La de hoy es la primera vez que viajo en bus con mi hija Alejandra, que aún no cumple los 3 años. Es martes y es diciembre. Son las cinco y diez de la tarde. Abordamos la unidad de la Ruta 30-B en la parada que está cerca del cruce del bulevar Universitario con la avenida Izalco. Por fortuna, hay dos asientos juntos libres en la parte delantera. Acomodándonos estamos cuando entra el vendedor: unos 160 centímetros de estatura, unas 220 libras de hueso y carne, una horrible camisa con aspiraciones tropicales. Soy yo el que está junto al pasillo y me pone en la mano lo que parece ser una barrita de chocolate. Mi hija corresponde el supuesto derroche de amabilidad con una amplia sonrisa. El vendedor llega hasta el fondo, regresa y se para junto a mí.
―Muy buenas tardes, amables pasajeros, que se dirigen en esta unidad de transporte. Perdónenme la bulla, la molestia, que les voy a ocasionar en esta hora. El motivo no es venir a ofender. Yo quería venir a ofrecer…
Alejandra, que ya tiene la barrita entre sus manos, calla y escucha. También su padre.
―…estas barritas de chocolate que ya se encuentran a la venta. En tiendas-supermercados su precio a cancelar es de 45 centavos de dólar. En esta hora se lo traigo como una oferta: 25 centavos me cancela por la barrita de chocolate Power. Para su mayor garantía, le contiene impresa la fecha de vencimiento en cada barrita. Vence en 30 de septiembre del 2013. Son barritas de chocolate…
―Déjeme esta y regáleme otra más –le digo.
Dos coras y la venta se cierra. Comienza a caminar. Se aleja.
―Son barritas de chocolate Power, a una cora. A corita. Chocolate, a una cora, la barrita le damos, por una cora el chocolate Power… –la voz termina diluyéndose.
Alejandra me mira sonriente a los ojos, luego mira la barrita entre mis manos, y más luego mira la suya.
―Son iguaaaaales.
A veces, la felicidad solo cuesta dos coras.
Fotografía: Roberto Valencia |
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