¿Cómo llegamos a esto(*)?
Foto tomada de Facebook y modificada para proteger al menor |
Pero reitero, ¿cómo llegamos a esto?
Pasó que cuando en 1992 terminó la guerra civil nadie se preocupó del trauma colectivo en una sociedad rota y empobrecida. Una estrategia de atención
psicológica masiva, hecha a tiempo y complementada con programas sociales efectivos, quizá habría amortiguado el problema. Cada comunidad cantón barrio
debió haberse llenado de psicólogos sociólogos trabajadores sociales. Pero no.
Pasó que desde el rencor o la ignorancia se exigieron y se aplaudieron –se exigen y se aplauden– los grupos de exterminio, cuando es tan sencillo verificar
que el boom de las maras en San Miguel fue precisamente después de la Sombra Negra.
Pasó que nos prometieron el Cambio en 2009, y en materia de seguridad pública sí hubo un cambio que ha salvado estadísticamente miles de vidas, la tregua,
aunque el Gobierno se niega a reconocer su paternidad y sigue sin apostar de lleno –por impopulares, por cálculos electorales– a los temas impostergables
de la prevención, la inserción y la rehabilitación.
Pasó que los periodistas seguimos el juego a los políticos que en los primeros lustros sobredimensionaron el problema de las maras para ocultar la
corrupción, el narcotráfico, la impunidad...
Pasó que las oenegés, asociaciones y fundaciones que velan por los derechos humanos subdimensionaron el problema de las maras. Eran los llamados a ser la
conciencia crítica ante tanto despropósito pero, en general, trataron de convencernos de que los pandilleros eran responsables de una pequeña fracción de
la violencia que ocurre en el país, incluso cuando el fenómeno estaba ya desbocado. Algunas aún hoy siguen atrincheradas en ese error.
Pasó que la Academia apenas hizo nada.
Pasó que asumimos que era normal pagar por la salud, por la educación, por dar un paseo con los hijos sin temor a ser asaltado... por tantos derechos
básicos. ¿Y qué pasa con quienes no pueden pagarlo?
Pasó que los que no tenemos el problema en la puerta de casa nos dejamos convencer de que la inseguridad se combate con muros, razor, plumas, guardias y
evitando viajar en bus.
Pasó que creamos una sociedad en la que parece que si no se consume, no se vive, pero luego bendecimos con nuestro voto a los políticos que permiten que el
salario mensual de una cajera de supermercado sea 220 dólares, o que un cortador de caña gane 110 dólares.
Pasó que quienes ganamos 700, 1,000 o 1,500 dólares nos quejamos de que apenas alcanza para llegar a fin de mes, pero no vemos problema en pagar ocho o
diez dólares por ocho o diez horas de trabajo a la señora que nos cuida los niños y/o nos limpia la casa.
Pasó que como sociedad nos inmunizamos ante el dolor ajeno.
Pasó que quienes creemos que la única forma efectiva de revertir esto es invertir mucho dinero en programas efectivos de prevención en las comunidades y en
rehabilitar al delincuente que está encarcelado no nos sabemos imponer a las barras bravas que solo creen en el ojo por ojo.
Pasó que el problema de las pandillas lo dejamos crecer demasiado y se volvió enrevesado y deshumanizado. Ojalá me equivoque porque es pura especulación,
pero me temo que tardaremos muchos años en neutralizar las consecuencias de haber construido una sociedad tan violenta, una sociedad tan enferma.
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