miércoles, 22 de junio de 2011

"Hay muchas cosas que nos gustaría que se supieran"

La capacidad es para 60, me dijo ayer el comisionado Zambrana, 80 máximo, pero en las celdas de la Policía Nacional en Bluefields se amontonan esta semana más de 130 seres humanos. La matemática suena asfixiante y urgente, pero el hacinamiento es un problema menor en el listado interminable de violaciones a los derechos de los privados de libertad.

—¿Cuál es el motivo de la visita, por favor? –se alza sobre el murmullo una voz áspera.

La Preventiva. Así se conoce el sector donde encierran a los más conflictivos. Decir que aquí hace calor es decir poco, y está tan oscuro que a las 11 de la mañana los bombillos los tienen encendidos. Hoy hay unos 70 internos repartidos en seis celdas, me dice Wismar Lewis, el risueño agente que me acompaña. Los otros 60 están en el Bodegón, el otro sector al que iré después.

—Quiero escribir sobre las condiciones en las que están –respondo.
—Está bien, man, dale… Hay muchas cosas que nos gustaría que se supieran afuera.

La celda #3, la primera a mano derecha según se entra por el pasillo, es amplia, alta y caliente como sauna; encierra a diez jóvenes, un televisor, un calendario, ropa, un montón de recipientes plásticos, dos literas de madera y hamacas, varias hamacas suspendidas de la reja que tienen por techo, bajo unas láminas que la lluvia sabe burlar, y en Bluefields llueve con ganas; todos, casi todos, se amontonan en los barrotes de la entrada por la insólita visita, y hablan atropellado: dicen que se mojan cuando llueve, dicen que antes les daban jabón y papel higiénico, dicen que su comida está de tirarla y pegarla en la pared, dicen que en lugares así debería de haber psicólogos y gente comprensiva, y el calor ahoga, y las secuelas del burumbumbún, y uno llamado Carlos Coronado me dice que le gustaría que los jueces de vigilancia vigilaran, y otro grita desde su hamaca suspendida que necesitan una fumigación, por las chinches y los zancudos, y otros dicen que aquí hay reos con condena firme que deberían estar en una cárcel del Sistema Penitenciario Nacional y no en celdas de la Policía, y eso es lo mismo que me dijo el comisionado Zambrana.

—Oye, un favor: ¿tenés dos pesos para comprar hielo?

Hace calor y está oscuro… ¿Cuántos aquí? Se acercan a los barrotes, descamisados como si fuera sauna, y sí, casi todos son jóvenes, casi todos quieren contar su caso, como si nadie nunca les hubiera preguntado, y acá casi todos están por error, dicen, y luego piden que tome una foto a la comida que les dan, la chupeta que llaman, una combinación de mucho arroz y poco frijol que en verdad está de tirarla y pegarla en la pared, hervida nomás, sin sal, sin ajo, porque la Policía no tiene presupuesto para exquisiteces, todos los días de la semana lo mismo, y luego me piden otra foto, y se animan, y posan como si fueran equipo de fútbol, rifando barrio, y se ponen unos a otros las manos cachudas en la cabeza, como niños traviesos.

—Por lo menos están sonriendo, ¿no? –me dice el risueño agente Lewis.
—¡¡¡Periodista!!! –grita alguien–. Pero esto debería de contarlo en Managua, para que vean cómo la pasamos aquí.

El que peor lo tiene es el del patio de la entrada, metido bajo el sol caribeño dentro de una caja metálica granate que usan como celda de castigo, parecida a un ascensor, solo que larga y estrecha, muy estrecha, y de la que ahora apenas salen los dedos de dos manos y una mirada de rencor; pero hasta él podría estar peor, porque enfrente de la caja metálica hay un tubo de hierro de dos pulgadas al que los privados llaman el Poste y que aún se usa para amarrar –las manos esposadas en la espalda, el tubo en medio– a los peor portados. Aquí es, pienso, donde Pen-Pen pasó amarrado como un perro, torturado.

—Mirá, español –dice la voz que hay dentro de la caja metálica, quién sabe si bromeando–, ahorita no te vamos a hacer nada, pero algún día…
—Yo te voy a robar –interrumpe otro.
—No, yo no –retoma la palabra–; yo no soy ladrón. Yo lo único que soy… yo soy asesino ya.

Las celdas más pequeñas son la #6-01, la #6-02 y la #6-03, porque las tres eran una sola, solo que la pedacearon para que acoger por separado a mujeres y a menores de 18 años, y pienso en lo irónico que resulta que, entre tanta vulneración de derechos, se haya invertido en este logro mínimo, y hay otro al que llaman Perro me pide un euro, que me lo va guardar, dice, y otro despotrica contra la Policía, que son más ladrones que ellos, que algunos son calmados, como el risueño agente Lewis, pero otros los golpean, los maltratan, y eso lo oigo también en este otro sector, en el Bodegón, donde están los más disciplinados en otras tres celdas amplias y un poco menos oscuras y menos calientes con 23, 21 y 15 personas hoy, entre las que hay un viejito de 81 años llamado Juan Cruz Pérez, que también quiere contar lo suyo, pero ahora con quien me interesa hablar es con el hermano de Pen-Pen, negro también, creole, como la mayoría en estas celdas, que lleva encerrado aquí tres meses y medio, y de quien el comisionado Zambrana me dijo que tiene el mismo historial que su hermano. 

—Mataron a Pen-Pen, y ni la jueza ni la Policía me dieron permiso para llevarme al velorio o al funeral –se queja. 
—¿Y aquí qué se maneja que pasó?
—No me ha venido a contar nadie nada, pero lo que yo oí por la radio fue que la Policía lo remató en el suelo.
—Un crimen, eso es un crimen –dice otra voz, colérica.
—¿Y tú veías seguido a tu hermano?
—No, él vivía en Willing Cay. Él vino hace poco. Pero la Policía no debía de matarlo como animal, porque él no mató a nadie.

Todavía no, quizá, pero Pen-Pen sí matará.

Fotografía: Roberto Valencia

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(Este es un fragmento de una crónica titulada La Muerte de Pen-Pen, que fue publicada el 19 de junio de 2011 en la sección Sala Negra del periódico digital salvadoreño El Faro)

1 comentario:

  1. De lo mejor que te he leído. Sinceramente.

    Erick Rivera

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