Algo terrible ha ocurrido.
Hasta hace apenas unas semanas todo eran sonrisas y arrumacos entre los dos, pero ahora no. La relación de Alejandra con el indígena es de desconfianza, hasta de miedo me atrevería a decir. Él fue su primer amigo fuera de su círculo familiar. Los vi juntos docenas de veces, casi siempre en el pasillo de la casa. Él, hierático y meditabundo, de eterno gesto serio. Ella, todo lo contrario: sonriente y siempre dispuesta a acariciarle su prominente nariz.
—Mirá quién está ahí: tu amiguito –le decía yo a Alejandra cuando pasábamos junto a él, y ella estiraba risueña su brazo para poder sentirlo.
Pero ahora no. Desde hace unos días lo mira con recelo y ni siquiera quiere tocarlo. El brazo se le encoge cuando lo tiene cerca y rara es la vez que no le gira la cabeza. Pasó sin más, me consta, al menos sin que él hiciera nada que a mis ojos pudiera resultar ofensivo. Y temo que no haya marcha atrás. Alejandra aún no ha cumplido los 13 meses de vida, pero suena ya a cosa del pasado su amistad con el indígena con dos quetzales por penacho que cuelga de la pared.
Fotografía: Roberto Valencia |
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