Suspenda esta lectura por unos segundos. Cierre los ojos y piense en el
Caribe. Imagíneselo...
En serio, hágalo...
[...]
¿Qué imágenes vinieron a su mente? Déjeme probar. Islas en medio de un mar
imposible verdazul-transparente. Arenas blancas finas en playas infinitas
vírgenes. Una barca de remos. Sosiego. Palmeras de troncos largos y curvos
coronadas por penachos de grandes hojas. Y de los troncos cuelga una
hamaca, y de los penachos cuelga la sombra sine qua non. Detrás,
un sol perpetuo. Y un cielo intenso salpicado por nubes tímidas. Y una
brisa agradecida que levanta olas diminutas. Y dos pelícanos.
Otra opción es encender su computadora e introducir la palabra ‘caribe’ en
el buscador de imágenes de Google. El resultado será similar.
Hay lugares consensuados en el imaginario colectivo. Incluso quien nunca
los ha visitado se atrevería a describirlos. Ocurre con la Antártida y con
el Sahara, y pasa también con el Caribe, que es el que nos ocupa. En el
reparto de estereotipos al Caribe no le fue tan mal. En las agencias
turísticas de Europa, Norteamérica y la Asia más desarrollada se promociona
como lo más parecido al paraíso. Por eso el boom de cruceros y de hoteles All-Inclusive y Cancún y Santo Domingo y Roatán y Cartagena de
Indias. Millones de personas pagan cientos, miles de dólares cada año por
unas vacaciones que les permitan regresarse con el mar imposible, las
playas infinitas y el sol perpetuo en sus cámaras.
Tiene veinticinco años y se llama Juana Isabel Caicedo. Es alta, espigada,
larga cabellera y poderosa dentadura, más blanca por el contraste. Ella y
todos los demás acá son negros. Juana Isabel trabaja para una oenegé
holandesa que hace un par de años abrió un hogar para niños marginados. El
edificio impone. Es blanco como nieve y tan grande que hace ver aún más
desdichadas las casas de alrededor. Está en primerísima línea de playa.
Apenas hay unos seis metros entre el punto donde esta tarde mueren las olas
y la barrera de rocas que levantaron.
—¿Para qué las piedras?
—Es por las inundaciones –dice Juana.
Por las inundaciones.
***
Caribe es el nombre del mar y, por extensión, las costas que salpica
también son Caribe. Es un mar extenso, más que México. Sus aguas bañan 21
países y no menos de una docena de islas y archipiélagos aún bajo dominio
europeo o estadounidense. Excepto El Salvador, todos los países
centroamericanos tienen costa caribeña. Trampolín de la conquista española
hace 500 años, el Caribe también tiene prensa por ser zona de huracanes,
por sus añejas historias de piratas, por sus rones, por la belleza de sus
mujeres y por el boom turístico de las dos últimas décadas.
Dentro del Caribe está Cartagena de Indias. Cartagena es la ciudad
colombiana que más turismo atrae. Su secreto radica en haber sabido
complementar sus atributos caribeños –sol, playas, palmeras– con un vistoso
conjunto histórico, con precios irrisorios para quien paga en euros o
dólares y con una efectiva política gubernamental que la convirtió en un
escaparate nacional para atraer también al turista de gran poder
adquisitivo. Para lograrlo, la pobreza, que afecta a dos de cada tres
cartageneros, se relegó hacia las barriadas, creando así dos ciudades
superpuestas. Un artículo publicado el pasado 23 de enero en el Washington
Post lo describió así: “Para el Gobierno del presidente Álvaro Uribe,
Cartagena simboliza una nueva Colombia, vibrante y próspera. Pero fuera de
los muros coloniales de 400 años y del encanto de esa ciudad histórica hay
barrios tan miserables que los responsables de la salud pública comparan
sus condiciones con las del África subsahariana (...). La mayor parte de
sus residentes son negros, el tráfico de drogas es algo habitual, los niños
están desnutridos y son comunes las epidemias de enfermedades curables”.
Dentro de esa Cartagena está Marlinda. Situada al norte, a apenas 20
minutos en carro del centro histórico, Marlinda es una comunidad conformada
por unas 1,500 personas. A inicios de la década de los noventa, familias
procedentes del vecino pueblo de La Boquilla se tomaron a la brava la
franja de tierra –600 metros de largo por 150 de anchura– comprendida entre
el mar y un humedal con graves problemas de contaminación llamado la
ciénaga de la Virgen. Arnulfo y los demás ahí pusieron sus ranchos, y ahí
siguen todavía.
***
Hollywood vino a Marlinda con sus cámaras, sus actores y sus dólares.
Necesitaban un lugar indigente y soleado que con poco trabajo pudiera pasar
por una comunidad rural cartagenera de hace un siglo. Aún hoy se recuerdan
aquellos días de 2006 como los días de las ganancias aseguradas. Después me
detallarán.
Foto Roberto Valencia
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***
Aún es mi primer día aquí, y falta un par de horas para que anochezca.
Camino por la playa hasta que me topo con una casa sobre la arena. Es
también de madera, pero grande, y la tienen pintada de rojo, blanco y azul.
Colores vivos, como retando al mar. La familia que la habita tiene el
Caribe literalmente en la puerta de casa. Si no fuera por la gruesa
barricada que han levantado, las olas se colarían en la vivienda, que
también funciona como tienda.
—Este año estuvo menos lleno, pero hubo más tema porque la alcaldía se vino
y comenzó a meter a la gente en los colegios.
Habla el padre de familia. Es un tipo cincuentón, desconfiado, capaz de
inventarse que la directiva les prohibió dar los nombres a extraños. Se
refiere a las inundaciones y al hecho de que el último noviembre, tras el
desbordamiento, llegaron los albergados, los titulares en los periódicos,
las visitas de la alcaldesa y luego del embajador de Estados Unidos. Algo
que no había pasado ni en los años en los que el agua subió más y tardó más
en irse.
Marlinda está comprimida entre el Caribe y la ciénaga. Cada mes de
noviembre, cuando finaliza la estación lluviosa, la ciénaga está llena a
reventar. Esos días también ocurre lo que los colombianos llaman mar de
leva, mareas altas. El resultado es siempre el mismo desde hace una década:
casi toda la comunidad se inunda. Lo que varía de un año al otro es el
número de semanas que pasan con el agua fétida dentro de las casas.
El dueño de la tienda dice que no le molesta mucho. La inundación afecta
más a los que viven junto a la ciénaga, y él cree tener el problema bajo
control añadiendo rocas a su improvisado rompeolas. Cuando le pregunto por
el cambio climático y sus efectos, tampoco se inmuta, a pesar de que el
pronóstico del Gobierno colombiano para la costa caribeña es que el mar
subirá 40 centímetros para el año 2050.
—¿No ha pensado irse?
—Para mí lo más bonito es todo esto de aquí, La Boquilla y Marlinda, y no
soy nativo, ¿eh? Pero para salir de aquí tienen que llevarme con los
piecitos palante.
***
Marlinda está marcada por eso que llamamos la miseria.
Pero decir hoy miseria nomás es decir nada, una cortesía con el lector, una
manera de disfrazar, una etiqueta fácil.
Se ha prostituido tanto que decir miseria, míseros, miserables nomás es
como dar un porcentaje frío o como recitar los objetivos del milenio. Decir
miseria nomás es ahorrarse las descripciones. Se ha convertido en
eufemismo. Decir miseria nomás no evoca, por ejemplo, las condiciones de
vida de Arnulfo y su hijo de nueve años; no evoca su hogar, con paredes
hechas de tablas de madera y a dos pasos de una ciénaga putrefacta llena de
mosquitos, un hogar que tiene cuatro metros de largo por dos de ancho –otra
vez: 4 metros de largo por 2 de ancho–, sin cochera, sin cuartos, sin
cocina, sin baño; un hogar en el que sólo caben un catre y sobre el catre
una colchoneta regalada y una hamaca ennegrecida y una silla de plástico y
una mesita y un foco y un televisor que no funciona; decir miseria nomás no
evoca ver a Arnulfo cocinar durante 18 años con un fuego que enciende en la
entrada, sobre el piso de tierra, y que intenta contener con tres
ladrillos; no evoca tener nada que llevarse a la boca; no evoca pasar tres
o cuatro semanas al año con agua hasta las rodillas dentro de eso que
llaman hogar.
Foto Roberto Valencia |
Decir miseria nomás no evoca la miseria.
—¿Y dónde va usted cuando quiere mear?
—Ahí, en el patio del rancho, porque aquí no hay servicio de baño ni nada
de eso.
***
Ya es martes, segundo día en Marlinda. Ever Minota –veintipocos, fornido,
colocho y bigotillo– está en la playa con su pequeño hijo, una pelota y dos
amigos. Son de Olaya Herrera, uno de los barrios más peligrosos de
Cartagena. Como sabe algo de albañilería, Ever ha venido a ayudar a su
cuñado a levantar muros. Aún son minoría entre la maraña de ranchos de
madera, pero algunas casas ya dieron el salto al ladrillo. Con la obra
intentan también elevar algunos centímetros el piso. Parece no haber mucho
interés en irse de este tugurio. Al final entenderé.
Para llegar a Marlinda en vehículo se maneja tres kilómetros sobre la
playa. No hay carretera de acceso. No es esta la única rareza. En Marlinda
no hay iglesia católica ni evangélica ni unidad de salud ni asfalto en las
calles ni Pizza Hut ni instituto ni delegación policial. Pero hay una
mezquita.
—¿Cuántos musulmanes viven en Marlinda?
—Aquí puede haber unos cuatro o cinco nomás –responde Arnulfo.
Pero hay un billar con siete mesas –siete– que, además de cervezas
glaciales a $0.45, vende aceite para cocinar, pampers, papel higiénico y
Gatorade.
—¿Por qué tantas mesas en el billar?
—Ahí se juega bastante y hay muchos de La Boquilla que se vienen van pacá –Arnulfo.
***
Daisuri Hernández es una Naomi Campbell de 16 años. Alta, proporcionada,
grandes ojos y pelo largo y trenzado. Al mirarla, me pregunto hasta dónde
podría haber llegado si hubiera nacido en otro lugar.
La acabo de conocer gracias a John Luis, un muchacho de 12 que no me llega
ni a la cintura y que se acercó descalzo hace tres cuadras para preguntar
qué hago en Marlinda. Me dijo que vende caracol, le pregunté por sus clases
y le pedí que me escribiera su nombre en mi libreta. Acertó con la palabra
John, pero en vez de Luis puso Laos.
Daisuri está en el rancho de Juana Iris, su hermanastra, pegadito a la
ciénaga. Hiede. Hablamos largo de los problemas de la comunidad, de las
inundaciones que se prolongan semanas en este sector y de los días en los
que Hollywood vino a Marlinda con sus cámaras, sus actores y sus dólares.
En octubre de 2006, la productora estadounidense Stone Village filmó aquí
algunas escenas de El amor en los tiempos del cólera. Basada en el
libro homónimo de Gabriel García Márquez, transcurre en la Cartagena de
finales del siglo XIX y principios del XX. La protagoniza Javier Bardem.
Los equipos de producción estuvieron llegando durante casi un mes, y para
muchos fueron días de ganancias aseguradas. A Daisuri le pagaron $75 por un
día de actuación como extra. El alquiler mensual de la casa en la que
estamos no llegaría, me dicen, a los $12.
—Teníamos que hacer como si estuviéramos conversando, pero sin que se oyera
–dice, orgullo en la mirada, Juana Iris, quien también se disfrazó.La prosperidad momentánea llegó con los tiempos del cólera. La productora
incluso tuvo el detalle de llevar postes de la luz hasta rincones de la
comunidad donde aún no había.
El amor en los tiempos del cólera
se estrenó a finales de 2007.
—¿Ya la viste?
—No –responde Daisuri, como si fuera la repuesta lógica.
***
John Luis –Laos– Jiménez dejó de ir a la escuela porque su tía Jenni
Meléndez no pudo pagarle el uniforme.
***
Arnulfo es Arnulfo Guzmán Jiménez, un optimista. Físicamente se parece a
Don Ramón, de El Chavo del Ocho, pero en negro. Delgado, nariz
ancha, bigote espeso, pocos y maltratados dientes. Vive en una casa
miserable junto a su hijo Luis Enrique, de nueve, y un perro enclenque.
Ella los dejó. Arnulfo habla de su papá Prisco con respeto. Murió hace
años, pero lo cita en presente: mi padre dice...
Arnulfo tiene 48 años y 18 los ha pasado en Marlinda. Nacido en La
Boquilla, fue de los primeros que se dejó convencer de que como nativos
también tenían derecho a invadir la franja de tierra. Llegaron cuando no
había nada.
—Allá donde vivo yo es siempre la parte que vive más inundada y más llena
–dice, resignado.
—¿Por qué eligió ese lugar si fue de los primeros en llegar?
—A mí me gustó porque yo siempre he sido pescador, y ahí estamos en la
orilla de la ciénega, y a mí me gusta tener mis criaderos de sábalos,
aunque ahora no los tengo porque…
—¿Criaderos de qué?
—De sábalos.
Al igual que muchos en Marlinda, Arnulfo tiene en la puerta de su casa una
especie de piscina hecha con tablones. Hiede. Intenta criarlos. Los
sábalos, explica, son un pescado que uno lo echa así, pequeñito, y lo saca
de hasta 6 kilos, grande. Es la teoría que les enseñaron. En la práctica,
nunca ha podido vender sus pescados porque la ciénaga se desborda cada
noviembre, y los peces se escapan de su rudimentario cerco.
—El criadero lo hace uno en la ciénega, pero uno tiene que comprar madera,
para meterle madera, y alzarlo, pero todo eso se hace con plata, y como yo
no he tenido dinero, no he tenido para alzarla.
—¿Cuál era el negocio entonces?
—Ninguno –y ríe.
Arnulfo ríe. Ríe cuando enseña su miserable casa, ríe cuando cuenta que
lleva tres meses sin pagar la luz, ríe cuando explica que en la ciénaga
casi no hay pesca, ríe cuando comenta que a él lo contrataron en la
película para montar escenarios por $12 diarios, y ríe cuando contesta que
tampoco la ha podido ver.
Está a punto de cumplir medio siglo de vida y Arnulfo nunca ha viajado. Es
muy probable que se muera sin haber salido de Cartagena.
—¿No le gustaría conocer más?
—Hombre, claro, a uno le gusta conocer Barranquilla y todas esas partes,
pero a dónde... No hay.
***
Cuando llegué a Marlinda por primera vez hace dos días lo hice en
motocicleta-taxi. Un joven de nombre Vladimir me trajo por poco más de dos
dólares desde el centro histórico de Cartagena. Carretera hacia
Barranquilla, nos detuvimos primero en La Boquilla, preguntamos un par de
veces, recorrimos los tres kilómetros de playa y me dejó aventado en una
comunidad miserable. Solo. Temeroso, vine nomás con lo puesto.
Hoy hasta me he traído la cámara fotográfica y los lentes.
La pobreza y la inseguridad no van siempre unidas de la mano.
***
Atardece. Tres días en esta comunidad han manchado mi libreta de
anotaciones sobre la miseria y sobre lo que supone vivir con la certeza
novembrina de las inundaciones. Un triste presente para quienes ponen
rostro a esas cifras de pobreza que llenan los informes oficiales. Un no
futuro si se cumplen los augurios sobre el impacto del cambio climático en
la costa caribeña. Visto así, el único atenuante para seguir viviendo en
Marlinda es el relativo ambiente de seguridad que describen sus vecinos.
Pero me suena insuficiente.
Regreso con Arnulfo a la playa justo cuando el sol comienza a ocultarse y
el mar parece una bandeja de plata. Dentro del agua hay seis jóvenes. Los
menos usan trasmayo; los más, un rudimentario artilugio de pesca compuesto
por un anzuelo y una botella vacía sobre la que se enrosca el hilo. Al
rato, uno sale –la satisfacción en su rostro– con un pescadito que coloca
dentro de una vieja y descolorida barca. Me acerco. Salvo el último que aún
boquea, yacen inertes una veintena de distintas especies: matacaimanes,
narizdemantecas, roncos, marulandas. Ninguno supera los 25 centímetros,
pero cocinados con arroz, dicen, alimentan lo suficiente.
Sentado y descalzo, José Miguel Ortega –85 años, cachucha, 7 de sus 13
hijos vivos– cuenta que era mucho más lo que se sacaba años ha.
—Si la picada estaba caliente, tirarlo una vez bastaba.
Empapado y sonriente, Hernán Martínez –26 años, cachucha, un hijo con
Zuleima María– no se queja cuando saca su sexto pescadito. Hasta hace unas
semanas más espaciado, pero ahora que está sin trabajo viene cada dos días.
Son pueblo de pescadores, y el mar todavía da de comer. Quizá por eso pocos
ven su futuro lejos de Marlinda. El Caribe que los amenaza es también el
Caribe que los alimenta.
Foto Roberto Valencia |
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