domingo, 4 de abril de 2010

Para inundaciones, las del 34

—Yo estaba cipote, pero uno ya pone cuidado de lo que la gente vieja habla.

Hace mucho que Carlos Humberto Henríquez estaba niño, pero lo recuerda con lucidez insultante. Carlos Humberto nació en 1928, en el mes de junio, y estaba a punto de cumplir los seis cuando inició el diluvio de 1934. Ocho décadas dan tiempo para muchas desgracias en El Salvador, y la última, la desatada por el huracán Ida en noviembre, es la que me ha llevado hoy a su hogar, en el cantón Achiotales de San Pedro Masahuat. Este terreno reseco sobre el que platicamos ahora estaba inundado hace tres meses, pero para Carlos Humberto no hay comparación: ni ha habido ni habrá inundaciones como las que en aquel junio de 1934 dejó en Centroamérica un huracán tan pretérito que ni siquiera fue bautizado.

—Como yo ya tuve la primer experiencia de lo que es esos problemas, ¿va? Porque estaba de 6 años cuando sucedió la gran correntada. Y entonces, fíjese, en esa noche se acabaron los dos valles de Las Hojas que había, porque Las Hojas no es solo la playa, ahí donde le dicen ahora, Las Hojas era todo para allá –y extiende impetuosa su mano al aire, como para delinear un arco iris.

Carlos Humberto parece más joven.

—Parece más joven –le comento.
—Quizás, Dios me ha ayudado bastante. Yo no anduve con el cigarro, no anduve tomando, no anduve chiviando –ríe–. Gracias a Dios fueron otras diversiones que a mí me entusiasmaron.

Está arrugado sí, pero mantiene la altura y la rectitud de su juventud. Su gesto es serio, como si le costara sonreír, y la piel la tiene oscurecida por el sol. Viste camisa clara a medio abotonar, jeans con grandes bajos y tenis negros de quinceañero. Lo corona un sombrero roído. Demasiada ropa, pienso, para el calor que hace pero parece no afectarle. A sus pies, orgulloso de mostrarlo, un huerto de rábanos. Carlos Humberto fue uno de los elegidos por la FAO para beneficiarse de la entrega de semilla, abono y aperos, y así intentar amortiguar los efectos del huracán Ida en las cosechas. Con sus propias manos improvisó un cerco en su patio y sembró sobre una parcela de tierra tan reseca que parece playa. Aun así, las hojas de los rábanos, más verdes si cabe por la claridad que las rodea, ya asoman. Está agradecido con la ayuda pero, aun en su pobreza, sabe que otros la necesitaban más, que no fue mucho lo que a él y a los suyos les llevó Ida.

—Gracias a Dios, pues, nosotros no sufrimos tanto. Se nos arruinó la ropa, ¿va? Y algunas cositas así, pequeñas, pero gracias a Dios que no nos pasó nada.

Nada cuando la comparación es con el 34. El río Jiboa, ancho como un mar, se llevó a dos muchachos que estaban en la casa que había hecho un tío suyo en medio de una güisquiyolera. Les avisaron que el valle se estaba llenando, pero no se salieron, y las aguas se los llevaron con todo y la casa. A Carlos Humberto, recuerda, lo rescataron chulón. Por eso que vio y vivió, dice, ya no siente miedo por las llenas.

—Siempre han habido. Mi mamá también contaba, sí, muchas veces la gente se aflige porque nunca ha visto, ¿va? Pero cuando yo estaba cipote mi mamá contaba que hubo un ciclón, dice, que las casas se las botaba; y después hubo una llena que hasta se secaron los manglares de tanta agua, ¿va?



2 comentarios:

  1. Me gusta mucho leer tus posts. Escuché muchas veces historias de inundaciones en mi familia, espero que sigás contándonos estas historias. En este país se necesitan de más proyectos personales como el tuyo, que nos hagan recordar nuestra memoria como país, de una mirada crítica de lo que está a nuestro alrededor.

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  2. Gracias, Anónimo o Anónima. Comentarios como el suyo son el mejor combustible.

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