El bus va medio vacío, lo habitual un lunes a las nueve y cuarto de la mañana. Yo lo he abordado hace un par de paradas, en la que está frente al mercado
de las pulgas del bulevar de Los Héroes, y me he sentado en la parte trasera, cerca de la salida. Una manía que tiene razón de ser: cuando una de estas
unidades va llena, se hacinan ochenta o noventa personas. Más de una vez tuve que resignarme y renunciar a bajar donde me correspondía porque una
infranqueable muralla humana me separaba de la puerta de salida. Pero ahora, reitero, el bus va medio vacío, nadie parado en el pasillo. Al llegar a la
parada de Metrocentro, la ubicada frente al Intercontinental, suben primero dosquetrés personas que pagan el pasaje y rápido ocupan un asiento;
luego, el último, y después de rogarle al conductor, el Niño se arrastra pecho al suelo bajo el torno, con la maestría de quien lo ha hecho cientos de
veces.
Decía que el Niño acaba de subir en la parada de Metrocentro. En principio, esto no es nada extraño en Centroamérica. Cuando se pasa media hora dentro de un bus, lo raro es que no irrumpa un vendedor de caramelos-chocolatinas-agua-bolígrafos-y/o-llaveros, o un payaso triste, o un predicador-guitarrista-cantante pedigüeño, o un enfermo terminal, o un recién excarcelado o un ladrón con una .38 en la cintura. En este viejo Bluebird de la Ruta 44 ha subido el Niño.
Tendrá unos 12 años. Su piel está requemada por el sol del Trópico. Viste sucio: una camisola verde militar y chores negros, y calza de esos zapatos playeros de plástico agujereados que tan de moda se han puesto en los últimos años. Pero lo que más singulariza al Niño es su mirada perdida, infiero que por el efecto de tanta pega olida. El Niño tiene la mirada de haber sido ya derrotado por la vida. Después de haberse arrastrado bajo el torno, ha recorrido el pasillo y ha querido entregar un papelito a cada pasajero. La mayoría ni siquiera se lo ha aceptado. Ni siquiera se ha atrevido a mirarlo.
En el papelito, este texto: “POR ESTE MEDIO LES QUIERO SOLICITAR SU COLABORACIÓN PARA COMPRAR ALIMENTOS PARA MI FAMILIA. PUES SOMO DE ESCASOS RECURSOS.
¡!MUCHAS GRACIAS!!”
El Niño se baja antes de llegar al Monumento al Hermano Lejano, en una parada que hay poco después de la residencial Brisas de San Francisco. Yo aguanto un par de paradas más, hasta el Árbol de la Paz. Al bajar, pulso el botón REC de la grabadora digital que intento llevar siempre encima, y todo lo que acabo de ver termina convertido en un archivo de audio.
Pasará casi medio año hasta que lo escuche. Lo haré en la biblioteca pública del barrio de Zaramaga, en Vitoria-Gasteiz, en la opulenta Europa. Allá, en el
primermundismo, parecen no percatarse entre tanto autofustigamiento impostado, pero los niños de 12 años todavía juegan.
Fotografía Roberto Valencia |
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(Este texto se publicó primero el 31 de octubre de 2013 en Bajomundo, mi blog de la revista Frontera D, bajo el título "El Niño sucio, la sucia sociedad")
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