martes, 19 de octubre de 2010

Tenis manchados de sangre

Chinautla (Guatemala), julio de 2009. El taxi ya salió de Ciudad de Guatemala y se acerca a la colonia Tierra Nueva, un populoso y estigmatizado asentamiento compuesto por cientos de casas unifamiliares de bloque, sin parques, casi sin árboles.

—Poné buena música, jefe, que vamos a Tierra Nueva –dice el pandillero que ocupa el asiento de copiloto, al que llamaremos Snayder–. Quizá sea nuestra última canción.

Son varios días juntos ya por un reportaje, y hay cierto grado de confianza. Lo de la última canción lo dice como si fuera chiste, pero él sabe mejor que nadie que Tierra Nueva es una zona con fuerte presencia de maras. Snayder tiene ahora casi 40 años y es lo que se llama un pandillero calmado. Se integró en el Barrio 18 a principios de la década de los 90, en los inicios, cuando la política de deportaciones masivas implementada por el Gobierno estadounidense sembró el fenómeno de las maras en Centroamérica. Le entregó mucho al Barrio, demasiado, por eso no hubo mayores inconvenientes cuando quiso salirse para formar una familia. En el cuello carga una cadena de oro con un fusil de asalto AR-15 a escala. Cualquier pandillero de cualquier país que viera ese colgante sabría qué significa: respeto hacia su portador.

Lo que se sembró hace dos décadas germinó, creció y hoy es un cáncer que carcome desde adentro las sociedades centroamericanas. Los mareros ahora asesinan, descuartizan, torturan, extorsionan y violan de forma sistemática. La violencia desde siempre fue un elemento sine qua non en las pandillas, pero hace cinco años la violencia era menos; y hace diez, menos aún que hace cinco. Al menos en Centroamérica se están perdiendo los códigos, el conjunto de reglas de comportamiento no escritas. Saber qué significa el AR-15 de Snayder es un código, como también lo es no fumar crack o saber que no hay que emborracharse sin permiso. En el submundo de las pandillas, la vestimenta también está regida por códigos: se evita el color rojo, se prefiere la ropa amplia, y siempre debe estar limpia y planchada. La cachucha es un elemento importantísimo, pero más aún lo son los tenis. Pero no cualquiera. Entre toda la oferta, el modelo más apreciado son las Nike Cortez.

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Penal de Izalco (El Salvador), abril de 2010. En el grupo de siete pandilleros que están sentados alrededor de esta mesa hay bajos y altos, flacos y menos flacos, tatuados y sin tatuajes visibles, rapados y engominados… Pero todos tienen tres cosas en común: son jóvenes, visten el uniforme amarillo chillón de reo y llevan tenis de marca tan nuevos que parece que hoy los estrenaron. Casi todos son Nike Cortez.

Los tenis son señal de estatus al interior de la pandilla, por eso la pandilla entrega buenos tenis a los pandilleros más entregados. No es la única función que cumplen. Cuando se arruinan, los tenis se tiran a los cables del tendido eléctrico que atraviesan las colonias, y así se marca el territorio, igual que un graffiti.

Lo de colgar el calzado viejo no lo inventaron las maras ni mucho menos, pero lo han hecho suyo. Se apoderaron de lo que en principio no era más que un mínimo acto de rebeldía juvenil igual que se adueñaron de la palabra mara, que en El Salvador de hace 15 años se usaba para referirse al grupo de amigos, y hoy es sinónimo de grupo de delincuentes.

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La escuela de la Tierra Nueva ni siquiera lleva el nombre de nadie, se llama simplemente Escuela Oficial Urbana Mixta Nº 931. Hacia allá voy ahora con Snayder por una calle polvorienta por el que también caminan niños uniformados –camisa blanca, pantalón o falda azul marino– cargados con libros y mochilas. Es cerca de la 1 de la tarde. Snayder mira inquieto a uno y otro lado. Le pregunto si pasa algo. Con la mirada me señala hacia arriba. De un cable eléctrico que atraviesa la calle cuelgan dos pares de tenis viejos y ennegrecidos.

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Después de pasar el día en el penal de Izalco le pregunto a uno del grupo de siete pandilleros la duda que me ha rondado la cabeza.

—Esos tenis tan nuevos, ¿quién te los trae?
—La familia, vos sabés –evade el tema. Las interioridades de la pandilla no se hablan con extraños, es otro código.

En una interpretación muy generosa no me ha mentido. Para un amplio pero indeterminado porcentaje de pandilleros la pandilla es la familia –Por mi madre nací, por el Barrio moriré, dicen los dieciocheros–, con lazos mucho más fuertes que los que jamás tuvieron con su familia biológica. Al pandillero preso la pandilla lo cuida. Es también cuestión de códigos, y este es de los que no se ha perdido. Por eso los centros penales están llenos de Nike Cortez, a 70 dólares el par, casi lo mismo que gana en El Salvador un cortador de café en un mes. Afuera, en las calles de Guatemala y San Salvador, miles de motoristas de autobús, repartidores, profesionales y pequeñas vendedoras que apenas sacan para llevar algo de comer a sus hijos son extorsionados por las maras bajo amenaza de muerte. Pagar la renta, lo llaman cínicamente. Adentro de los penales los pandilleros lucen orgullosos sus Nike Cortez de estreno. Tan limpios como manchados de sangre.


Fotografía: Roberto Valencia
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(Este relato se publicó en el blog Crónicas de Centroamérica, de 
 www.elmundo.es, el 19 de octubre de 2010, bajo el título de Tenis manchados de sangre)

3 comentarios:

  1. Carlos Mc'grow Gutierrez20 de octubre de 2010, 7:41

    Te quedo muy buena... Felicidades.

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  2. Como siempre es un placer leer tus crónicas. El remate es estupendo.

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  3. esa es la realidad de nuestro pais,pero que le hacemos,gracias le quedo de maravilla

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