Decía que la última vez que visité La Campanera los pandilleros habían borrado los placazos. Y no es poca cosa. En los últimos tres años he visitado esa colonia con relativa frecuencia (publiqué una crónica titulada Vivir en La Campanera), y ni siquiera durante la fase más agresiva de su militarización –en la primera mitad de 2010– las paredes estuvieron libres de las pintadas que explicitan la territorialidad. Ni el Ejército se atrevía a tocar esos grafitos. Los seguramente escasísimos lectores de El Faro que viven en lo que cariñosamente me gusta llamar el bajomundo bien sabrán lo que los placazos significan para una pandilla y lo que supone borrarlos.
Le tregua y el consecuente proceso de paz han permitido estos cambios en apariencia mínimos, pero, para valorarlos en su justa medida, hay que ponerse en el pellejo de quienes conviven día a día con los pandilleros allá abajo, en las comunidades empobrecidas.
Casi siempre quienes opinamos-valoramos-pontificamos sobre los beneficios o no del proceso somos personas alejadas del problema. Resulta fácil y superficial desahogarse frente una computadora en un despacho aireacondicionado o en un plató de televisión, citar a gurús extranjeros o hacer estériles paralelismos con las mafias rusa o siciliana, sin siquiera intentar acercarse con humildad al bajomundo y preguntar a quienes más y mejor conocen el problema. Esto aplica tanto para el docto columnista del poderoso diario de tirada nacional, como para el que anónimo comentarista en Facebook o Twitter desde su residencial amurallada.
No me malinterpreten. No doy a los placazos borrados de La Campanera más importancia de la que tienen. Es algo aislado que no sirve para sacar conclusiones sobre un fenómeno tan complejo como el de las pandillas. De hecho, en las colonias aledañas, controladas también por el Barrio 18, no se ha replicado la iniciativa. En el otro lado de la balanza, en las últimas semanas he visitado también un cantón ignoto situado en el departamento de Cuscatlán en el que la Mara Salvatrucha-13 ha aprovechado la tregua para instalar una clica, y con ella, la estructura de terror que implantan allá donde llegan. Sacar conclusiones sonoras de la primera anécdota sería tan torpe como extraerlas de la segunda.
¿La tregua ha beneficiado allá abajo, donde más se sufre a los pandilleros? En las últimas semanas he tratado de ensayar una respuesta, pero no de boca de comisionados, funcionarios o analistas del altomundo salvadoreño, sino de boca de líderes comunales o de simples residentes de comunidades afectadas en distintos puntos del país. Mi libreta ha quedado salpicada de apuntes y valoraciones que ahora trato de resumir:
1) Desde el 8 de marzo –día en el que el Gobierno de Mauricio Funes sacó del penal de máxima seguridad a los líderes de las dos pandillas, y con ello se activó la tregua– hay menos muertos y menos desaparecidos. Y sí, al atenuarse la guerra entre las pandillas, los propios pandilleros son los que menos bajas están teniendo, pero también han dejado de morir policías (y sus familiares), soldados (y sus familiares), cobradores y motoristas de buses y microbuses (y sus familiares), custodios (y sus familiares)…
2) Que mueran menos pandilleros ha supuesto que se hayan reducido las incorporaciones a la pandilla, y hay que tener en cuenta que en muchos casos el brinco no era algo voluntario, sino forzado. Con la tregua menos niños-jóvenes se están convirtiendo en pandilleros activos. Hay menos reclutamiento.
3) La estructura de terror de las pandillas se mantiene vigorosa en las comunidades que controlan. La renta se sigue cobrando a todos los niveles, y hasta se han refinado los métodos. Un líder comunal de Soyapango me lo ilustró diciéndome que, tras la tregua, las formas de pago “se han tecnificado”. Se refería, por ejemplo, a que ahora piden a los extorsionados que dejen el dinero en algún lugar, para evitar que el pandillero tenga que ir al negocio y exponerse.
4) La presión de la Policía y de la Fuerza Armada, en general, se ha atenuado, y los pandilleros se mueven con mayor libertad. Como consecuencia, hay menos roces, menos choques, menos cacheos, menos carreras, menos balazos… en definitiva, hay menos tensión en el ambiente, y esto beneficia a todos los residentes. Antes, cualquier joven de estas colonias estaba expuesto a golpizas de los policías y soldados, fuera o no pandillero, y esos abusos se han calmado.
¿Que si la tregua ha traído beneficios para los cientos de miles de salvadoreños que son bajomundo? Sigue habiendo muertos –aunque menos–, y sigue habiendo extorsiones y abusos, pero cambios positivos también ha habido. La misma botella unos la verán medio vacía, y otros, medio llena. Pero creo que a todos nos conviene salir de nuestras burbujas, analizar con honestidad la oportunidad que se ha abierto, cuestionar la inadmisible pasividad del Gobierno en temas clave como la prevención y la rehabilitación, y hacer un esfuerzo por conocer de primera mano cómo se vive en ese bajomundo, que es la verdadera esencia de El Salvador.
(Soyapango, San Salvador, El Salvador. Septiembre de 2012)
Fotografía: Roberto Valencia |
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(Este relato fue publicado el 19 de septiembre de 2012 en la sección Bitácora del proyecto de cobertura periodística de la violencia Sala Negra, de elfaro.net)
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