La comunidad Montecristo, sin embargo, sí es una comunidad, si como comunidad se entiende a un conjunto de personas que vive en un mismo lugar y bajo unas mismas normas. Son 37 familias, unas 120 personas. En su día se taló mucho, y hay espacio. Las casas están separadas unas de otras, y si hubiera que llamar plaza a algo, sería a la explanada situada frente al embarcadero principal.
En esa plaza, lo que se ve cuando uno desembarca son gallinas que pasean libremente, troncos apilados en el suelo, unos pocos árboles -vivos- que dan una agradecida sombra, casas de bloque y casas de madera, niños, mujeres, perros, hombres, redes para la pesca, hamacas, un pozo, una letrina pública, una vaca tan delgada que se le pueden contar las costillas y un suelo reseco y polvoso en el que se quedan marcadas las huellas de las patas de las gallinas.
Completan el cuadro la Tintorera I, la Sulmita II, las Conchas II y Brasil. Son lanchas, las que no habían salido a faenar. Casi todos se dedican a la pesca artesanal, pero en los espacios usurpados al manglar se cultiva maíz, pipián, ayote y hay una incipiente apuesta por el marañón.
En Montecristo, digan lo que digan las compañías telefónicas en sus campañas publicitarias, no hay señal de celular.
Fotografía: Roberto Valencia |
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(Este es un fragmento de un reportaje titulado "Mucho que decir sobre los punches", publicado el 24 de febrero de 2008 en Enfoques, la extinta revista dominical de La Prensa Gráfica)
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