Los cambios profundos son los más sencillos de explicar, por ser los que están ya bien instalados en la conciencia colectiva. Pero son las pequeñas modificaciones en el diario vivir las que mejor ilustran la aventura inigualable de la paternidad.
Me explico: uno aprende que el cuchillo o las tijeras no se pueden dejar ya en el borde de la mesa; a uno se le eternizan los viajes laborales al extranjero; uno pasa tiempo en los pasillos del supermercado que antes eran como si no existieran; uno se reencuentra con los clásicos de Disney y es capaz de ver cuatro episodios de Dora la Exploradora consecutivos; uno vuelve a agarrar el gustito a los días de piscina para satisfacerla; uno que tuvo la desgracia de nacer con dos pies izquierdos vuelve a echarle ganas al baile para seguirla; uno se pregunta una y mil veces por qué uno no se acuerda de nada de lo que vivió a los 2 años cuando ella recuerda a la perfección lo que hizo seis u ocho meses atrás; uno resucita al dibujante y al docente que lleva adentro; uno, en definitiva, se redescubre a sí mismo y comprueba que todo lo que años atrás parecía el único combustible de la vida –las fiestas, los amigotes, el Flor de Caña, las escapadas mochileras a Guatemala en Semana Santa o en las agostinas…– pasa a ser algo secundario, prescindible incluso. Y algo tan sencillo como mirar una nube junto a su hija tiene el potencial de convertirse en un momento inolvidable.
Gracias, Alejandra, porque hoy se cumplen dos años, ocho meses y cinco días desde que te chineé por primer vez. Una fecha que ameritaba ser recordada.
Fotografía: Roberto Valencia |
Supongo que hasta que no se es padre uno no valora determinados momentos de la vida como los que comentas. Yo puedo decir que las fiestas con los amigotes a golpe de guisqui barato en algún parque secreto pasaron a mejor vida y he convertido en momentos inolvidables situaciones que antes apenas valoraba como leer un buen libro o hacer senderismo con mi hermano. Y todo ello sin ser padre...
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