sábado, 27 de agosto de 2011

Esmeralda y los zapatos de Funes

Quizá alguien hasta se acuerde de ella. No es ni mucho menos la primera vez que Esmeralda García se deja ver por este blog. Esta singular mujer nos habló en una ocasión de la leche materna, y en otra, de los mareros que se quemaron en el penal de Ilobasco. La suya es una voz importante, una voz que de alguna manera representa la de cientos de miles de mujeres salvadoreñas a las que pocas veces se las escucha en serio. Esmeralda tiene incluso su propio tag en Crónicas guanacas.

Pues bien, este viernes Esmeralda ha llegado a la casa cariacontecida, me dice que por el retraso en la entrega de los zapatos en la escuela donde estudia Dieguito, su hijo menor, de 12 años. Estamos a mediados de agosto, a apenas cuatro meses para que termine el año lectivo, y aún no los ha recibido. Le han asegurado que para la próxima semana, pero a ella esta tardanza ya le complicó, porque los únicos zapatos que estaba usando Dieguito estaban tan destrozados, pero tan destrozados, que hace un par de semanas no vio otra alternativa que hacer el sacrificio de comprarle otros, sin esperar a los que prometió el Gobierno.

—Yo esperándolos estaba pero nunca… Ay, dios… Me dije: ya no, ya me da pena que vaya con esos rotos, porque despegados se le miraban… Mejor se los fui a comprar.

Las encuestas opinión se lo reconocen. En un país tan desigual y empobrecido como El Salvador, haber cumplido la promesa de entregar zapatos y uniforme a los estudiantes de las escuelas públicas es uno de los más aplaudidos logros del gobierno presidido por el otrora periodista izquierdista Mauricio Funes.

—Es que, como desde mayo nos estaban diciendo que ya los iban a dar, y estábamos esperando, pero ya no se pudo más. Vendimos dos medios de maíz, y gracias a Dios que estaban pagando el maíz bonito.
—¿A cuánto?
—Está a 31 el quintal.

Un quintal equivale a cinco medios, y cada medio equivale a 20 libras, por lo que un quintal son 100 libras. Que al pequeño productor –la familia de Esmeralda alquila media manzana para poder sembrar y pasar el año con la cosecha– le estén pagando la libra de maíz en grano a $0.31 es un precio realmente alto, por fortuna para ellos.

—Se los compré la semana pasada, antes de las vacaciones, y ahora me dicen que ya los van a dar… Ni modo… Guardaremos los que le queden más grandecitos, aunque no creo que sea por mucho tiempo. Los del año pasado eran artesanales, y bien rápido se despegaron…
—Raro, ¿no? ¿No son mejores los hechos a mano que esos que traen de China? –pregunto.
—Al revés. Los zapateros de aquí son bien chambones. Nomás verlos, bien feyos se miraban. Dieguito al principio ni se los quería poner. Y se los puso, pero no le sirvieron.

A ver cómo salen los de este año, Esmeralda.

Fotografía: internet

viernes, 26 de agosto de 2011

Misa en El Carmen con Jon Sobrino

Avanza la misa en la iglesia de El Carmen, en el centro de Santa Tecla. Bajo la batuta del sacerdote jesuita Jon Sobrino, los presentes ya le han rogado al señor. Le han dado gracias. Algunos han dejado unas monedas en bolsas de trapo verde amarradas a un palo. Se ha cantado el padrenuestro. Y hace apenas unos segundos todos acaban de darse fraternalmente la paz. Este acto resulta emotivo. Los parroquianos se dan abrazos o se agarran de las manos mirándose a los ojos. Y no se limitan a los que tienen alrededor. Hay movimiento de unas bancas a otras. Niños suben a abrazar a un Sobrino que corresponde el gesto con una sonrisa y con ligeras palmaditas en la cabeza. Luego baja a estrechar su mano a las personas que están en primera fila. Cuando presencié esto desde la primera fila el 24 de agosto, anoté en la libreta unas palabras que entonces creí urgentes: “Hay algo en la atmósfera, posible entrada para la nota”. Aquí dentro, por un instante, uno se olvida de que está en el país más violento del continente.

Comienza la eucaristía con una canción de fondo que dice que el pueblo gime de dolor y que el pueblo está en la esclavitud. Sobrino reparte los cálices entre sus colaboradores y se sienta. Él no da las hostias. Hace meses, Salvador Carranza, el párroco, dijo que es por la diabetes, que se cansaba mucho. También me contaron que en la comunidad de jesuitas donde vive tuvo una vez una crisis, rompió una jarra de vidrio, se cayó sobre los cristales, se cortó la mano y hubo que llevarlo al hospital. A Sobrino no le gusta hablar mucho sobre su salud. En su humildad, cree que no le interesa a nadie más.

—Me habían dicho que estaba mal de salud, pero lo he visto muy activo.
—Hace cuatro años tuve un coma del que sobreviví. Fueron tres días en coma… Bueno, que sí es serio lo de la diabetes. Ahora, ¿en qué se nota para mí la enfermedad? Yo antes trabajaba ocho horas, por así decirlo, y ahora trabajo cuatro. ¿Y por qué? Pues porque no da para más.

Regresemos a la misa, donde ya todos comulgaron. Está a punto de terminar. Están dando unos avisos. Uno invita a donar juguetes para los niños del Bajo Lempa, otro ofrece a precios módicos el material que edita el Centro Monseñor Romero y el último es para que los feligreses se animen a comprar CD con música del coro. Solo queda cantar al padre Chamba “Las Mañanitas” y el “Cumpleaños feliz”. Han pasado 65 minutos desde que inició la misa. Esto acaba.

Fotografía: Francisco Campos
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(Este relato forma parte del perfil sobre el sacerdote jesuitas titulado "Jon Sobrino, el obseso", publicado en enero de 2009 en Séptimo Sentido, la revista dominical del diario salvadoreño La Prensa Gráfica, y en Revista C, la revista del diario argentino Crítica)

martes, 23 de agosto de 2011

Yo reo

Las personas encarceladas algún día dejarán de estarlo. ¿Nos conviene como sociedad que salgan sin haberse rehabilitado, con mayores resentimientos? Esta reflexión que parece tan sencilla de responder me la planteó un sacerdote acá, en Nicaragua, hace cuatro meses, en el primero de los viajes que he realizado para intentar conocer un poco mejor los entresijos del sistema penitenciario local. Ahora, sentado en una sala de la sede central de Confraternidad Carcelaria, platicando con su director, la pregunta vuelve de alguna manera a apoderarse del ambiente.

Nicaragua no tiene ni de lejos el problema de violencia e inseguridad ciudadana de El Salvador, el país en el que vivo, y quizá eso sea lo que justifique las evidentes distintas percepciones hacia los privados de libertad y hacia las cárceles en general. Cuando meses atrás visité el penal de Tipitapa, el más grande de Nicaragua, me sorprendió ver que el letrero que da la bienvenida lo patrocinara orgullosamente Coca-Cola. Dudo que muchas empresas en El Salvador quieran ver su logo relacionado con algo que genera tantos anticuerpos entre los salvadoreños como los centros penales y sus inquilinos.

Javier Quinto Re es el director ejecutivo de Confraternidad Carcelaria filial Nicaragua, una ONG de inspiración católica –presente en casi todo el mundo– que trabaja por y para los reos. Javier me está contando con evidente satisfacción el proyecto que acaban de poner en marcha: se trata de una pequeña oficina jurídica desde la que se brinda asesoría legal gratuita a los reos que no pueden pagarse un abogado. Como decía Monseñor Romero, "la ley es como la culebra, solo muerde a los que andan descalzos", y no tener a alguien afuera que vele por sus derechos hace que cientos de privados no puedan acceder a los beneficios penitenciarios que las leyes estipulan. Dicho en otras palabras, la nueva oficina se dedica a poner en la calle a los encarcelados.

Con una población total muy parecida, en torno a los 6 millones de habitantes en ambos casos, Nicaragua tiene 7 mil 200 privados de libertad y El Salvador casi 25 mil, en 8 y 19 cárceles, respectivamente. Hay 13 nicaragüenses encarcelados por cada 10,000 habitantes, mientras que en El Salvador esa cifra se dispara hasta los 40. Pero, más allá del baile de números, entre los dos países hay una notable diferencia en cuanto a la tolerancia que cada sociedad tiene hacia los reos que engendra. ¿Nos conviene como sociedad que salgan sin haberse rehabilitado, con mayores resentimientos? La misma pregunta genera debates distintos en uno y otro país.

—Entre su círculo de amigos, sus vecinos, ¿nota cierto rechazo por ayudar a los privados de libertad? –pregunto, traicionado por lo que intuyo que sucedería en El Salvador.
—No, al contrario –responde Javier–. El sábado pasado estuve hablando con algunos de mis amigos, y un par de ellos que tienen pequeñas empresas hasta me dijeron: mirá, me interesa, yo te podría ayudar, y no solo como voluntario, sino desde mi empresa.
—¿Síííííí?
—Tengo ya dos ofrecimientos de amigos: uno importa materiales educativos y el otro importa consumibles infantiles, tipo galletas, chicles y cosas por el estilo. Y los dos me han dicho lo mismo: cuando necesités donaciones para lo que sea, avisanos.

Son pequeñas pláticas en aparente intrascendentes como esta, y docenas en la misma línea que se van acumulando aquí y allá, las que me han llevado a concluir lo violento e intolerantes que somos los salvadoreños que estamos fuera de las cárceles con los salvadoreños que están adentro, sean estos mareros, violadores, homicidas en defensa propia o ladrones de gallinas. Quizá lo lamentemos el día que dejen de estar encarcelados.

(Managua, Nicaragua. Julio de 2011)

Fotografía: Agencia Efe
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(Esta crónica fue publicada el 22 de agosto de 2011 en la sección Bitácora del proyecto de cobertura periodística de la violencia Sala Negra, de elfaro.net)

viernes, 12 de agosto de 2011

Don Tacho

Don Tacho se muere. A todos nos pasará alguna vez, y en este El Salvador tan descompuesto, parece hasta un lujo morir como se está muriendo don Tacho: de viejo, consumido y derrotado por el paso de los años.

Don Tacho es Anastasio Palma y nació en 1925, apenas cuatro años después de que el país celebrara el primer centenario de su independencia. Es el hermano menor de Eugenio Palma, un personaje entrañable de quien ya les hablaré otro día, y del que ahora nomás les contaré que es el bisabuelo al que mi hija Alejandra, a sus 18 meses, reconoce con una amplia sonrisa y hasta lo extraña a su manera, cuando pregunta por el “Eelo”.

Algo de la sangre de don Tacho corre pues por las venas de mi hija pero, por esas circunstancias que no se buscan pero que suceden, nunca he tenido la oportunidad de conocerlo mucho. Esta es una de las paradojas cuando uno se dedica a escribir crónica: uno se esfuerza en conocer a sus personajes tanto como sea posible, mientras que muchos familiares le son a uno auténticos desconocidos. De don Tacho apenas sé su edad, que nació en un humilde cantón del municipio de San Agustín (Usulután) llamado Nombre de Dios, que siempre vivió del y en el campo, que la guerra lo expulsó de su hogar, y que desde hace años vive en Berlín, siempre en Usulután, en casa de su nieta, dos bisnietas y un bisnieto.

Hoy me ha tocado mañanear para llevar a Eugenio hasta Berlín, un municipio que, si el tráfico está tranquilo, queda a una hora y tres cuartos de la capital salvadoreño. Es semana de vacaciones, y Eugenio quiere pasar unos días con su hermano, consciente como todos en la familia de que a don Tacho no le queda mucho. De agosto no pasa, dicen.

Al llegar, estaba tumbado sobre la cama y medio cubierto con una manta, delgado, amarillento, encanecido de tal manera que costaba creer que ese cabello desordenado tuvo alguna vez otro color. Al ver a su hermano mayor, don Tacho lo ha reconocido y ha ensayado sin mucho éxito una sonrisa. Se han dado la mano en silencio por unos segundos eternos. Y toda la habitación se ha llenado de una indescriptible sensación de amargura que me ha obligado a salir con eso que llaman un nudo en la garganta.

La muerte, incluso cuando llega de esta manera, siempre me genera inquietud.


Fuente: despuesdelamuerte.com

jueves, 4 de agosto de 2011

¿Una buena noticia?

Hoy no es un día más en el Instituto de Medicina Legal de San Salvador. Esta mañana se inaugura la que se ha bautizado como la Oficina de Atención a Víctimas en Crisis tras una Agresión Sexual (AVCAS), que aspira a brindar un trato humano a las personas que han sido violadas. Por lo visto, la atención que el Estado salvadoreño brindaba antes aquí dejaba mucho que desear, pero una generosa inyección de fondos extranjeros abanderada por la AID estadounidense ha cambiado, para bien, esta situación.

En la inauguración, realizada bajo dos canopis colocados en el parqueo de la institución, hay unas 60 personas; la mayoría, empleados de Medicina Legal. Muy pocos medios de comunicación se han interesado en el evento, como si en verdad existiera una alergia gremial a las convocatorias que incluyen buenas noticias. De entre todos los discursos –cuatro en total– destacan en mi libreta, por su sinceridad, las palabras de Rosa María Fortín, presidenta de la Sala de lo Penal de la Corte Suprema de Justicia. Las víctimas de violaciones, dice, “se ven obligadas a enfrentar el sistema de Justicia, que en la mayoría de los casos los trata no solo de manera descortés, sino de manera infame”.

Al finalizar, reconozco entre los asistentes a Marcelino Díaz, un sicólogo forense al que he entrevistado en alguna ocasión. Nos saludamos, me presenta a dos colegas. Su oficio les exige, entre otras cosas, tratar tanto con las víctimas de una violación como con los mismos violadores. A la pregunta sobre si lo que hoy se inaugura es un paso en la dirección correcta, la respuesta es unánime: sí. “Es muy importante, sobre todo por los niños”, dice uno de ellos.

La plática deriva de inmediato hacia una realidad menos esperanzadora, más salvadoreña. Acá atenderán nomás a las víctimas de la capital y del área metropolitana, que representan solo un tercio de todas las violaciones registradas en El Salvador. Más preocupante resulta saber que los casos que se judicializan son, en palabras de uno de los tres sicólogos, la punta del iceberg de los que en verdad ocurren. Esa puntita supuso el año pasado casi 3,400 agresiones sexuales, un promedio de 9 diarias, según cifras de Medicina Legal. Si esa es la punta, no suena muy aventurado aseverar que en el seno de la sociedad salvadoreña ocurren cada día entre 30 y 40 violaciones, de las que más del 90% son a mujeres y sobre todo a niñas.

—El abuso sexual infantil es un flagelo de la sociedad salvadoreña –dice uno de los sicólogos forenses.
—La mayoría de los casos se dan dentro de las casas –complementa su colega–: el padre con la hija, el padrastro con la hijastra, el tío con la sobrina… Pero pocos de esos casos se denuncian.
—Yo acabo de evaluar un caso de unos pandilleros que secuestraron por un mes entero a una pobre muchacha –se anima el tercero–. La tuvieron secuestrada y hasta la trasladaban de un lugar a otro.
—¿Y ella está viva? –pregunto.
—Sí, ella sobrevivió. Eran dos sujetos; uno la violaba un día, y el otro, al siguiente. La tenían en una casa, y ella nomás era como el objeto.

La conversación no se extiende en esta ocasión mucho, para poder conocer la oficina recién inaugurada. Se trata de dos cubículos pintados con colores cálidos y ambientados con música suave. Hay un televisor con DVD, un sofá que se ve confortable, un baño con ducha y un amplio espacio con juguetes y pinturas para que los niños y niñas jueguen y pinten. Tres sicólogas se turnarán durante las 24 horas para ayudar a las víctimas a afrontar los exámenes médicos que exige la Justicia. También les darán un “kit de dignidad” que incluye objetos básicos de higiene personal.

La mejora es evidente pero, si esto se está inaugurando con tanta pompa aquí y ahora, supone que a las mujeres, los niños y las niñas violadas en San Miguel, en Santa Ana o en cualquier otra zona del interior del país, el Estado no les brinda ayuda psicológica especializada ni un cuarto en el que ducharse ni siquiera un calzón para cambiarse. Tampoco invita al optimismo comprobar que entre el equipamiento de la nueva oficina haya una cuna para recién nacidos, edad que duele relacionar con las palabras “agresión sexual”, pero que hoy por hoy, en esta sociedad de violencia infinita que hemos construido los salvadoreños, parece ser algo imprescindible en una oficina de atención a personas violadas.
(San Salvador, El Salvador. Julio de 2011)

Fotografía: Roberto Valencia

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(Esta crónica fue publicada el 1 de agosto de 2011 en la sección Bitácora del proyecto de cobertura periodística de la violencia Sala Negra, de elfaro.net)
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