jueves, 30 de noviembre de 2017

Gracias, Laura

Gracias, Laura. Te agradezco con honestidad absoluta que juzgaras necesario y urgente corregir el texto que publiqué el 20 de noviembre en mi blog. Te lo agradezco porque me permitirá explicar mejor cuestiones que, por lo visto, no supe explicar bien.
Tenés razón, Laura. Lo digo sin ironías. Tenés razón cuando decís que la violencia de género es un problema de toda la sociedad. Tenés razón cuando afirmás que denunciar las violencias no debería ser competencia de cifras. También tenés razón, Laura, cuando exigís visibilizar los distintos niveles de violencia del hombre contra la mujer. Y por supuesto que tenés razón cuando escribís que es necesario entender cada muerte desde su especificidad.
Lo que no termino de comprender, Laura, es cómo concluiste que yo opino lo contrario. Creo que el machismo está detrás de la mayoría de las violencias que se ejercen en El Salvador y en el mundo, contra las mujeres y contra los hombres. Y creo de corazón que el feminismo es una fuerza clave para construir sociedades más armoniosas. Lo creo y me esfuerzo por ser consecuente, tanto en mi vida personal como en la profesional.
Tus razones tendrás para tu reacción. Quizá creíste que mi reflexión había provocado un pequeño incendio y, como militante de la causa de la que sos una activista, te viste en la necesidad de salir a apagarlo. Eso está bien, Laura. El problema es que no había fuego alguno, no al menos donde vos creíste verlo. Reitero: creo en el feminismo como fuerza positiva de cambio.
La idea central que quise transmitir en mi columna era una: buena parte de las lecturas sobre el fenómeno de la violencia que en clave de género se están haciendo en El Salvador –repito: en El Salvador– presentan en mi opinión flaquezas; la más grave, sacar de la ecuación el clasismo y la estratificación social, tan definitorias en nuestra sociedad. Más conciso: el grueso de los análisis en clave feminista preponderan el género sobre la clase social. Cuando vos, Laura, en tu cuenta de Facebook recomendás con efusividad la lectura de ‘Una esclava de la MS-13 cuenta cómo escapó’, artículo del colega Óscar Martínez, lo hacés con este enunciado: “Enterémonos de lo que significa ser mujer en nuestro país”. Yo me atrevo a levantar la mano y decir que no es tan así, que dramas humanos infinitos como el que Óscar nos contó, o parecidos, es muy difícil que le sucedan a mujeres de clase media para arriba, y sin embargo es muy probable que le ocurran a hombres de clase media para abajo –y a mujeres, obvio, pero prefiero explicitarlo en esta ocasión.
Es un matiz que yo juzgo importante y sobre el que estoy convencido de que no se ha debatido lo suficiente.
Hay otras ideas secundarias en la columna que tanto te incomodó, Laura, ideas sobre las que en mi opinión no se habla lo suficiente, como que la represión del Estado salvadoreño es implacable contra los hombres, o como que el control territorial de las maras hoy por hoy es tal que el hecho de ser hombre es, per se, una razón para ser asesinado en este país. Sobre esta última idea elegí el titular, ‘Violentados por tener pene’, que admito que no es el titular más afortunado.
Todas esas ideas las planteé no como tótem inamovibles, pero sí posturas firmes y meditadas, basadas en años de investigación de la violencia, investigación sobre el terreno, interactuando con víctimas y victimarios –hombres y mujeres en ambos grupos– que viven en comunidades empobrecidas y estigmatizadas en las que la presencia de la academia, de las oenegés y del periodismo responsable es nula o testimonial.
Arranqué diciendo que agradecía tu columna, Laura. De hecho, un artículo tuyo fue el que, sumado a otras ideas que se maceraban en mi cabeza, me animó a escribir sobre este tema. Hace un par de meses firmaste una reflexión titulada ‘El alivio de tener un hijo’, en la que mencionabas las ventajas que, en tu opinión, tu pequeño hijo tiene sobre la mitad de la humanidad. Desde el primer párrafo condensabas tu planteamiento: “Mi hijo, por el simple hecho de nacer con un pene, nunca tendrá que librar las luchas que desde pequeñas enfrentamos las que nacimos con una vulva”.
Tu artículo en ningún momento planteaba que tu hijo –afortunadamente– está creciendo en un hogar de ingresos altos, muy altos. Si vivieras en El Salvador, podrías inscribirlo en la Escuela Americana o en el Liceo Francés. Nadie discute –yo no, al menos– que falta equidad y sobra violencia de género incluso en esa franja social privilegiada, pero sí me atrevo a cuestionar, en una sociedad estratificada como la nuestra, que los análisis con un estricto corte de género sean la mejor herramienta para comprender las violencias que nos afectan. Tu artículo sobre tu hijo tiene, en mi opinión, esa limitante.
Yo tengo dos hijas, Laura. Las conocés. No sobra el dinero en mi familia, pero en un país en el que el 82% de los salarios (que cotizan en el ISSS) están abajo de 914 dólares, me sé un privilegiado por tener capacidad para enviarlas a un colegio bilingüe modesto y de procurarles sanidad menos indigna si fuera necesario. Pues bien, Laura, contrario a lo que vos planteás, yo estoy convencido de que mis hijas tienen poderosas ventajas sobre los niños de las cientos de miles de familias salvadoreñas que viven con el salario mínimo o poco más... aunque mis hijas tengan vulva.
¿Resulta ofensivo plantear algo así? ¿Por qué? Te invito, Laura, a que conozcás qué tipo de violencias sufre un joven de 16 o 18 años que vive en comunidades afectadas por el fenómeno de las maras. Violencias ya estructurales.
Hay en mi columna un párrafo que, en la disección que hice a posteriori, creo que se presta a interpretaciones equivocadas. Escribí: “En una sociedad como la salvadoreña, con un problema de violencia tan enraizado y desbordado, establecer políticas públicas atinadas pasa por analizar, conocer y ponderar las distintas violencias desde todas las variables posibles: edad, ingresos económicos, ubicación geográfica, grado educativo y género, por supuesto”. Y de género, por supuesto. “Pero no creo que las lecturas parciales, sesgadas o interesadas sean lo más conveniente, sobre todo cuando son enfoques que se utilizan para soslayar o minimizar determinadas realidades”.
¿Hay lecturas parciales, sesgadas o interesadas en los análisis de género sobre la sociedad salvadoreña? ¿Soslayan determinadas realidades? Sí y sí, Laura. La columna sobre tu hijo es, en mi opinión, un claro ejemplo.
No es, ni mucho menos, el único elemento distorsionador. Oenegés, mujeres y hombres feministas presentan con frecuencia las cifras de mujeres asesinadas como si fueran feminicidios, cuando saben mejor que yo que son cuentas diferentes. También he detectado que desde el activismo se replican con ligereza informaciones falsas, como una campaña que se viralizó en redes sociales en la que se afirmaba que en El Salvador si un hombre violaba a una niña, la embarazaba y abortaba, ella se exponía a penas de cárcel de entre 30 y 50 años, cuando la Ley Penal Juvenil establece un techo de 15 años de internamiento para cualquier menor de edad. ¿Por qué mentir o distorsionar?
Por buena que sea la causa, y el feminismo lo es, son tergiversaciones que uno puede llegar a entender en un activista que prepondera su causa sobre la verdad, pero en el periodismo, al menos en el periodismo tal cual yo lo entiendo, no tiene cabida la mentira ni, en la medida que uno pueda detectarlas, las visiones sesgadas o parcializadas.
Nomás lo plantearé porque da para otro debate, pero juzgo preocupante que ciertos sectores radicalizados del feminismo estén ejerciendo y promoviendo actitudes que en otros ámbitos nadie dudaría en etiquetar como filofascistas. En El Salvador aún no hemos visto escenas como las ya vividas en México, en las que mujeres exaltadas agreden y expulsan a periodistas que cubren marchas feministas en la vía pública, por el simple hecho de ser hombres. ¿Imaginan que en una marcha para denunciar el racismo sacaran violentamente a los periodistas por ser blancos? Aún no se ha visto en El Salvador, Laura, pero ya hay autoproclamadas voceras del feminismo que pregonan a los cuatro vientos quiénes pueden y quiénes no escribir sobre violencia de género, y cómo debe hacerse: a su gusto, claro.
Voy terminando. Ojalá el clasismo se tuviera más en cuenta a la hora de hacer lecturas en clave feminista o en cualquier otra clave. Por el bien de toda la sociedad. Intuyo lo complicado que resultará. Tan claro como vos tenés que el patriarcado está presente en la estructura mental de la inmensa mayoría de los hombres y en algunas mujeres, igual de claro veo yo que el clasismo se cuela con frecuencia preocupante en los análisis en clave de género. Por una razón muy simple: muy pocas de las voces más activas del movimiento feminista salvadoreño provienen de esas familias en las que cuatro o cinco miembros pasan el mes con uno o dos salarios mínimos.
Conocí de primerísima mano el caso de una activista feminista –consultora, vecina de la colonia más exclusiva de la capital, española– que contrataba a otra mujer para que le limpiara la casa un día a la semana. Le pagaba 12 dólares por una jornada de trabajo, no le dejaba almuerzo y, lo más doloroso, le brindaba un trato personal infame. La mujer que le ayudaba era madre soltera de dos niñas y un varón, menores los tres.
Justo a eso me refiero, Laura, cuando me atrevo a plantear que las luchas contra el machismo y contra el clasismo deben, en esta sociedad en particular, ir cuanto menos de la mano. Y me refiero sobre todo a los hechos, no sólo a discursos y postureos. Es debatible, por supuesto, pero yo estoy convencido de que la sociedad salvadoreña en su conjunto –y el movimiento feminista como parte de esa sociedad– está en deuda en este punto.
Lamento no haber sabido expresarme con inequívoca claridad en un tema tan sensible en la columna ‘Violentados por tener pene’. Pido disculpas a las personas que interpretaron que yo estaba menospreciando la violencia de género, en especial si la leyeron completa y si lo hicieron sin animadversiones previas hacia mí o mi trabajo. Nada más lejos de mis intenciones.
Y a vos, Laura, lo dicho: gracias por darme pie para esta aclaración.

Foto archivo El Faro.

lunes, 20 de noviembre de 2017

Violentados por tener pene

En El Salvador, de cada 1,000 personas que son asesinadas, 874 son hombres, 111 son mujeres y 15 presentan tal grado de descomposición que no puede determinarse su sexo. Si sos niño u hombre, las posibilidades de morir asesinado son nueve veces más altas que si sos niña o mujer.
En El Salvador, la violencia homicida se ceba con los jóvenes que tienen entre 15 y 24 años; en esa franja de edad, que abarca a adolescentes y a jóvenes, la probabilidad de ser asesinado juega once a uno contra los varones. Once a uno.
En El Salvador, la relación de personas muertas en las balaceras que la Policía Nacional Civil (PNC) cataloga como “enfrentamientos” contra fuerzas de seguridad es de 1 mujer por cada 99 hombres.
En El Salvador, por cada 10,000 mujeres arriba de los 14 años de edad, 11 son detenidas en un año por la Policía. Entre los hombres, el número sube hasta 136.
En un municipio como Panchimalco, de 48,000 habitantes, en todo 2016 la PNC detuvo a 8 mujeres y a 163 hombres.
En El Salvador, y en sintonía con el tema de las detenciones, el número de hombres encarcelados en alguno de los recintos del sistema penitenciario es nueve veces superior al número de mujeres.
En El Salvador, el 14 % de las mujeres condenadas están en Fase de Confianza o en Fase de Semilibertad, las más benévolas con los privados de libertad. Entre los hombres, el porcentaje de los que gozan de esos beneficios es inferior al 4 %.
Y así.
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Este aluvión de datos fríos proviene de informes del Instituto de Medicina Legal, de la Policía Nacional Civil y de la Dirección General de Centros Penales. Cifras todas oficiales y recientes, cifras todas referidas a los años 2016 y 2017.
Por si alguien tiene dudas a pesar de los seis ‘En El Salvador’, se refieren a una sociedad muy concreta: la salvadoreña, una de las más violentas del mundo. Y en lo personal, no creo que sean extrapolables a sociedades de otras latitudes.
Estos números ya parecen dibujar una realidad en la que la condición de ser hombre predispone a ser víctima de la violencia, al menos en cuanto a la violencia homicida y a la acción represiva del Estado salvadoreño. No obstante, estos números –oficiales, verificables– nada dicen sobre un ámbito que resulta más complicado de medir: cómo las maras y el control territorial que ejercen afectan sobremanera a los hombres, en especial a los adolescentes y a los jóvenes.
En El Salvador, hoy, tener 15, 17 o 22 años de edad y pene te convierten en alguien sospechoso en cualquier colonia de clase media para abajo que no sea la propia. Aunque un joven varón no tenga absolutamente nada que ver con las pandillas, se juega la vida –y no es licencia literaria– por algo tan simple como entrar en un barrio ajeno. El hecho de ser hombre es clave en los ‘juicios’ que todas las pandillas realizan a las personas extrañas que ingresan en sus territorios. No hay ni habrá cifras verificables, pero cualquiera que viva en un lugar con presencia de pandilleros sabe a qué me refiero.
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En El Salvador, la violencia homicida y la represión se ensañan contra el hombre, y un indeterminable pero significativo porcentaje de los asesinatos suceden por el hecho de ser hombres. Lo afirma alguien que, además de escrutar reportes oficiales, lleva casi una década estudiando y analizando el fenómeno de la violencia con la lupa puesta en las comunidades empobrecidas.
Y los datos ahí están. Rocosos, contundentes. Darían para montar una campaña de victimización de los hombres. Pero si algo así sucediera, si a alguien se le ocurriera que unas víctimas merecen mayor consideración por ser hombres, y de manera velada se la negara a las mujeres por no estar tan expuestas a la violencia homicida, yo mostraría mi rotunda disconformidad.
Me explico: creo de corazón que en una sociedad como la salvadoreña, con un problema de violencia tan enraizado y desbordado, establecer políticas públicas atinadas pasa por analizar, conocer y ponderar las distintas violencias desde todas las variables posibles: edad, ingresos económicos, ubicación geográfica, grado educativo y género, por supuesto. Pero no creo que las lecturas parciales, sesgadas o interesadas sean lo más conveniente, sobre todo cuando son enfoques que se utilizan para soslayar o minimizar determinadas realidades.
Ya se apuntó arriba: los varones de entre 14 y 25 años son los más afectados por la violencia homicida. Los datos son rotundos, casi inapelables, pero reducir todo a una lectura en clave de género, sin siquiera incluir las variables del clasismo y de la estratificación social tan determinantes en una sociedad como la salvadoreña, conduce a interpretaciones que lindan con la estupidez. A ese alguien que quisiera montar una campaña para sobrevictimizar a los hombres bastaría recordarle que ni la violencia homicida ni la represión estatal afectan parejo a los alumnos varones del Instituto Nacional de Soyapango, a los del Externado San José o a los de la Escuela Americana... aunque todos ellos tengan pene.

Foto archivo El Faro.

miércoles, 11 de octubre de 2017

Soldaditos en el parque

Un soldado trastea su celular en el asiento del conductor. Los otros dos deambulan alrededor del jeep con sus fusiles M-16, la despreocupación personificada. Es mediodía y el tráfico es un infierno, pero bastan los dedos de una mano para contar los peatones en 30 metros a la redonda. Quizá por eso los soldados no tienen gorros navarone ni nada para cubrir sus rostros. Saben que acá no es tan necesario. Acá es la colonia Escalón de San Salvador.
Más de tres semanas ya desde que el gabinete de seguridad que dirige el vicepresidente Óscar Ortiz regó por San Salvador Humvees, camiones de transporte, jeepsblindados… Y por cada vehículo, grupitos de dos, tres o cuatro obedientes soldaditos porque las órdenes son órdenes. Alguien en algún despacho aireacondicionado creyó que el despliegue militar abonaría en la guerra que el Estado desató contra las maras hace casi tres años, y los principales parques y arterias de la capital amanecen cada día adornados con toscos vehículos de la Fuerza Armada.
Camino con mi hija de 7 años por las Fuentes de Beethoven, casi el centro geográfico de la colonia Escalón. Esta vez nos acercamos a curiosear hasta el jeep: uno blanco y reluciente como recién salido de un carwash. Está sobre la grama junto a la estatua del prócer argentino San Martín. La clave en todo esto parece ser que el vehículo y los soldados no pasen desapercibidos. Y el mejor lugar del parque para el modelaje es justo frente a la calle que viene de la Zona Rosa, la 79ª sur, donde es casi un milagro que no haya trabazón a cualquier hora del día. El público está garantizado.
Un soldado trastea su celular, decía, y los otros dos deambulan alrededor del jeep, despreocupados. Órdenes son órdenes. Los han puesto para que los mire el que va en carro al trabajo, el que regresa en bus a su casa. Me atrevo a suponer que para alguno de ellos también será alivio estar acá, a la sombra, y no pateando los cantones infestados de Panchimalco, de Chapeltique, de San Isidro.
Mi hija dice que tiene hambre. Nos vamos.
***
Las tres semanas posteriores al despliegue militar en San Salvador han sido las tres semanas del año en las que los salvadoreños nos hemos asesinado más. No lo planteo como causa y efecto. No creo que el repunte brutal de los homicidios entre el 20 de septiembre y el 2 de octubre sea consecuencia directa de haber sacado las tanquetas. Pero sí creo que si alguien piensa que la presencia militar es una medida disuasoria, como parecen pensarlo en el gabinete de seguridad, debería hacerse un trabajo más fino para ubicar a los efectivos.
Desde hace un lustro presto especial atención a la evolución de las cifras de homicidios: los números gruesos y también la letra chiquita. Este gobierno es opaco con las estadísticas, pero uno se rebusca para obtener los reportes oficiales. Disecciono los números, actualizo mis tablas al menos una vez al mes, monitoreo cambios en los municipios, evalúo comportamientos anómalos, calculo proyecciones…
No son pocos los que creen que tener Humvees en los parques de la capital es un absurdo como estrategia de combate. Por pura intuición, que a veces basta y sobra. Pero yo voy un poco más allá. Soldados que ahora pasan 10 o 12 horas custodiando parques capitalinos por lo general tranquilos serían de gran ayuda en zonas que se han calentado en los últimos meses, como el eje Juayúa-Apaneca, la zona de Yamabal-Sensembra y el sector de Quelepa-Moncagua-Lolotique.
No son las únicas zonas calientes del país ni mucho menos, pero cito a voluntad esos pueblos por ser áreas que hace un par de años estaban libres del fenómeno de las maras o tenían una presencia testimonial. Ninguno de los siete municipios citados está entre los 50 que hace tres años el Plan El Salvador Seguro (PESS) definió como los prioritarios para ser intervenidos. Y ahí está precisamente uno de los mayores problemas para hacer frente a un fenómeno volátil como el de las maras: el Estado salvadoreño se mueve como elefante envejecido, tarda años en definir dónde, cómo y con qué fondos intervendrá, mientras que las pandillas en un chasquido reaccionan, se adaptan o se desplazan, y con ello inutilizan buena parte de las estrategias.
Aunque el gobierno tuviera como objetivo único y prioritario combatir las pandillas, el esquema del PESS de municipios seleccionados sobre datos de 2014 luce torpe ante un fenómeno maleable como el de las maras, un corsé que dificulta moverse y reaccionar.
Pero eso, reitero, ante un gobierno que en verdad quisiera entrar en serio al problema. Algo que me atrevo a poner en duda cuando salgo a pasear con mi hija y veo que, por puras razones de marketing electoral, este gabinete de seguridad ordena a tres soldados que pasen el día junto a un jeep militar blanco en el corazón de la colonia Escalón.
Foto Roberto Valencia.

martes, 5 de septiembre de 2017

El cuento de los enfrentamientos


Siete párrafos más abajo hay un revelador video con declaraciones del comisionado Cavallaro que dejan muy mal parado al gobierno de Salvador Sánchez Cerén en materia de derechos humanos, pero le invito primero a leer los siete parrafitos, porque le ayudarán a contextualizar las palabras del comisionado Cavallaro.

Más de 1,000 personas han sido abatidas por policías y soldados en El Salvador desde enero de 2015. Esas más de 1,000 personas no son todos pandilleros, y solo incluyen los homicidios cometidos en horario laboral, por decirlo de alguna manera; es decir, ocurridos en operativos etiquetados como ‘enfrentamientos’ en las bitácoras de la Policía Nacional Civil (PNC).

En todo 2016, por ejemplo, la PNC dijo que los policías y en menor medida los soldados protagonizaron 407 ‘enfrentamientos’, con un balance de 591 supuestos pandilleros, 8 policías y 2 soldados muertos. Es decir, el gobierno nos afirma sin pudor que cuando se enfrentaron a balazos policías y supuestos delincuentes, hubo 59 malacates caídos por cada servidor público fallecido.

Cada supuesto choque armado el gobierno lo etiqueta como ‘enfrentamiento’ y, salvo contadísimas excepciones, los fiscales se tragan la versión y ahí queda la cosa. A veces, cuando hay algo demasiado estridente o los periodistas destapan las incongruencias, la Fiscalía va un poco más allá, abre algún expediente, pero la mayoría de las veces termina pidiendo el sobreseimiento definitivo a favor de los policías. No hay ni un solo policía ni soldado condenado por ninguno de esos 1,000 homicidios.

La sociedad salvadoreña también tiende a creer que los ‘enfrentamientos’ son en verdad enfrentamientos, con disparos de uno y otro lado. El gobierno, de hecho, suele intercalar sus versiones oficiales con anuncios de decomisos de poderosos fusiles M-16, Ak-47 y AR-15 a esos malacates que ‘enfrenta’. Con frecuencia, también se filtran fotos de hombres cosidos a balazos con armas tiradas cerca de sus manos. Y los salvadoreños, en términos generales, aceptan, conviven y hasta aplauden el cuento de los ‘enfrentamientos’. Pocas, muy pocas voces lo cuestionan.

El Servicio Social Pasionista (SSPAS) y el Instituto de Derechos Humanos de la Universidad Centroamericana (Idhuca) son dos de esas excepciones. Desde hace meses explicitan sus sospechas de que una parte de los ‘enfrentamientos’ son en realidad ejecuciones extrajudiciales. Y sospechan también que la Fiscalía, algunos jueces e incluso la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos están siendo muy crédulos con la versión oficial. Por esas complicidades, y porque consideran que es algo fundamental para la sanidad de un Estado de derecho, decidieron denunciar al Estado ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, la CIDH.

La CIDH decidió escuchar sus quejas, y este martes 5 de septiembre se celebró la audiencia en Ciudad de México. Durante los primeros 35 minutos hablaron, de un lado, los voceros del SSPAS y del Idhuca; y del otro, el representante del Estado salvadoreño, responsabilidad que recayó en Raúl López, el viceministro de Seguridad Pública, el mismo que la semana pasada ganó notoriedad por la ocurrencia de piropear a una periodista de El Noticiero de Canal 6.

Pero lo más relevante de la audiencia fue cuando se abrió el turno de preguntas a los comisionados. James Cavallaro tomó la palabra y dijo esto:


Dice: “Cuando hay cifras así, se trata de algunos enfrentamientos y muchos casos de ejecuciones”.

Pero, ¿quién es este tal Cavallaro para atreverse a hablar con tanta rotundidad y desmontar de un plumazo el discurso del gobierno salvadoreño?

James L. Cavallaro es uno de los siete comisionados de la CIDH. Esto dice la breve hoja de vida colgada en la página web de la institución: “Ciudadano de Estados Unidos, es abogado graduado en Harvard, con un posgrado en derecho de la Universidad de California en Berkeley y un doctorado en derechos humanos y desarrollo de la Universidad Pablo de Olavide, en Sevilla, España. Actualmente James L. Cavallaro es profesor de derecho en la Universidad de Stanford y director fundador de la Clínica de Derecho Internacional de los Derechos Humanos y Resolución de Conflictos y el Centro de Derechos Humanos de dicha Universidad. Anteriormente fue profesor de derecho en la Universidad de Harvard y director ejecutivo del programa de derechos humanos de Harvard. Fue fundador del Centro de Justicia Global, una organización basada en Brasil, y fue director de las oficinas en Brasil de Human Rights Watch y del Centro para la Justicia y el Derecho Internacional (CEJIL). Es autor de decenas de artículos, libros y otras publicaciones sobre derechos humanos y sobre el sistema interamericano de derechos humanos. Fue elegido comisionado en el 43º período ordinario de sesiones de la Asamblea General de la Organización de Estados Americanos (OEA) en junio de 2013 por el período reglamentario de cuatro años, contados a partir del 1º de enero de 2014. En el 154º Período de Sesiones de marzo de 2015, fue electo primer vicepresidente de la CIDH. A partir del 1º de enero de 2016 asumió la presidencia en sustitución de la excomisionada Rose-Marie Antoine, quien culminó su gestión el 31 de diciembre de 2015”.

Habrá quien hoy ponga cara de sorpresa ante la contundencia del comisionado Cavallaro. Pero la Sala Negra de El Faro publicó en octubre de 2016 una investigación periodística que ya demostró, con idénticos argumentos a los que usó el comisionado Cavallaro, que la versión del ‘enfrentamiento’ encubre en realidad viles ejecuciones extrajudiciales cometidas bajo un manto de impunidad. El trabajo está basado en las cifras oficiales de muertos y heridos en uno y otro bando cada vez que se ‘enfrentan’, interpretadas también por reputados expertos internacionales en la materia, como lo es el comisionado Cavallaro.

Al calor de sus declaraciones, les invito a leer o a releer el reportaje ‘Casi que Guardia Nacional Civil’.

Apenas nada sucedió tras la publicación de esta investigación en octubre pasado. Y dudo que vaya a suceder algo ahora. ¿Por qué? Porque me temo que el Estado y la sociedad salvadoreñas, en general, creen que las ejecuciones extrajudiciales cometidas por policías y soldados son beneficiosas o, en todo caso, un problema menor. Por algo somos una de las sociedades más violentas del mundo, si no la más.

Foto Marvin Recinos (AFP).

martes, 29 de agosto de 2017

Mijango tenía razón


En lo sustancial, tenía razón Mijango, el mediador in chief, en su análisis sobre lo que se le venía encima a El Salvador.

Tenía razón el denostado Raúl Mijango cuando, hace ya dos años y finiquitado el controversial proceso que convenimos en llamar la Tregua, nos concedió una larga entrevista –una más, esta vez on the record– con la vaga pretensión de que sus respuestas, las de un testigo privilegiado, sirvieran como colofón a una de las políticas públicas que más incidencia ha tenido en la evolución de las maras y de los mareros.

Tenía razón Mijango cuando dijo: “Las posibilidades de construir paz en el país se han agotado, y ahora toca esperar a que los sedientos de muerte y de sangre, tanto en las pandillas como en el gobierno, se sacien y vuelvan a considerar que es necesario trabajar por la paz”.


Foto Víctor Peña (El Faro).

Aquella entrevista tuvo lugar el 1º de octubre de 2015, meses después de que el gobierno de Salvador Sánchez Cerén abortara sus negociaciones con los pandilleros y le apostara todo a la versión más sangrienta y brutal del manodurismo de todas las ensayadas tras la firma de los Acuerdos de Paz. Para entonces, los “sedientos de muerte y de sangre” de uno y otro lado ya estaban desatados. De un lado, las pandillas asesinaron a más de 60 policías en ese año, muertes brutales y cobardes en su inmensa mayoría, y también se atrevieron a desafiar a la sociedad entera con un paro del transporte público; del otro lado, se había consumado ya la masacre de la finca San Blas e incontables samblases más que la Policía Nacional Civil, con la anuencia de la Fiscalía y de la sociedad en general, encubre y tolera bajo la etiqueta de “enfrentamientos”. Poco ha cambiado en dos años.


Tenía razón Mijango cuando dijo: “¿Cuánto tiempo va a durar [la guerra]? No sé pero, en la experiencia que conocí y viví en el conflicto armado de los ochenta, fueron diez años y más de 50,000 muertos. En 1982 se hizo la primera propuesta de búsqueda de soluciones negociadas, pero en aquel momento las dos partes creyeron en la victoria militar. Es igual que ahora, que el gobierno está tratando de buscar una victoria militar, mientras que una vía negociada permitiría ahorrar tiempo, ahorrar muertos y ahorrar sufrimientos, y resolver el problema de una forma eficaz”.

Han pasado dos años y 9,000 asesinatos desde aquellas palabras, y no se atisban todavía señales inequívocas de que las maras estén perdiendo el control en sus canchas, o de que el diálogo pueda emerger como solución a un problema tan desbordado que solo los más miopes entusiastas del manodurismo creen que se puede resolver por la vía represiva.

Tenía razón Mijango cuando dijo: “Cientos de grupos [clicas] antes respondían a las directrices de las ranflas nacionales, pero ahora han caído en la anarquía, operan de forma autónoma, unidas solo por la idea de practicar la violencia”.

El gobierno presenta como uno de los grandes logros de las Medidas Extraordinarias haber dificultado como nunca antes la comunicación entre las ranflas encarceladas y los pandilleros en la libre. Y seguramente sea cierto, seguramente hoy sea más difícil que nunca que escapen órdenes o consignas de las cárceles, pero ¿nos hemos preguntado si eso per se ayuda o entorpece para buscar una solución a este conflicto tan enraizado y complejo?

Por último, creo también que tenía razón Mijango cuando dijo: “Yo llegué al convencimiento de que ya no hay capacidad nacional, con actores nacionales, de encontrar una salida a este problema. Siento que nos hemos polarizado demasiado, y que de alguna manera nos hemos satanizado entre nosotros mismos, y que el mismo Consejo [el Consejo Nacional de Seguridad Ciudadana y Convivencia] terminó siendo un fantoche que para lo único que ha servido es para justificar y legitimar la acción represiva del gobierno”.

La sociedad salvadoreña, a pesar de lo que asegura la propaganda gubernamental, está muy lejos –muy lejos– de dar con la fórmula para rehabilitar y reinsertar a más de 60,000 pandilleros activos y no menos de 400,000 personas entre familiares condescendientes, novias, simpatizantes, aspirantes, colaboradoras… Y, lo más preocupante, de dar con la fórmula para que cientos, quizá miles de niños y adolescentes salvadoreños no sigan queriendo –más que nada en este mundo– integrarse en la pandilla de su colonia o de su cantón, como lo quieren hoy.

Mijango fue el mediador por excelencia. Un tipo rupestre, malcae, franco, hábil, campechano, descuidado, el perro flaco al que se le pegan todas las pulgas. La persona que más se involucró en la Tregua, un proceso con luces y sombras que esta sociedad hizo descarrilar. Pero ese denostado Mijango es, sin duda, una de las personas en este mundo que más y mejor conoce el fenómeno de las maras y a sus líderes más influyentes. Alguien que podría asesorar, aconsejar, tender puentes, pero que esta sociedad prefiere verlo encarcelado, haya o no motivos.

Me temo que en lo esencial tenía razón Mijango: tal cual van las cosas, tendrán que pasar años de muerte y sangre, décadas quizá, hasta los que los sedientos se sacien, hasta que en la sociedad salvadoreña vuelvan a surgir voces valientes y de peso que juzguen necesario trabajar en serio por la paz.

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Si alguien quiere leer completa aquella entrevista, puede hacerlo en este enlace.

martes, 4 de julio de 2017

País subdesarrollado, periodismo subdesarrollado


Hace dosquetrés semanas, alguien se propuso escribir desde Barcelona un reportaje sobre la incestuosa relación entre el periodismo y la violencia; para ello, contactó a varios periodistas que vivimos en países muy violentos y nos envió un cuestionario base. Como ocurre siempre –la escritura, la edición y el sentido común obligan–, apenas se publicaron unos fragmentos seleccionados y mínimos de las respuestas.

Es infinita la relación existente entre periodismo y violencia. En lo particular, creo que en una sociedad como la salvadoreña deberíamos hablar mucho más sobre esa relación, sobre los errores que los periodistas salvadoreños hemos cometido y que seguimos cometiendo, pero siento que existe una especie de código gremial que imposibilita airear en público nuestras miserias; parecido a los médicos, que por lo general se acuerpan entre ellos cuando alguien los cuestiona desde afuera.

Por mi trabajo en la Sala Negra, el acercamiento genuino y constante a las distintas expresiones de violencia que nos carcomen me ha permitido moldear una opinión, que es muy crítica hacia el rol que hemos desempeñado el periodismo y los periodistas salvadoreños en el último cuarto de siglo. Algo escribí hace tres años en una bitácora que titulé ‘El periodismo, la gasolina perfecta para el fenómeno de las pandillas en El Salvador’. Sé que son temas ásperos, con los que resulta casi imposible despertar el interés de los ciudadanos, pero el cuestionario que envié a Barcelona desarrolla algunas ideas que quizá a alguien le resulten mínimamente interesantes. Por eso lo comparto íntegro acá.

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¿Cómo explicar la violencia sin caer en el morbo? ¿Es útil publicar sucesos violentos o con ellos estamos ayudando a normalizar la violencia, a inmunizarnos?
Primero habría que definir qué es el morbo, palabra que, me late, tiene tantos límites y connotaciones como personas hay en el mundo. Más que pontificar, prefiero esbozarte mi opinión sobre el tema, basada sobre todo en mi experiencia como fundador e integrante de la Sala Negra, la sección de El Faro que desde 2010 aborda, desde la trinchera del periodismo, el fenómeno de la violencia en la región más violenta del mundo. Yo sí creo que el periodismo sobre la violencia no solo es útil, sino que es necesario. En una sociedad como la salvadoreña, en la que la violencia moldea el diario vivir de cientos de miles de personas, sentiría un fracaso que el gremio dedicara el grueso de sus energías a hablar de fútbol, de cine o de las elecciones primarias en los partidos políticos. Ahora bien, informar sobre hechos violentos en sociedades violentas exige un plus de ética y responsabilidad, que es seguramente donde más estamos fallando.

¿Hay que poner un límite a la publicación de noticias violentas? ¿Cuál?
¿Limitar el ejercicio periodístico? Dudo que pueda responder de forma afirmativa en cualquier circunstancia, mucho menos cuando hablamos de la violencia. Me siento más cómodo apelando a la responsabilidad, a la ética, a la formación continua, a las fe de errata sinceras y proporcionadas, a la honestidad y, sobre todo, a la empatía y el respeto hacia las víctimas. Dicen que Kapuściński dijo que para ser buen periodista primero hay que ser buena persona. Suscribo esa máxima, sobre todo cuando se trabaja con víctimas.

¿Se deben mostrar fotos explícitas de violencia? ¿Ayudan a sensibilizar?
No creo que estas preguntas se puedan responder con síes o noes universales, válidos para todas las situaciones. En la Sala Negra hemos publicado fotografías con violencia explícita, pero siempre tras debates sobre su pertinencia. Y aplica también para los textos. En la crónica ‘Yo violada’, por ejemplo, yo elegí un lenguaje y una selección de escenas con violencia explícita, y fue una decisión consciente, meditada y avalada, de la que no me arrepiento. Fue voluntario retratar con crudeza la crudeza del fenómeno de las violaciones tumultuarias en el submundo de las maras.
Violencia - 580
Foto Edu Ponces (Ruido Foto/El Faro)

¿Cómo decide El Faro cuándo publica o no una información violenta? ¿Qué criterios cree que deberían adoptar otros medios?
La Sala Negra tiene, como grupo de periodistas con cierta autonomía operativa, debates internos sobre cada caso que creemos que amerita consideraciones especiales. Luego está el filtro de los editores de El Faro. Y si el tema lo amerita, como con ‘La PNC masacró en la finca San Blas’, buscamos asesoría externa con expertos en derechos humanos. Creo que también juega a nuestro favor que ya llevamos muchos años en esto, en una región muy violenta que nos pone a prueba cada día, y que hemos tenido oportunidad de equivocarnos lo suficiente como para haber aprendido algo. Como receta, creo que es difícilmente exportable a otras redacciones.

En el caso específico de El Salvador, ¿pueden los medios dar una cierta imagen de glamour de la violencia? ¿Tal vez la excesiva divulgación de los jóvenes tatuados ayude a mitificarlos?
La salvadoreña es una de las sociedades más violentas del mundo, si no la más, y, a mi modo de ver, solo un tonto negaría el rol nefasto ejercido por los medios de comunicación, por acción u omisión, en la conformación de la sociedad que tenemos hoy en día. En el caso concreto de las maras, es incuestionable que el periodismo ha contribuido al desarrollo y a la radicalización, sobre todo en los noventa y en la década pasada. Sin embargo, sobre el punto particular que me planteas de los tatuajes, creo que son los periodistas extranjeros (enviados, agencias, corresponsales…) los más fascinados con ese tipo de expresiones. Salvo excepciones, es lo primero que piden apenas ponen un pie en el aeropuerto.

¿Cree que los medios salvadoreños abordan en profundidad las causas de la violencia y explican dónde nacen los conflictos?
Somos un país subdesarrollado, con un periodismo subdesarrollado. Hay excepciones muy dignas, pero en términos generales el periodismo salvadoreño deja mucho que desear.
No, no creo que se aborden las causas ni los porqués; es más, siento que muchas veces se informa desde un desconocimiento insultante. El caso de las maras es el más evidente: el Barrio 18 se partió en dos pandillas en la segunda mitad de la década pasada, pero algo así, con tanta incidencia en el diario vivir de decenas de miles de salvadoreños, pasó completamente desapercibido durante años. Aún hoy, una década después de la ruptura, hay colegas que trabajan en la cobertura de la violencia que no sabrían decir ni una sola diferencia entre la 18-Sureños y la 18-Revolucionarios. Yo lo juzgo grave y sintomático.

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El reportaje que reprodujo fragmentos de estas respuestas se publicó el 22 de junio de 2017 en PlayGround, bajo el título ‘Menores, violencia sexual, terrorismo y mucha sangre... ¿Vale todo por los clics?’, y lo firma el periodista Germán Aranda.

jueves, 15 de junio de 2017

“No permitan que nadie les diga que ustedes no son inteligentes”

Alejandra SanIsidro - 580

—En mi familia nunca nadie había ido a la universidad –dice Alejandra.

Ir a la universidad en El Salvador es privilegio, uno de esos zanjones que dividen la sociedad entre los que pueden –aunque opten por no hacerlo– y los que no; sí, es cierto que la Constitución dice que el derecho a la educación es inherente a la persona humana, pero también es cierto que del dicho al hecho hay un trecho, y la sociedad que los salvadoreños hemos moldeado tras casi dos siglos de independencia es excluyente y desigual y clasista, una sociedad en la que la universidad es opción real solo para los hijos de determinados estratos sociales, y no lo es para los hijos de los estratos desfavorecidos; claro que hay excepciones y algunas becas para los bachilleres pobres sobresalientes, pero solo un estúpido defendería que tienen las mismas posibilidades de ir a la universidad un niño criado en la residencial Vía del Mar o en la colonia Escalón que una niña criada en el cantón Azacualpa, como es el caso de María Alejandra Martínez, la Alejandra que dice que es la primera de su árbol genealógico, nacida en 1998, en octubre, y que ahora cursa tercer ciclo de la Licenciatura en Gerencia Informática de la Universidad Pedagógica, siendo ella de Panchimalco, del área rural de Panchimalco, de un lugar que está a apenas 17 kilómetros en línea recta de Catedral metropolitana, pero tan olvidado y aislado y abandonado que Alejandra necesita tres horas y tres buses para salir, y otros tres y tres para regresar.

—A veces no me dan ganas de levantarme, pero mi abue me dice: “Hija, tenés que ir a estudiar”. Otras veces son mis hermanos los que me animan: “Tenés que hacer la tareas”. Y todo eso como que me da más fuerzas, más ganas –dice Alejandra.

El año pasado era peor la madrugadera, pero en este ciclo las clases comienzan a las 8, y a Alejandra le basta con poner el despertador a las 4 para llegar a tiempo; cuando se es pobre, juntar dinero y tiempo y ganas para superarse es complicado si se vive en el bajomundo de Mejicanos o de San Miguel o de Lourdes, pero todo se complica cuando se vive en lugares como el cantón Azacualpa, porque Alejandra tiene que salir de la casa a las 4:40 a.m. para agarrar el bus que a cambio de $0.60 y una hora por una calle infernal la deja en el casco urbano de Panchimalco, luego tiene que tomar una Coaster de la Ruta 17 que por $0.35 la lleva en media hora hasta el Centro Histórico de San Salvador, y más luego toma, por otros $0.20, cualquier bus de las rutas 11 o 9 o 3, que la acercan hasta la Universidad Pedagógica, por la colonia Médica de San Salvador; un viaje que con los tiempos perdidos entre bus y bus le supone casi las tres horas y $1.15, y otro tanto para regresar al cantón, y así cada día.

—Cuando me desanimo, pienso en mi abue, en mis hermanos, en mi mamá… en todo el esfuerzo que ellos están haciendo, y eso como que me da fuerzas para seguir –dice Alejandra.

Alejandra estudió en Azacualpa hasta que el cantón se le quedó pequeño, en noveno grado, y luego se fue al cantón San Isidro, el único centro de la zona donde se estudia bachillerato; ahí tuvo la tercera mejor nota de su grado, pero el Complejo Educativo Cantón San Isidro es público y es rural, y año tras año la Prueba de Aprendizaje y Aptitudes para Egresados de Educación Media (PAES) evidencia la desigualdad del sistema educativo salvadoreño, y los centros públicos y rurales promedian notas notablemente inferiores a las de los privados y urbanos; Alejandra no llegó al seis en la PAES cuando era una joven de ochos y nueves, y eso la desanimó a presentarse a las pruebas de ingreso en la Universidad de El Salvador, la pública, pero no a seguir estudiando, gracias primero al decidido apoyo de su abue y de sus hermanos y de su madre –apoyo familiar entusiasta muy poco habitual–, y gracias también a una beca gestionada por la Fundación Forever, una oenegé que canaliza sinergias y aportes económicos de distintos sectores para que jóvenes como Alejandra, nacida y criada en un contexto asfixiante, tenga una oportunidad real –real– de superarse, para beneficio de ella y para beneficio de la sociedad de la que forma parte.

—No permitan que nadie, absolutamente nadie, les diga que ustedes no son inteligentes –dice Alejandra a los jóvenes que este año se graduarán de bachiller en San Isidro.
En ese centro ignoto del área rural salvadoreña se han multiplicado –y no es licencia literaria– los que quieren seguir los pasos de Alejandra.

domingo, 21 de mayo de 2017

El obispo que prologó mi libro será cardenal


Sorpresivo es lo menos que puede decirse del anuncio del papa Francisco sobre Gregorio Rosa Chávez, un hombre que desde febrero de 1982 ha sido obispo auxiliar de la arquidiócesis de San Salvador. 35 años, se dice pronto. El próximo 28 de junio tendrá lugar en el Vaticano el encuentro para su nombramiento como cardenal –Rosa Chávez será el primer purpurado de nacionalidad salvadoreña– y, un día después, concelebrará junto al papa y otros cuatro nuevos cardenales una misa solemne en la basílica de San Pedro.


Sorprendido es lo menos que puedo decir sobre mis sensaciones cuando he sabido de la noticia. Gregorio Rosa Chávez, a quien el periodismo me permitió conocer, escribió el prólogo de ‘Hablan de Monseñor Romero’, libro de mi autoría que aborda el lado más íntimo y personal del más universal de los salvadoreños. Releí ese prólogo con renovado interés tras el nombramiento, y decidí compartirlo en este blog porque creo de corazón que ilustra con fidelidad la relación entre él y Monseñor Romero, relación que me atrevo a intuir que ha pesado en la sorpresiva decisión del papa Francisco. El prólogo tiene además la virtud de que son sus propias palabras, un texto de su puño y letra, reflexiones del primer cardenal salvadoreño en la historia de la Iglesia católica.
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Este no es un libro más sobre Monseñor Romero, sino una guía segura para acercarse al auténtico Monseñor Romero. Los testigos que han sido entrevistados nos entregan valiosas claves para conocer al ser humano, al discípulo de Jesús y al pastor que llega hasta la ofrenda de su vida. Por sus páginas desfilan gentes muy cercanas a Monseñor, como Salvador Barraza, las hermanas Chacón, el actual obispo de Santiago de María, y monseñor Urioste, quien estuvo siempre a su lado en San Salvador; hombres muy conocidos como Héctor Dada Hirezi y Roberto Cuéllar; dos religiosas –la hermana Lucita y la hermana Eva–, y un joven artista que nos pone en contacto con el lenguaje y la visión de la juventud de hoy. Cada uno y cada una van trazando pinceladas que nos permiten conocer y comprender mejor al salvadoreño más conocido y más amado en el mundo entero. Completa el cuadro un mosaico multicolor de voces del pueblo que, desde la cripta de Catedral, nos dicen por qué creen que Monseñor Romero es santo.
Roberto Valencia es un talentoso periodista vasco-salvadoreño que ha logrado penetrar con el corazón y la inteligencia en el misterio de Monseñor Romero y en la complejidad del contexto en el que le tocó ser pastor de un pueblo martirizado. Con perspicacia ha visto en el Diario de Monseñor Romero –que recoge las memorias de los dos últimos años de servicio como arzobispo de San Salvador– “una herramienta imprescindible para conocer al ser humano”. En sus páginas, “no solo incluyó grandes brochazos de su quehacer, sino que lo enriqueció con sensaciones y sentimientos, sobre todo en los últimos meses de vida”. El lector interesado en comprobar la veracidad de lo que aquí se cuenta encontrará en el Diario elementos seguros para no perderse.
¿Usted cree que Monseñor Romero es santo? La pregunta surge, a veces de forma brutal, en los labios del periodista que, con maestría y conocimiento del tema, la formula a cada entrevistado o entrevistada. Al juntar las diferentes respuestas queda en evidencia que aquí estamos ante una forma más bien inédita de santidad. Algunos llegan incluso a expresar su temor de que la figura que se nos proponga como modelo de santidad no sea el verdadero Monseñor Romero, y por eso no se muestran muy interesados en el proceso de canonización.
El libro que me honro en presentar pone en nuestras manos un material precioso para desmitificar la figura de Monseñor Romero. En una ocasión él dijo a un grupo de alumnas de un colegio católico que en San Salvador se tienen dos imágenes muy diferentes del arzobispo: “Para unos, es el causante de todos los males, como un monstruo de maldad; para otros, gracias a Dios, para el pueblo sencillo sobre todo, soy el pastor. ¡Y cómo quisiera que ustedes hubieran sido testigos de la acogida que dan a mi palabra, a mi presencia sobre todo en los pueblos humildes!” (Diario, 11.04.78).
Conocí al padre Romero cuando yo era seminarista menor y, después de mis estudios de Filosofía, colaboré con él un año entero como su asistente en seminario menor de San Miguel. En su Diario habla de mí “como amigo que lo ha sido desde tanto tiempo y muy de fondo” (Diario, 18.05/79). Por eso me siento muy contento de poder escribir algunas palabras introductorias a esta obra inspirada e inspiradora.
¿Por dónde comenzar? Quisiera detenerme en primer lugar en los testimonios de Salvador Barraza y de las hermanas Chacón, porque allí se retrata de manera fresca el talante del hombre Óscar Romero, remontándonos incluso hasta sus tiempos de sacerdote en la diócesis de San Miguel.
Barraza nos sorprende cuando afirma que él no era el motorista de Monseñor Romero –la película Romero nos había hecho creer lo contrario–; sino su amigo: “Para cosas de confianza me buscaba, y también yo me encargaba de que saliera a distraerse porque tenía mucha tensión”.
Por su parte, Elvira y Leonor Chacón describen con sencillez que su casa era para Monseñor una verdadera Betania: “Él venía aquí con el afán de descansar, de olvidarse de sus cosas. Aquí no se hablaba de D’Aubuisson ni de los obispos ni de nada de eso. Su idea era… ¿Cómo decirlo? Sentirse en familia”, recuerda Leonor. Me consta que Monseñor Romero llegaba con toda confianza, incluso a altas horas de la noche y con varios acompañantes, a este hogar en el que la mesa siempre estaba servida. El solía decir que allí se cumplía el dicho popular “cayendo el muerto soltando el llanto”. Con la misma confianza llegaba también a la casa de la familia Barraza.
Otro testigo excepcional de esa época anterior a los azarosos años en que le tocó pastorear la arquidiócesis de San Salvador es monseñor Rodrigo Orlando Cabrera, quien fue uno de sus más cercanos colaboradores en la diócesis de Santiago de María. Repite aquí lo que ha afirmado en otras ocasiones: que se ha exagerado al afirmar que Monseñor Romero abrió las puertas de la casa episcopal para albergar a los cortadores de café. Una perla de esta entrevista en la afirmación de lo que tantos hemos comprobado: “Es curioso. Monseñor Romero siempre se sentía mejor cuando estaba con los pobres. Se le notaba. Siendo obispo aquí, ocurría a veces que cuando iba de visita, algunos padres le preparaban almuerzo o la cena. Pero cuando lo mandaban a buscar, lo encontraban en el atrio, compartiendo tamales o un café con gente muy humilde”.
Un dato de inapreciable valor –confirmado por Barraza, las hermanas Chacón y monseñor Cabrera– es que Monseñor Romero, después de volver de su paseo al mar y antes de la misa del día en que fue asesinado, le pidió a Salvador que lo llevara a Santa Tecla a confesarse con el padre Azkue, su director espiritual. ¡Vaya manera de prepararse para ofrecer en el altar la máxima prueba de su amor a Jesucristo!
Los testimonios de Roberto Cuéllar y Héctor Dada Hirezi nos acercan al hombre que vivió con pasión la defensa de la dignidad de los pobres y perseguidos, y acompañó a gente clave que soñaba, como él lo hacía, con un país diferente.
El nombre de Roberto Cuéllar aparece con frecuencia en el Diario de Monseñor, siempre ligado al tema de los derechos humanos o a la preparación de la homilía dominical del pastor. Impresiona su descripción de la autopsia del cadáver del obispo asesinado y los datos acerca del origen y la evolución del Socorro Jurídico del Arzobispado. Pero destaco el pasaje cuando se refiere a Reynaldo Cruz Menjívar, el militante demócrata-cristiano que permaneció más de nueve meses en una cárcel clandestina de la Policía de Hacienda, sometido a las más brutales torturas; al leerlo, uno se siente horrorizado. Monseñor, en su Diario, menciona el caso en una forma sumamente discreta, pero el relato de Roberto Cuéllar arroja luz sobre el corazón del pastor: “Me impresionó, francamente se lo digo, que fuera el propio Monseñor Romero el que lo trató. Él no quería que nadie se enterara de que lo tenía escondido en el arzobispado, porque ahí pasó unos pocos días, y él mismo le daba las medicinas”.
Quienes conocemos a Héctor Dada Hirezi sabemos de su clara identidad cristiana y de su valiente compromiso iluminado por la doctrina social de la Iglesia. El Diario no deja a este respecto ninguna duda: ya se trate su calidad de dirigente democristiano, de canciller de la primera Junta surgida después de la insurrección militar del 15 de octubre de 1979, o de integrante de la segunda Junta, la confianza y la estima de Monseñor Romero hacia él son incuestionables. Es particularmente valiosa la insistencia de Héctor en recalcar que Monseñor Romero fue un hombre honesto: “Creo que ninguno habíamos valorado la absoluta honestidad humana y religiosa de Monseñor Romero, una conjunción de honestidades que lo llevaron a comprometerse en cosas que nadie esperábamos que se comprometiera”.
La visión de dos laicos metidos en el mundo se completa con la mirada de dos religiosas. La primera es madre Lucita, conocida en el mundo entero por su cercanía con Monseñor Romero, a quien le dio la sorpresa de entregarle una casita como regalo el día en que él cumplía 60 años; y la segunda es la hermana Eva, quien nos cuenta de primera mano cómo vivió Monseñor Romero la muerte de su amigo, el padre Rutilio Grande, al contemplar su cuerpo acribillado en el templo de Aguilares.
La madre Lucita –al igual que las Hermanas Chacón– puede afirmar que para Monseñor Romero, el hospitalito “era su Betania”. Ella supo –y no fue la única– de los arrebatos del carácter de Monseñor Romero, pero no duda de su santidad: “No tengo dudas… Porque lo conocí y sé que quiénes hablan mal de él no lo conocieron. Era un hombre de una fe y de una oración muy profundas, y todo lo que hacía lo consultaba con Dios antes, arrodillado, para que le diera sabiduría y le dijera qué tenía que hacer. Fue un santo muy humano”.
Hay que agradecer a la hermana Eva Menjívar –una religiosa Carmelita de San José que dejó su congregación, junto con varias compañeras para asumir un trabajo de acompañamiento bastante arriesgado–, su vivencia de esa noche tan densa de la velación del padre Grande y de sus dos compañeros. Ella tampoco duda de la santidad de Monseñor Romero: “La veo en sus grandes valores. El hombre era muy humilde y de mucha oración, muy profundo. Si uno se fija en sus homilías, en cómo las iba ordenando, dan pie a pensar que Monseñor no sólo iba a hablar, sino que hacía profundas reflexiones, y no solo hacia fuera. Fue una profunda reflexión decirse a sí mismo en un momento muy importante de su vida: ahora me toca cambiar a mí. Y así nos lo dijo algunas veces: esto nos lo han enseñado así, pero tenemos que hacer esto otro…”.
El nombre de monseñor Ricardo Urioste es el que con más frecuencia aparece en el Diario de Monseñor Romero. Pero, más allá de la estadística, tenemos que rendirnos ante la invaluable contribución del hombre que ha gozado de la confianza de los tres arzobispos más importantes de nuestra historia arquidiocesana: monseñor Luis Chávez y González, monseñor Arturo Rivera Damas y Monseñor Romero. Este lo menciona en las primeras páginas del Diario como uno de sus acompañantes –junto con Monseñor Rivera– en un importante viaje a Roma para hace contrapeso a otra delegación que había viajado al Vaticano para mal informar al Papa y pedir su destitución. Le vemos luego a su lado como vicario general, como vicario pastoral, como administrador y como la persona con la que siempre puede contar. Le encomienda misiones delicadas ante personajes del Gobierno, del mundo de la política o de la empresa privada; y pide su consejo constantemente para saber discernir la voluntad de Dios en la dramática historia de la Iglesia y de la patria.
Quienes conocen a monseñor Urioste no se sorprenderán al leer esta afirmación: “Monseñor Romero fue el hombre que más conoció el magisterio de la Iglesia en este país, y nadie después ha podido conocerlo tan bien”. O cuando se refiere a la acusación de que el arzobispo fue manipulado: “Si, ¡claro que Monseñor fue manipulado! Lo manipuló Dios, que hizo con él lo que le dio la gana. Yo de eso estoy convencido, pero convencidísimo, como dogma de fe”.
Concluyo este rápido recorrido con la palabra de un joven artista que nació seis años después de la muerte de Romero y que ganó el concurso de pintura organizado el año pasado por el Gobierno de El Salvador. Cuando se le pregunta a Víctor Hugo Rivas qué opina sobra la decisión del presidente de la República, Mauricio Funes, de declarar a Monseñor Romero como guía espiritual de la nación, responde con franqueza: “Guía espiritual no se es porque alguien te nombre, sino porque uno se lo ha ganado. Y la imagen de Monseñor Romero se respeta en la actualidad, pero no porque alguien lo haya nombrado guía, sino por lo que hizo y por lo que dijo. De él a mí me impacta el simple hecho de que, siendo la máxima autoridad de la arquidiócesis, llegara a los cantones más perdidos y hablara con las personas más humildes. Y cuando visitás donde él vivía, podés darte cuenta de que vivía en la austeridad. La gente aprecia esas cosas, y por eso Monseñor Romero sigue siendo recordado hoy. Él solo se ganó el respeto que tiene”.
Espiando entre las homilías dominicales de Monseñor Romero, un florilegio de pensamientos retrata su corazón de pastor. Entre ellos he escogido el siguiente para concluir esta presentación: “¡Qué distinto es predicar aquí, en este momento, que hablar como amigo con cualquiera de ustedes! En este instante, yo sé que estoy siendo instrumento del Espíritu de Dios en su Iglesia para orientar al pueblo. Y puedo decir, como Cristo: ‘El Espíritu del Señor está sobre mí, a evangelizar a los pobres me ha enviado’. El mismo Espíritu que animó a Cristo y le dio fuerza a aquel cuerpo nacido de la Virgen para que fuera víctima de salvación del mundo es el mismo Espíritu que a mi garganta, a mi lengua, a mis débiles miembros le da también fuerza e inspiración”. (Homilía, 16.07.78)
Monseñor Gregorio Rosa ChávezSan Salvador, marzo de 2011
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El libro ‘Hablan de Monseñor Romero’, editado por la Fundación Monseñor Romero, ya no está a la venta porque se agotaron todos los ejemplares que se imprimieron. Pero el PDF puede consultarlo y descargarlo gratis en este enlace.
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