miércoles, 14 de noviembre de 2012

Ya lo dijo Poveda en 2009...

La última vez que vi a Poveda fue dos meses antes de que lo asesinaran. La Alianza Francesa de San Salvador organizó el 30 de junio un debate titulado Violencia juvenil, ¿qué soluciones?, y él era uno de los ponentes. Llegó con su mejor sonrisa y sin recibir ni un dólar a cambio. La charla resultó un evento íntimo, con no más de 30 personas de público. Recuerdo que al terminar se acercó a pedirme el teléfono para llamar a su pareja.

En sus intervenciones, explicitó su postura personal sobre las maras: las políticas represivas implementadas por la derecha en El Salvador fueron un fracaso, hay sectores de la sociedad que se lucran de la extrema violencia que carcome al país, los medios de comunicación locales tienen una cuota de responsabilidad importante, y la única solución a corto plazo es que el Gobierno se siente a negociar con los pandilleros y fomente las condiciones para que se dé una tregua entre la Mara Salvatrucha y el Barrio 18.

La vida loca está en sintonía con ese planteamiento que dibuja a los mareros más como víctimas que como victimarios. En el documental los represores son la Policía y el Ejército. Los pandilleros son una joven que busca a su madre, que la abandonó a los seis días de nacida; son una madre que amamanta a su hijo; son un niño de la calle agradecido con el Barrio, su única familia, son jóvenes que quieren ganarse la vida amasando pan, pero que son perseguidos. En 90 minutos aparecen pandilleros que se divierten bromean bailan trabajan se drogan se redimen se tatúan, pero no hay ni un solo plano de alguno armado, como si las armas fueran algo ajeno. Ante esta selección de la realidad que realizó Poveda, no es de extrañar que la crítica de cine publicada por el diario francés Libération concluyera con esta frase: “Ha podido dibujar los contornos de los personajes, por lo que ahora es imposible negarles la condición de víctimas”.

Un aporte fundamental sobre el fenómeno que hace el documental no está en un primer plano de lectura. La pandilla que retrata va más allá del estereotipo del grupo de jóvenes tatuados con predisposición al delito y a la violencia. Poveda logra captar la complejidad del fenómeno, algo que se aprecia con claridad en los velorios y entierros. En el último que se muestra, el de la pandillera tuerta, los tatuados son minoría. Lo que abundan son rostros imberbes, adultos mayores, abuelas, niños. Todo un entramado social. Poveda con su cámara dejó sin argumentos a los que opinan que las pandillas son un problema estrictamente delincuencial.

Unas semanas antes de que se estrenara en septiembre de 2008 en el Festival Internacional de Cine de Donostia, en el País Vasco, pude preguntarle qué opinaba él sobre su obra.

—La película es, como decimos en Francia, à double tranchant, a doble corte. Realmente yo he compartido la vida de estos locos, y hay algunos que los ves vivir… y los ves vivir y los ves vivir. Y es puro documental, no es como un actor que muere y ya sabes que lo vas a ver vivo en otra película. Aquí mueren de verdad. Y eso es algo impresionante y que da fuerza a la película, pero al mismo tiempo asusta mucho.


Fotografía: Christian Poveda
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Este relato es un fragmento de una larga crónica titulada ¿Quién mató a Christian Poveda?, publicada en la revista Gatopardo en la edición de diciembre de 2009.


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