Por eso extraña tanta calamidad.
Es sábado de sol y vientos, mediodía, y Panchimalco luce radiante. Al poco de ingresar en el pueblo, por el camino adoquinado que se dirige a la celebrada iglesia colonial, se alza altanero un letrero que atraviesa toda la calle. “Jesucristo, la única esperanza para Panchimalco”, dice. Más abajo, la iglesia está hoy ocupada por un nutrido grupo de niños en retiro espiritual. Guitarra en mano, cantan a Jesús y hasta le hacen porras, como en los partidos de baloncesto de la NBA. “Jota-E-Ese-U-Ese… Jeeeeeeeesús…”
Pero a dios, si es que existe, parece que le vale madres tanto fanatismo.
Basta analizar por un instante los números para concluir que lo que está pasando en Panchimalco es aterrador. Según el Instituto de Medicina Legal, a inicios de la década pasada nunca se alcanzaban los 10 asesinatos en un año. Al igual que ocurrió en todo El Salvador, las cifras se dispararon en 2004 –paradójicamente tras la implementación de las políticas de mano dura–, y el promedio anual de homicidios durante el quinquenio 2004-2009 subió hasta 23; preocupante sin duda, pero siempre abajo de la tasa promedio nacional. Pues bien, en los siete primeros meses de 2011 Medicina Legal levantó 47 cadáveres, y para el 31 de octubre la Policía Nacional Civil contaba ya 72 homicidios. Todo indica que Panchimalco superará este año la tasa de los 200 homicidios por cada 100 mil habitantes, lo que ubicará a este municipio en parámetros similares a los que Ciudad Juárez tuvo en 2010, considerada la urbe más violenta de todo el mundo.
Un dato adicional para dimensionar lo que está sucediendo: los 47 asesinatos en siete meses de Panchimalco son el mismo número que la Comunidad de Madrid, en España, tuvo en todo el año 2010, con el matiz de que mientras la población de Panchimalco apenas supera los 40 mil habitantes, en Madrid vive más gente que en todo El Salvador.
Y si las frías cifras generan –o deberían generar– una sensación de desazón, pruebe a ponerse en el papel del hermano de la víctima, de la madre, de los hijos, del amigo… En eso se ha convertido Panchimalco, en un lugar en el que los panchos matan y mueren, aunque el Ministerio de Turismo siga empecinado en vendérnoslo como un prominente “pueblo vivo”.
—Esto está tremendo, de un año para acá se ha puesto tremendo… Y bien cipotes son… –me susurra una señora que vende tortas a unos pasos de la iglesia colonial–. El otro día ahí mismo mataron a uno, degollado apareció –y señala el parqueo que hay junto a la gran ceiba que sirve como parada a los microbuses de la ruta 17.
De repente, como producto del guion de una mala película, pasan caminando tres policías armados con fusiles que escoltan a dos muchachos esposados el uno al otro: el uno lleva una camisola blanca sin mangas que deja ver en su brazo izquierdo un gran 18; el otro viste una camisola del Barça con el logo de la Unicef cruzado en el pecho. Caminan cabizbajos. También los policías.
—No, si los agarran seguido –dice la señora–, pero cuando salen, salen peor.
Es sábado, mediodía, y Panchimalco luce radiante. El cielo, azul intenso, está algodonado de nubes mínimas, y el viento baja desafiante por las calles, como si alguien hubiera abierto una puerta. En el más alto de los cerros que rodean el pueblo hay una gigantesca formación, de roca pura: le dicen la Puerta del Diablo.
(Panchimalco, San Salvador, El Salvador. Octubre de 2011)
Fotografía: Roberto Valencia |
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(Esta crónica fue publicada el 7 de noviembre de 2011 en la sección Bitácora del proyecto de cobertura periodística de la violencia Sala Negra, de elfaro.net)
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