegés elitistas reservan para captar a los más brillantes. ¿Por qué? Para llegar a la capital hay que pasar por territorio dieciochero, y uno de los códigos de la pandilla, acentuado desde que terminó la Tregua, dice que la mera pertenencia a un cantón o colonia controlada por la pandilla rival te convierte en enemigo.
En estos días, con la PAES fresca, raro es encender el televisor y no hallar en los programas de entrevistas a encorbatados y perfumadas pontificar sobre los resultados. Hablan sobre la diferencia entre la educación pública y privada, sobre los datos dispares de tal y cual departamentos, sobre centros rurales versus centros urbanos, sobre estudiantes de uno y otro género… pero apenas se dice nada sobre un elemento que desde hace al menos un lustro, a mi juicio, está convulsionando la calidad educativa en El Salvador: que el instituto esté o no en una zona controlada por pandillas.
—La batalla no está perdida –dice optimista el director Márquez–. Se está haciendo mucho, pero hasta donde nosotros alcanzamos. Si alguien nos tendiera la mano...

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