La primera ocasión que hablamos fue el 24 de marzo de 2008. Sobrino entonces ni siquiera sabía que alguien llevaba tiempo siguiéndolo para este perfil. Aquella resultó una conversación imprevista, fugaz, recelosa y a tres bandas. El tercer interlocutor era Leonardo Boff, teólogo brasileño que se encontraba de visita en el país y me había aceptado una entrevista. Él es otro referente mundial de la Teología de la Liberación, la doctrina que la jerarquía católica en general, y Ratzinger en particular, se empeñó en liquidar. Boff, franciscano hasta entonces, terminó colgando los hábitos.
Aquella mañana de marzo, aniversario del asesinato de Monseñor Romero, entrevistado y entrevistador estábamos sentados en unos sofás que hay en el hall del Hotel Beverly Hills, en Antiguo Cuscatlán. Boff me contaba el mal que el neoliberalismo hace al mundo.
—¿No bastaría con hacer reformas al sistema? –pregunté. —Si limamos los dientes del lobo, ¿desaparecerá su voracidad? No, porque el lobo es voraz por sí mismo. Lo mismo ocurre con el sistema neoliberal, que es malo para la humanidad, porque excluye a casi dos tercios del mundo...
Un taxi se paró en ese momento frente a la entrada del hotel. De él bajó Sobrino. El rencuentro lo habían fijado para después de la entrevista, pero Sobrino, fiel a sí mismo, se adelantó. Cruzó la puerta de vidrio con un portafolios de cuero marrón bajo el brazo, se acercó despacio, casi arrastrando los pies. Vestía sencillo: pantalón, una chaqueta sobre la camisa y zapatos negros. Apenas lo reconoció, Boff se levantó y salió a su encuentro.
—¡Caro Leonardo! ¡Caro Leonardo!
Los dos tienen la misma edad, estudiaron en Alemania e intimaron cuando en los ochenta participaron en un proyecto que pretendía sistematizar en 50 tomos toda la Teología de la Liberación. La iniciativa no se pudo finalizar por las trabas que puso el Vaticano. Pero además les une un vínculo especial. Cuando en la madrugada del 16 de noviembre de 1989 ocurrió la masacre de seis jesuitas en la Universidad Centroamericana (UCA) a manos del Ejército salvadoreño, Sobrino estaba fuera del país. Eso le salvó. La orden que tenían los militares era no dejar testigos. Uno de los cadáveres, el del padre Juan Ramón Moreno, apareció en la habitación de Sobrino. Pero él estaba en Tailandia. Lo habían invitado para impartir un curso sobre Cristología en inglés, la lengua de lo que él llama el imperio. Ese curso lo iba a dar Boff, pero tuvo que rechazarlo. “En la invitación pedían inglés, yo no lo podía bien, y les dije a los organizadores que invitaran a Jon Sobrino, que acababa de escribir un libro muy bueno”.
El rencuentro entre los dos teólogos fue cordial. Sonrisas y abrazo. Intercambiaron unas pocas palabras inaudibles.
—Te veo, te veo, te veo –elevó el tono Sobrino, mirando con descaro la panza de Boff– Los ojos, eso no has cambiado. La vivacidad... y estás aquí.
—Termino aquí –dijo, señalándome–, porque quiero hablar mucho contigo, Jon... Ah, Jon, este periodista me ha dicho que va a tu misa.
—¿Perdón?
—Que él va a tu misa.
—Yo llego a la iglesia de El Carmen, padre –no era el plan original, pero tuve que intervenir.
—Ah, no me digas.
—Ayer llegué.
—¿Ayer a las 11?
Su misa había sido a las 8 de la mañana, y supuse que me estaba probando. Meses después quise saber si la suposición era acertada, pero me dijo que no recordaba haberme visto nunca. Su memoria en verdad es mala para rostros y nombres. Hablamos un poco más, apenas un par de minutos. Sobrino se retiró para poder concluir la entrevista: “Sigan, sigan...”
—¿Mucho tiempo sin verse? –pregunté a Boff.
—Sí, muchos años, más de 10.
Fotografía: Víctor Peña |
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(Este relato forma parte del perfil sobre Jon Sobrino publicado en Séptimo Sentido, la revista dominical del diario salvadoreño La Prensa Gráfica, y en Revista C, la revista del diario argentino Crítica)
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