Son las 10 de la mañana, y en unos minutos un jefe de Estado salvadoreño reconocerá por primera vez en público los aportes de los seis jesuitas masacrados aquel 16 de noviembre de 1989, y lo hará con la máxima distinción que otorga el Estado: la Orden Nacional José Matías Delgado Gran Cruz Placa de Oro. La ceremonia es en el Salón de Honor de Casa Presidencial, que se ha quedado pequeño. Es este un local con pretensiones versallescas, de paredes pintadas de blanco y oro, con cortinas doradas, cuadros de próceres y dos grandes lámparas que cuelgan del techo. El traje formal era un requisito explícito en las tarjetas de invitación.
Vestido de impecable traje negro y con corbata de lunares, Juan Antonio –76 años, ojos pequeños, el cabello blanco como la nieve– está sentado en la tercera fila, el gesto serio. Llegó hace unos días a El Salvador, acompañado por su esposa y casi una veintena de familiares. Este es un día realmente especial.
Todavía está esperando a que los que ordenaron la masacre lo admitan –o los condene la Justicia– y pidan perdón, pero cree que la condecoración es un paso importante. “Queremos que muestren un mínimo acto de perdón o de arrepentimiento”, me dijo ayer, cuando lo vi en la misa que la Compañía de Jesús celebró frente a la cripta de Monseñor Romero.
Después de que Juan Antonio haya recibido la banda de seda azul y la cruz de oro, el presidente Mauricio Funes dará su discurso. Se presentará como un discípulo de los jesuitas masacrados, y explicitará un incuestionable cambio respecto a los gobiernos de ARENA: “Esta condecoración significa levantar la alfombra polvorosa de la hipocresía y empezar a limpiar la casa de nuestra historia reciente.” Pero no habrá una petición oficial de perdón como jefe de Estado, y dejará entrever que tampoco moverá un dedo por que en el país se derogue la Ley de Amnistía vigente desde 1993.
Eso será después. Ahora es cuando se acerca el momento de Juan Antonio.
—Por el reverendo padre Ignacio Ellacuría Beascoechea –anuncia la voz de la ceremonia– recibe el señor don Juan Antonio Ellacuría, hermano.
Se levanta, mira a su esposa, y los dos caminan –él primero, ella detrás– hacia donde los espera un sonriente Funes. El aplauso en el Salón es fuerte, sentido y se prolonga por 54 segundos, como si todos los aquí presentes quisieran con las palmas saldar una deuda personal. Juan Antonio cree que algún día la justicia llegará, más o menos tarde, pero llegará. Y esta satisfacción que está viviendo ahora es algo que se le parece bastante.
—Si no hubieran asesinado a su hermano –le preguntaré al final–, ¿cree que él pediría la derogación de la Ley de Amnistía?
—Sí, sí, sí, sí. Y que se aclarara todo. Mi hermano Ignacio habría querido que todo se aclarara porque mientras no se aclare todo, siempre habrá rincones oscuros y dudas.
Pero parece que aún falta. Hoy por hoy, ni siquiera está en agenda del jefe de Estado.
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(Esta es una versión revisada de una crónica publicada el 16 de noviembre en el diario español El Mundo)
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