miércoles, 30 de noviembre de 2011

El mejor momento del día


Alejandra Valencia cumplirá dos años el 11 de enero de 2012. Dos años.

Curioso esto del paso del tiempo. Por un lado, la sensación –la convicción– de que solo un chasquido de dedos separa este miércoles del día en el que salí –radiante, vivo– del Hospital Amatepec después de que me dejaran ver por no más de un minuto a la recién nacida, y me fui directo a la casa de mi amigo Carlos Martínez, para celebrarlo. Por otro lado, la paradoja de ver sus fotografías de hace apenas seis-nueve meses y pensar que fueron tomadas hace una vida, o los simples recuerdos de una Alejandra que solo se mueve a gatas, sepultados ya en la memoria, pero que apenas tienen menos de un año de antigüedad. Curioso.

Alejandra es ya una personita que discute ríe travesea salta coquetea maquina chantajea-a-su-papá-con-la-mirada-la-sonrisa tose llora grita corre-carreras imita dibuja y se puede ensimismar mirando un amplio abanico de cosas que van desde el camión de la basura hasta la luna. Es persona pues.

Quizá por ello, de un tiempo a esta parte, todas-todas las tardes, ocurre lo mismo: a eso de las cinco o cinco y media, cuando el sol quiere esconderse, me golpea un desasosiego para que llegue cuanto antes el rencuentro con Alejandra, casi siempre en la casa, cuando llego, saco las llaves y ella, aunque esté en la otra punta, solo con oír el ruidoso artilugio sonoro que se bambolea cuando la puerta lo golpea, dice: ¡Paaaapi! Y me sonrío solo, y Alejandra corre por el pasillo para darme un tímido abrazo y luego separarse pudorosa.

—¿Cómo lo pasaste en el kínder hoy?
—Ien –responde.

Sin duda, el mejor momento del día.

Quizá por ello también, cuando por algún motivo de peso como pueden serlo las reuniones semanales de evaluación en El Faro, sucede que uno llega tarde a casa, ocho y media, nueve incluso, y Alejandra ya está dormida, ese día termina siendo un día incompleto, como incompletos lo eran todos, sin saberlo, hasta antes de ser padre.


Fotografía: Roberto Valencia

lunes, 28 de noviembre de 2011

No 13, no 18

La evidencia está en la propia Federación Salvadoreña de Fútbol (Fesfut), a la vista de quien la quiera ver. Apenas se ingresa en el edificio principal, a mano derecha se encuentran los cubículos reservados para la Segunda División, con su gran tablón de anuncios al fondo y un rótulo explícito: Campeonato 2011-2012. Debajo, perfectamente ordenadas y sostenidas por tachuelas de colores, 10 hojas con las alineaciones de los equipos. C.D. Chalatenango, dice el primero; luego, nombres de sus jugadores y el número asignado: con el 1, fulano; con el 2, mengano; con el 3, con el 4, el 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, todo normal hasta ahora, con el 12, con el 51, el 14, 15, 16, 17, con el 52, el 19… No hay 13, no hay 18.

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(Este el primer párrafo de un reportaje titulado Las maras trastocan la matemática del fútbol, publicado el 27 de noviembre de 2011 en la sección Sala Negra del periódico digital El Faro)

Fotografía: Roberto Valencia

viernes, 25 de noviembre de 2011

La jura y los chacuatetes


Mañana del 5 de junio de 2010, sábado.

—¡¡¡Huevonazos!!! –grita el cabo.

Hoy hay más movimiento del habitual en el reparto La Campanera, en Soyapango. Los soldados están en campaña de fumigación contra el zancudo transmisor del dengue, y las bombas termonebulizadoras zumban. Los policías no fumigan, pero un grupo de ellos lleva un buen rato calle arriba, calle abajo en el pick up Mazda de la corporación. Ahí suben otra vez y, al pasar sobre el primer túmulo, suenan la sirena una fracción de segundo, pero suficiente para irritar al cabo fornido que está parado sobre la acera.

—¡¡¡Huevonazos!!!

Es evidente que quería que yo lo escuchara. Ve que le sonrío la gracia y se anima.

—Ya quisiera ver a uno con nosotros… 
—¿Un pick up? –pregunto, un tanto desconcertado. 
—No, a una de esas niñas. ¡Pa’que sepan lo que es trabajar!

La Fuerza Armada y la Policía Nacional Civil conviven en La Campanera desde noviembre, pero rara vez patrullan juntos. Los que más se mueven son los soldados; chacuatetes, los llaman. Se les ve pasar a cada rato en grupos de tres o cuatro y armados con fusiles de asalto M-16 o Galil. En su afán por diferenciarse de las niñas, se aplican con mayor dureza. “Los soldados pegan más a lo loco”, me dirá otro día Whisper, un pandillero. Irónicamente, hombría y violencia también son valores asociados dentro de una mara. 

Fotografía: Roberto Valencia

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(Este es un fragmento de un larga crónica titulada Vivir en La Campanera, publicada el 21 de junio de 2010 en el periódico digital El Faro)

lunes, 21 de noviembre de 2011

Esmeralda y la cosecha 2011

Esmeralda García, a los asiduos quizá les suene el nombre, vive en el cantón El Espinal de San Rafael Cedros, en Cuscatlán. Es mujer de campo, la viva representación de la humildad en todas sus acepciones, una persona recta y honrada, cualidades que brillan más en una sociedad tan descompuesta como la salvadoreña. Pues bien, el sector donde Esmeralda y su familia habitan no fue, ni mucho menos, de los más afectados por las lluvias que hace unas semanas dejó la ya famosa depresión tropical E-12. Pero llovió con ganas, más que lo que los cultivos son capaces de soportar.

José, el esposo de Esmeralda, sembró en mayo la media manzana que con esfuerzo lograron alquilar. En ladera, lo que no deja de ser una ventaja cuando llueve mucho. 

Para cuando llegó la E-12, la milpa estaba doblada, y el frijolar, crecido, pero le faltaba. Sobra decir que en esta familia el grueso de la cosecha lo usan para consumo familiar, que dependen en gran medida de ese frijol y de ese maíz. Por eso hoy, la primera vez que me cruzo con Esmeralda desde las lluvias, es lo primero que le he preguntado.

—Maíz sí vamos a tener –responde–. Con el agua se cayó nomás, y se ha podrido de la punta, pero este año los elotes eran grandes, y no es mucho lo que se ha perdido. Ya lo recogió José, por costaladas.
—¿Y el frijol?
—No, el frijol se ha perdido todo…

A Esmeralda la conozco desde hace diez años, y ya en otras ocasiones me ha contado que, cuando cae mucha agua al final de la estación lluviosa, el frijol se nace, no se puede vender, pero al menos una parte de la cosecha se puede consumir si uno no es un tiquismiquis. Esta vez se ha perdido por completo.

—Se arruinó, no se podrá recuperar nada…
—¿Nada de nada?
—Bueno, saldrán, lo mucho, unos dos medios (un medio son 20 libras)… menos que lo que sembró, porque José sembró tres medios.

Dentro de lo malo, esta familia tiene cómo capear el temporal en los largos meses que se avecinan hasta que salga la próxima cosecha. Esmeralda tiene un ingreso fijo limpiando casas, José trabaja esporádicamente en una granja de gallinas y cerdos que abrieron en el cantón, y la hija mayor acaba de encontrar su primer empleo, malpagado pero es un dinero que se agradecerá. Asusta pensar lo que sucederá con las familias que no tienen estos colchones o que viven en áreas donde la lluvia fue aún más dañina.

Fotografía: Roberto Valencia

lunes, 14 de noviembre de 2011

Memoria de elefante

Se puede sobrellevar mejor o peor, pero el paso del tiempo conlleva en los humanos el inevitable envejecimiento. Cada día que pasa es un día menos de vida, y esta obviedad se torna más inquietante para quienes no creen que haya algo después de que los corazones dejan de latir y los cuerpos comienzan a pudrirse. Pero ese paso de los años tiene también aspectos muy positivos, infinidad. Uno de ellos es que cuando más distancia se ha recorrido, el número de buenos recuerdos se eleva, y a veces sucede que un día estás trabajando frente a la computadora y en una carpeta que ni sabías que existía encontrás un video, lo mirás y logra arrancarte cuanto menos una sincera sonrisa. Eso me ocurrió con estas imágenes grabadas en el Zoológico Nacional a mediados de noviembre de 2006, hace ya un lustro. 



El tiempo pasa. Manyula, la elefanta por la que llegué a sentir tanta admiración y cariño, falleció en septiembre de 2010. Las voces que se escuchan de fondo en la grabación son de Natxo y Lara, dos amigos que me visitaron en calidad de novios y que cinco años después son matrimonio y conocen ya la paternidad. Y el que grita como loco es quien suscribe estas líneas, y hoy es alguien cinco años más viejo, cinco años más humano.

jueves, 10 de noviembre de 2011

Panchimalco, ¿pueblo vivo?

A Panchimalco no se llega por casualidad. Está cerca de San Salvador, a 17 kilómetros, pero primero hay que trepar el cantón Planes de Renderos y luego descender por la sinuosa carretera que primero se dirige hacia Rosario de Mora y luego busca el mar. El casco urbano ni siquiera está sobre esa calle ignota, sino que hay que tomar un desvío y adentrarse un kilómetro. A ese aislamiento quizá le deba las sensaciones de ruralidad que aún transmite, aunque tiene título de ciudad. Por Panchimalco no se pasa; a Panchimalco hay que ir.

Por eso extraña tanta calamidad.

Es sábado de sol y vientos, mediodía, y Panchimalco luce radiante. Al poco de ingresar en el pueblo, por el camino adoquinado que se dirige a la celebrada iglesia colonial, se alza altanero un letrero que atraviesa toda la calle. “Jesucristo, la única esperanza para Panchimalco”, dice. Más abajo, la iglesia está hoy ocupada por un nutrido grupo de niños en retiro espiritual. Guitarra en mano, cantan a Jesús y hasta le hacen porras, como en los partidos de baloncesto de la NBA. “Jota-E-Ese-U-Ese… Jeeeeeeeesús…”

Pero a dios, si es que existe, parece que le vale madres tanto fanatismo.

Basta analizar por un instante los números para concluir que lo que está pasando en Panchimalco es aterrador. Según el Instituto de Medicina Legal, a inicios de la década pasada nunca se alcanzaban los 10 asesinatos en un año. Al igual que ocurrió en todo El Salvador, las cifras se dispararon en 2004 –paradójicamente tras la implementación de las políticas de mano dura–, y el promedio anual de homicidios durante el quinquenio 2004-2009 subió hasta 23; preocupante sin duda, pero siempre abajo de la tasa promedio nacional. Pues bien, en los siete primeros meses de 2011 Medicina Legal levantó 47 cadáveres, y para el 31 de octubre la Policía Nacional Civil contaba ya 72 homicidios. Todo indica que Panchimalco superará este año la tasa de los 200 homicidios por cada 100 mil habitantes, lo que ubicará a este municipio en parámetros similares a los que Ciudad Juárez tuvo en 2010, considerada la urbe más violenta de todo el mundo.

Un dato adicional para dimensionar lo que está sucediendo: los 47 asesinatos en siete meses de Panchimalco son el mismo número que la Comunidad de Madrid, en España, tuvo en todo el año 2010, con el matiz de que mientras la población de Panchimalco apenas supera los 40 mil habitantes, en Madrid vive más gente que en todo El Salvador.

Y si las frías cifras generan –o deberían generar– una sensación de desazón, pruebe a ponerse en el papel del hermano de la víctima, de la madre, de los hijos, del amigo… En eso se ha convertido Panchimalco, en un lugar en el que los panchos matan y mueren, aunque el Ministerio de Turismo siga empecinado en vendérnoslo como un prominente “pueblo vivo”.

—Esto está tremendo, de un año para acá se ha puesto tremendo… Y bien cipotes son… –me susurra una señora que vende tortas a unos pasos de la iglesia colonial–. El otro día ahí mismo mataron a uno, degollado apareció –y señala el parqueo que hay junto a la gran ceiba que sirve como parada a los microbuses de la ruta 17.

De repente, como producto del guion de una mala película, pasan caminando tres policías armados con fusiles que escoltan a dos muchachos esposados el uno al otro: el uno lleva una camisola blanca sin mangas que deja ver en su brazo izquierdo un gran 18; el otro viste una camisola del Barça con el logo de la Unicef cruzado en el pecho. Caminan cabizbajos. También los policías.

—No, si los agarran seguido –dice la señora–, pero cuando salen, salen peor.

Es sábado, mediodía, y Panchimalco luce radiante. El cielo, azul intenso, está algodonado de nubes mínimas, y el viento baja desafiante por las calles, como si alguien hubiera abierto una puerta. En el más alto de los cerros que rodean el pueblo hay una gigantesca formación, de roca pura: le dicen la Puerta del Diablo.

(Panchimalco, San Salvador, El Salvador. Octubre de 2011)

Fotografía: Roberto Valencia
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(Esta crónica fue publicada el 7 de noviembre de 2011 en la sección Bitácora del proyecto de cobertura periodística de la violencia Sala Negra, de elfaro.net)

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Páginas Amarillas anti-extorsión

Llaman a la puerta de casa, abro y aparece un joven de lentes con chaleco, amarillo y en el pecho las palabras Páginas Amarillas estampadas en negro.

—Buenos días, le traigo el directorio.
—Okey, gracias. Tengo que entregarle el viejo, ¿verdad? –lo tenemos junto a la puerta y mientras hago la pregunta retórica, sin esperar la respuesta, me volteo para alcanzarlo.
—¿Quién lo está recibiendo? ¿Cuál es su nombre? –pregunta.
—Roberto, Roberto Valencia. Se escribe como el equipo de fútbol

El joven sonríe la ocurrencia, anota, recibe el viejo y entrega el nuevo. El directorio teléfono 2010 dedica su portada al que parece ser uno de los platos fuertes de la oferta turística salvadoreña: el surf. El elemento central del fotomontaje es la extraña roca que singulariza la playa El Tunco. Sin embargo, ese y todos los recursos gráficos que uno pudiera imaginar pasarían desapercibidos ante la novedad principal del ejemplar ya en mis manos: el grosor. El librotote que siempre han sido las Páginas Amarillas se ha reducido a un volumen más estrecho que una moneda de 10 centavos de dólar.

—Qué finito este año, ¿no? –pregunto.
—Sí, es que ya no incluye los números de las casas, solo los comercios. Para evitar las extorsiones –y arquea las cejas.

La violencia se sigue instalando en nuestras vidas no solo a golpe de titular periodístico; también sutilmente, sin darnos cuenta. Llevamos años, décadas, naturalizando la maldad, quizá por eso a muchos les cuesta tanto aceptar la sociedad tan descompuesta y apática que hemos creado.


Fotografía: Roberto Valencia

sábado, 5 de noviembre de 2011

Feliz cumpleaños, Chabelita


[La ministra de Salud, María Isabel Rodríguez, nació  el 5 de noviembre de 1922]


El 5 de noviembre de 1922 fue domingo. Ese día se proyectó la película “Jilmy” en el salón Orozco de Santa Tecla. Filomena Peña de Brown puso en venta su casa de San Martín, situada a una cuadra de la estación del ferrocarril, y la pierna de Modesto Valdés se fracturó tras ser atropellado por uno de los pocos automóviles que recorrían el barrio Santa Lucía. Ese día no fue uno más en la vida de María Isabel. Ella nació ese día en la casa familiar del barrio Concepción, en San Salvador. Apenas cuatro años antes había finalizado la Primera Guerra Mundial. 

Cuando ella llegó al mundo, Quezaltepeque era el interior del país. Por eso venirse a San Salvador, “a la civilización”, fue toda una aventura para Concepción Rodríguez –su madre–, Isabel Rodríguez y Elena Rodríguez. Esas tres mujeres –tres hermanas– marcaron los primeros años de vida de María Isabel. De la persona que embarazó a Concepción sabe que era “un señor abogado muy distinguido” casado con una tía de las tres. Ni siquiera heredó el apellido. Fue hija de una madre soltera en el San Salvador de 1922.

“Yo fui la única hija de mi madre quien, una vez que yo nací, por esa sensación de vergüenza que uno tiene, se aisló para cuidar de mí, muy sometida por sus hermanas”, recuerda. Le gusta decir que es hija de tres mamás, aunque en ese ambiente familiar, Concepción tenía un papel muy dócil, ante las fuertes personalidades de Isabel y Elena. Si Chabelita –así la llamaban de niña– recibía algún premio en la escuela, no era su madre la que iba, sino cualquiera de las hermanas: “Mi mamá aprendió a manejar la situación de ser yo su hija para ella, pero no para el público”.

Con una tienda en el barrio La Vega como principal sostén económico de esta atípica y matriarcal familia, a los ocho años María Isabel inició sus estudios en una escuela pública. Terminó la primaria y tuvo que afrontar su primera gran batalla por hacer prevalecer su pensamiento. Fue en 1936, cuando decidió estudiar secundaria en el Instituto Nacional General Francisco Menéndez (el INFRAMEN).

—Solicité la admisión a escondidas de mi familia, y entonces, un día de tantos, el primer telegrama en mi vida que recibo fue para decirme que me habían aceptado.
—¿Ese instituto es el mismo INFRAMEN que ahora?
—El mismo, pero en aquella época era un instituto –matiza– de una calidad académica altísima. Era un colegio militarizado, con las muchachas vestidas de militares y todo eso.

El instituto lo dirigía entonces un coronel francés que años atrás había participado en la colonización africana, y que mantenía como obligatoria una asignatura de tiro al blanco. Además de disciplina y de saber disparar, dice haber encontrado en los cuatro años que estuvo allí a los mejores profesores del país.

Lograr el ingreso supuso primero superar los prejuicios existentes en la estructura familiar: “Hubo consejo de familia, y mi tía mayor hizo una conclusión muy rápida: ‘Si dejan ir a esta muchacha es por ser la más feíta del grupo y porque quieren perderla; es un lugar donde hay mujeres y hombres juntos’. Fue una discusión terrible, pero triunfé”.

Gracias a ese triunfo, además de garantizarse un futuro, supo cuál era su nombre. Hasta 1937 creyó que se llamaba Isabel a secas, como su tía. Pero al llegar al INFRAMEN, donde tuvo que llevar la partida de nacimiento, vio que cuando la nombraban al pasar lista se referían a ella como María Isabel Rodríguez.

“En ese tiempo 
mueve sus manos con uñas pintadas de un rojo muy vivo me dolió horrores que me cambiaran el nombre en el instituto, porque yo era Chabelita. En mi casa aún me llaman Chabelita, aunque para toda la chiquitinada soy la Tía Lita.”

Caricatura: Otto Meza


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(Este relato forma parte de un perfil titulado "Estudió, educó, batalló, naufragó, rio", que fue publicado en octubre de 2007 en la revista Enfoques, del diario salvadoreño La Prensa Gráfica).

viernes, 4 de noviembre de 2011

Magaly, María, Rafael y Óscar Arnulfo

Magaly López, María Espinoza y un tal Rafael Correa coincidieron ayer –30 de octubre de 2008– en la entrada oriental de Catedral metropolitana. Los juntaron el azar y Monseñor Romero. El fugaz encuentro ocurrió al filo de la 4 de la tarde, en un espacio poco más grande que el que hay dentro de un ascensor. Después, cada quien siguió con lo suyo.

Magaly López tiene 10 años. Nada sabe de cumbres iberoamericanas ni cosas de esas. Trabaja. Junto a su hermana Fátima llega a diario a catedral desde la residencial Altavista, en Ilopango. Venden –intentan vender– unas calcomanías con motivos religiosos, dos sobres por el dólar. Para aprovechar el tirón que tiene Monseñor Romero, su madre las deja en las entradas a la cripta. Magaly no pudo endosarle ninguna de sus calcomanías al señor de ojos zarcos e impecable saco que se le acercó, le acarició la cabeza y le sonrió.

—¿Y sabes quién es él? –le pregunté después.
—No.

María Espinoza llega a catedral cada día desde hace cinco años desde El Rosario, Laz Paz, cerca del aeropuerto. Se sienta en la entrada oriental de 2 de la tarde a 5 y media. Monseñor Romero, dice, genera bastante movimiento. Ayer estaba en su banquito de plástico con su huacalón lleno de elotes, tamales y atol cuando un tal Rafael Correa se bajó de un potente carro granate. Vio frente a sus narices cómo saludaba a una niña llamada Magaly.

—¿Y usted sabe quién vendrá hoy? –le había preguntado media hora antes.
—No.

Rafael Correa, presidente de la República del Ecuador, se ausentó de la XVIII Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado, en la exclusiva colonia San Benito, para bajar hasta el centro de San Salvador, a Catedral metropolitana. Su deseo era conocer el mausoleo bajo el que se encuentran los restos de Monseñor Romero. Descendió de su potente Toyota Prado granate y, con la connivencia de su equipo de seguridad, saludó a una niña llamada Magaly frente a las narices de una vendedora de elotes llamada María.

Después entró en la cripta, raudo. Dejó a los periodistas que lo acechaban sin las ansiadas declaraciones. A la salida, y entre empujones, alcanzó a decir que Monseñor Romero es un ejemplo de vida para los latinoamericanos, que quisiera que la Iglesia siguiera más su ejemplo. Lo dijo con la voz casi apagada por gritos de ¡Viva Rafael!, de ¡Vivan los gobiernos de izquierda! de ¡Correa, Correa!

Todo ocurrió en apenas 12 minutos. Después, el tal Rafael Correa regresó a la Cumbre a proponer una nueva arquitectura financiera regional. Magaly se quedó junto a su hermana vendiendo calcomanías a dos por el dólar; y María, ofreciendo atolyelotes y tamales a $0.25, $0.30 y $0.35.

El encuentro seguramente no se repetirá nunca.


Fotografía: Salomón Vásquez
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(Esta es una versión de una crónica ligera publicada el 31 de octubre de 2008 en el diario salvadoreño La Prensa Gráfica, bajo el título de "Correa hizo una escapada por Romero")
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