En los últimos meses, cuatro o cinco veces me ha tocado ya recluirme solo en Villahán, un pueblito diminuto e ignoto de las anchuras castellanas. Aquí nacieron mi madre, mi abuela, mi bisabuelo... Aquí me encuentro ahora. Si un día entresemana de diciembre o enero, invierno boreal, fuera casa por casa y contara cuánta gente hay, creo que no llegaría hasta sesenta. El pueblito agoniza, como tantos y tantos en los campos infinitos de Castilla, pero la tranquilidad de la agonía no tiene precio cuando lo que se busca es eso: un remanso en el que poder escribir sin tanta interferencia, sin internet.
Mi hija Alejandra cumplirá cuatro en enero, y su hermana Amerika nació hace tres semanas, pero llevo tres días alejado de ellas y de su madre, recluido solo en Villahán. Hoy es 26 de noviembre, un martes de vientos malditos y de temperaturas en torno a cero, gelidez apenas amortiguada por un estufa de butano marca Agni, quizá más vieja que yo. La mesa de madera, recia, está llena de papeles-carpetas-apuntes-guiones-dibujossalvatruchos. Hay también una vieja laptop Toshiba que compré en El Salvador hace casi un lustro y que no funciona si no está conectada a una toma y a un teclado. Está el teleobjetivo de mi cámara de fotos. Un vaso vacío. La funda de los lentes. Y en una esquina de la mesa, algo que cada vez que lo veo me saca una sonrisa. Es el autorretrato que Alejandra me regaló el sábado, cuando nos despedíamos. Lo miro y siento que me mira, que esa mirada me sigue cuando me levanto. Tan ella, sonriente y vital. Ayuda tanto.
Foto Roberto Valencia |
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