Comienza la eucaristía con una canción de fondo que dice que el pueblo gime de dolor y que el pueblo está en la esclavitud. Sobrino reparte los cálices entre sus colaboradores y se sienta. Él no da las hostias. Hace meses, Salvador Carranza, el párroco, dijo que es por la diabetes, que se cansaba mucho. También me contaron que en la comunidad de jesuitas donde vive tuvo una vez una crisis, rompió una jarra de vidrio, se cayó sobre los cristales, se cortó la mano y hubo que llevarlo al hospital. A Sobrino no le gusta hablar mucho sobre su salud. En su humildad, cree que no le interesa a nadie más.
—Me habían dicho que estaba mal de salud, pero lo he visto muy activo.
—Hace cuatro años tuve un coma del que sobreviví. Fueron tres días en coma… Bueno, que sí es serio lo de la diabetes. Ahora, ¿en qué se nota para mí la enfermedad? Yo antes trabajaba ocho horas, por así decirlo, y ahora trabajo cuatro. ¿Y por qué? Pues porque no da para más.
Regresemos a la misa, donde ya todos comulgaron. Está a punto de terminar. Están dando unos avisos. Uno invita a donar juguetes para los niños del Bajo Lempa, otro ofrece a precios módicos el material que edita el Centro Monseñor Romero y el último es para que los feligreses se animen a comprar CD con música del coro. Solo queda cantar al padre Chamba “Las Mañanitas” y el “Cumpleaños feliz”. Han pasado 65 minutos desde que inició la misa. Esto acaba.
Fotografía: Francisco Campos |
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(Este relato forma parte del perfil sobre el sacerdote jesuitas titulado "Jon Sobrino, el obseso", publicado en enero de 2009 en Séptimo Sentido, la revista dominical del diario salvadoreño La Prensa Gráfica, y en Revista C, la revista del diario argentino Crítica)
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