jueves, 30 de junio de 2011

Los muchachos

En unos segundos volverá a suceder.

Estoy en una comunidad de la zona norte de Soyapango, en El Salvador, un lugar en el que el Barrio 18 hace y deshace. Bajo mundo, como le gusta decir cariñosamente al gran fotoperiodista Francisco Campos. Me ha traído la necesidad de hacer una entrevista. Alrededor de una mesa de concreto construida para darle –sin éxito– más vistosidad a este pasaje, Carlos, Guadalupe y Alejandra, las voces con más autoridad en la directiva comunal, llevan no menos de 20 minutos enumerando problemas: servicio de agua potable irregular, una calle principal llena de baches, la escuela con infinitas necesidades…

—¿Y aquí es tranquilo? –pregunto, sabiendo que no lo es.
—Sí, más o menos –dice Carlos.
—¿Podría venirme solo en la noche y subir este pasaje sin que me ocurriera nada?
—¡No! –responden los tres al unísono.
—Vivís en El Salvador –matiza Carlos, agachando la cabeza y con un tono de voz que me obliga a acercarme–, y adonde vayás siempre habrá problemas.

Ha vuelto a suceder. Es matemático. Cuando las maras aparecen en una conversación con personas que sufren de manera directa su existencia, las cabezas giran espasmódicas para garantizar que no haya presencias incómodas, y el volumen de la plática baja al mínimo, algo más acentuado en esta ocasión, a media tarde y en medio como estamos de un pasaje peatonal. También es raro, muy raro, que los residentes en comunidades como esta mencionen las palabras pandillero o marero. Los jóvenes integrados en el Barrio 18 o en la Mara Salvatrucha son los muchachos, sin más.

Carlos se esfuerza por hacerme entender las visiones diferentes sobre el mismo problema que tienen los que viven fuera o dentro de las comunidades. En el primer grupo estarían... (para leer la crónica completa pulse aquí

Fotografía: Roberto Valencia
----------------------------------------------------------------
(Esta crónica fue publicada el 29 de junio en la sub-sección Bitácora del proyecto de cobertura periodística de la violencia Sala Negra, de elfaro.net)

lunes, 27 de junio de 2011

El monstruo azul

Son las 2 de la tarde y los alrededores de Catedral metropolitana están extrañamente vacíos y transitables; hasta se escucha el cantar de los pájaros entre los árboles del parque Hula-Hula. En unas horas llegará, dicen, el presidente de Estados Unidos a visitar la cripta de Monseñor Romero, pero eso, la verdad, poco importa para este relato si no fuera porque es eso lo que mantiene las calles cerradas al tráfico vehicular y por la presencia masiva de policías y soldados.

Sobre la acera de la avenida España, en la cuadra de la catedral, caminan en sentido sur-norte un joven padre y su hijo de no más de tres años. El niño llora con ganas, berrea, como si el llanto fuera si mejor argumento, y el padre, un vendedor de los puestos de música cristiana, lo lleva casi a rastras, zarandeándolo de la mano por lo descompensado de las zancadas. Cuando llegan a la esquina de la cuadra, el joven padre se detiene y, al ver en la acera de enfrente un grupo de agentes de la Policía Nacional Civil, se agacha para dirigirse a su hijo, pero eleva la voz.

—Mirá quiénes están ahí… Si no dejás de llorar, te llevaré con la Policía.

Pero ni con esas reprime su llanto el niño.

Fotografía: Roberto Valencia

jueves, 23 de junio de 2011

Salvador Barraza (Q.E.P.D.)

Salvador Barraza Ascencio nació el 31 de diciembre de 1936 en un mesón del barrio Candelaria, en el centro de San Salvador. La infancia ocupa hoy muy pocos de sus recuerdos. Ni siquiera se acuerda si eran siete u ocho los hermanos que resultaron del matrimonio entre Manuel y Virginia, sus padres. Fueron, eso sí lo tiene presente, años de dificultades que lo obligaron desde muy joven a trabajar para complementar los ingresos familiares. Empezó como ayudante en una gasolinera.

La primera vez que dice haber visto a Monseñor Romero fue en una misa vespertina en la catedral de San Miguel, ciudad a la que viajaba con frecuencia a petición de los padres redentoristas, para los que trabajaba. En una ocasión, recién llegado desde San Salvador, Monseñor Romero le ordenó que se durmiera un rato porque en unas horas saldría de regreso a la capital.

A inicios de los setenta, y animado por su esposa, Salvador pasó a ser su propio patrón. Nació Zapatitos Nenes, un negocio de venta de zapatos para niños que no tardó en convertirse en una saludable fuente de ingresos. Fueron los tiempos de la prosperidad, los tiempos que le permitieron, por ejemplo, viajar a Europa por puro placer.

—El negocio iba bien, tenía clientela hasta en Guatemala y Honduras –dice ahora con nostalgia–, pero luego se puso duro. Con el terremoto del 86 y con la guerra muchos negocios desaparecieron, y eso también le pasó al mío.

Ese trabajo le dejaba mucho tiempo libre, circunstancia que contribuyó a solidificar su amistad con Monseñor Romero: casi siempre estaba disponible para él. Se los veía juntos desde antes incluso de la consagración como obispo, y cuando salían en carro rara era la vez que no manejaba Salvador.

—Pero yo no era su motorista –aclara, consciente de que muchas veces lo han presentado equivocadamente así–. Como arzobispo él tenía su motorista asignado, pero para las cosas de confianza me buscaba a mí, y también yo me encargaba de que saliera a distraerse, porque tenía mucha tensión. Íbamos seguido al mar, siempre andábamos hamacas en el baúl.

Se hicieron compadres, literalmente. Monseñor Romero es el padrino de María Virginia, la mayor de los cinco hijos que Salvador procreó con sus dos esposas: Eugenia, la ex, con la que tuvo tres; y Marta, la actual, con la que tiene dos.

Tras la quiebra de Zapatitos Nenes le tocó hacer casi de todo, pero siempre en el área de las ventas. Vendió camisas, vendió pastas Robertoni, vendió su carro... Pero nada volvió a ser igual. De los tiempos de la prosperidad queda tan solo la amistad con Monseñor Romero que, a su manera, aún cultiva desde el anonimato. Cada domingo, a pie o en un bus de la ruta 22, se desplaza hasta Catedral Metropolitana para escuchar la misa de las 9 junto al mausoleo donde yacen los restos de su amigo.

—Y usted –pregunto a Salvador–, ¿cree que Monseñor Romero es santo?
—Claro. Y no es solo que lo crea, sino que lo viví a la par de él. Tan solo ver esa convicción con la que entraba en las iglesias... Con Monseñor llegué a tener una confianza de hermanos, de buenos hermanos.
—¿Notó diferencia en él antes y después de ser arzobispo?
—Lo mismo. Yo igual lo llevaba a mi casa, igual jugaba con mis hijos, igual se acostaba en la haragana...
—Algunos hablan como si se tratara de dos personas distintas.
—No, nada que ver. Lo que sí es que tenía un carácter fuerte, pero eso antes y después. Como migueleño, pues. Carácter fuerte, pero también la otra cosa: la dulzura, la forma respetuosa de tratar, era bien mielita.

Fotografía: Roberto Valencia
------------------------------------------------------------
(Este un fragmento del perfil sobre don Salvador Barraza que aparece en el libro Hablan de Monseñor Romero. Puede leer la crónica entera pulsando aquí).

miércoles, 22 de junio de 2011

"Hay muchas cosas que nos gustaría que se supieran"

La capacidad es para 60, me dijo ayer el comisionado Zambrana, 80 máximo, pero en las celdas de la Policía Nacional en Bluefields se amontonan esta semana más de 130 seres humanos. La matemática suena asfixiante y urgente, pero el hacinamiento es un problema menor en el listado interminable de violaciones a los derechos de los privados de libertad.

—¿Cuál es el motivo de la visita, por favor? –se alza sobre el murmullo una voz áspera.

La Preventiva. Así se conoce el sector donde encierran a los más conflictivos. Decir que aquí hace calor es decir poco, y está tan oscuro que a las 11 de la mañana los bombillos los tienen encendidos. Hoy hay unos 70 internos repartidos en seis celdas, me dice Wismar Lewis, el risueño agente que me acompaña. Los otros 60 están en el Bodegón, el otro sector al que iré después.

—Quiero escribir sobre las condiciones en las que están –respondo.
—Está bien, man, dale… Hay muchas cosas que nos gustaría que se supieran afuera.

La celda #3, la primera a mano derecha según se entra por el pasillo, es amplia, alta y caliente como sauna; encierra a diez jóvenes, un televisor, un calendario, ropa, un montón de recipientes plásticos, dos literas de madera y hamacas, varias hamacas suspendidas de la reja que tienen por techo, bajo unas láminas que la lluvia sabe burlar, y en Bluefields llueve con ganas; todos, casi todos, se amontonan en los barrotes de la entrada por la insólita visita, y hablan atropellado: dicen que se mojan cuando llueve, dicen que antes les daban jabón y papel higiénico, dicen que su comida está de tirarla y pegarla en la pared, dicen que en lugares así debería de haber psicólogos y gente comprensiva, y el calor ahoga, y las secuelas del burumbumbún, y uno llamado Carlos Coronado me dice que le gustaría que los jueces de vigilancia vigilaran, y otro grita desde su hamaca suspendida que necesitan una fumigación, por las chinches y los zancudos, y otros dicen que aquí hay reos con condena firme que deberían estar en una cárcel del Sistema Penitenciario Nacional y no en celdas de la Policía, y eso es lo mismo que me dijo el comisionado Zambrana.

—Oye, un favor: ¿tenés dos pesos para comprar hielo?

Hace calor y está oscuro… ¿Cuántos aquí? Se acercan a los barrotes, descamisados como si fuera sauna, y sí, casi todos son jóvenes, casi todos quieren contar su caso, como si nadie nunca les hubiera preguntado, y acá casi todos están por error, dicen, y luego piden que tome una foto a la comida que les dan, la chupeta que llaman, una combinación de mucho arroz y poco frijol que en verdad está de tirarla y pegarla en la pared, hervida nomás, sin sal, sin ajo, porque la Policía no tiene presupuesto para exquisiteces, todos los días de la semana lo mismo, y luego me piden otra foto, y se animan, y posan como si fueran equipo de fútbol, rifando barrio, y se ponen unos a otros las manos cachudas en la cabeza, como niños traviesos.

—Por lo menos están sonriendo, ¿no? –me dice el risueño agente Lewis.
—¡¡¡Periodista!!! –grita alguien–. Pero esto debería de contarlo en Managua, para que vean cómo la pasamos aquí.

El que peor lo tiene es el del patio de la entrada, metido bajo el sol caribeño dentro de una caja metálica granate que usan como celda de castigo, parecida a un ascensor, solo que larga y estrecha, muy estrecha, y de la que ahora apenas salen los dedos de dos manos y una mirada de rencor; pero hasta él podría estar peor, porque enfrente de la caja metálica hay un tubo de hierro de dos pulgadas al que los privados llaman el Poste y que aún se usa para amarrar –las manos esposadas en la espalda, el tubo en medio– a los peor portados. Aquí es, pienso, donde Pen-Pen pasó amarrado como un perro, torturado.

—Mirá, español –dice la voz que hay dentro de la caja metálica, quién sabe si bromeando–, ahorita no te vamos a hacer nada, pero algún día…
—Yo te voy a robar –interrumpe otro.
—No, yo no –retoma la palabra–; yo no soy ladrón. Yo lo único que soy… yo soy asesino ya.

Las celdas más pequeñas son la #6-01, la #6-02 y la #6-03, porque las tres eran una sola, solo que la pedacearon para que acoger por separado a mujeres y a menores de 18 años, y pienso en lo irónico que resulta que, entre tanta vulneración de derechos, se haya invertido en este logro mínimo, y hay otro al que llaman Perro me pide un euro, que me lo va guardar, dice, y otro despotrica contra la Policía, que son más ladrones que ellos, que algunos son calmados, como el risueño agente Lewis, pero otros los golpean, los maltratan, y eso lo oigo también en este otro sector, en el Bodegón, donde están los más disciplinados en otras tres celdas amplias y un poco menos oscuras y menos calientes con 23, 21 y 15 personas hoy, entre las que hay un viejito de 81 años llamado Juan Cruz Pérez, que también quiere contar lo suyo, pero ahora con quien me interesa hablar es con el hermano de Pen-Pen, negro también, creole, como la mayoría en estas celdas, que lleva encerrado aquí tres meses y medio, y de quien el comisionado Zambrana me dijo que tiene el mismo historial que su hermano. 

—Mataron a Pen-Pen, y ni la jueza ni la Policía me dieron permiso para llevarme al velorio o al funeral –se queja. 
—¿Y aquí qué se maneja que pasó?
—No me ha venido a contar nadie nada, pero lo que yo oí por la radio fue que la Policía lo remató en el suelo.
—Un crimen, eso es un crimen –dice otra voz, colérica.
—¿Y tú veías seguido a tu hermano?
—No, él vivía en Willing Cay. Él vino hace poco. Pero la Policía no debía de matarlo como animal, porque él no mató a nadie.

Todavía no, quizá, pero Pen-Pen sí matará.

Fotografía: Roberto Valencia

-----------------------------------------------------
(Este es un fragmento de una crónica titulada La Muerte de Pen-Pen, que fue publicada el 19 de junio de 2011 en la sección Sala Negra del periódico digital salvadoreño El Faro)

lunes, 20 de junio de 2011

Una buena mañana

Es un orgullo extraño, difícil de explicar, quizá imposible; dudo al menos que lo logre en este post escrito con las urgencias propias de esta situación. Muy avanzada ya la mañana de este lunes, mi hija Alejandra está ahora sentada sobre su pequeña silla amarilla de plástico, extrañamente hipnotizada por las imágenes que salen de la computadora portátil. Alejandra aún no ha cumplido año y medio, pero hay una serie llamada JimJam y Sunny que la cautiva, y no es de hoy, es desde hace meses, desde que en enero conoció en Euskadi a esos muñecotes cabezones y amarillentos que con canciones enseñan los colores, las formas, las partes del cuerpo. “Pacum”, dice Alejandra cuando JimJam enseña sus zapatos. Un pacum es un zapato, obvio, aunque pacum en otro contexto también puede significar pato. Ella sabe. Sentada continúa Alejandra. Lleva dos episodios de más de 20 minutos cada uno, con mi mirada. Apenas se ha levantado para beber agua o para hacerme notar alguna ocurrencia de los cabezones. “Tin”, me ha repetido cuando Sunny agarró un calcetín. Tin, obvio, significa calcetín. Alejandra se levanta ahora para bailar, para balancearse sobre sus poderosas piernitas. Y es así, parada y en movimiento, cuando más se le ven las docenas de puntos rojos que se han apoderado de su cuello, una extraña reacción que ya está en tratamiento, con ungüentos y todo eso, y que es la que me está permitiendo disfrutar de mi hija esta mañana. Ahora me mira y me mata. Me mata. Se ha bajado de la sillita, tan liviana que ella la agarra y la mueve como si fuera una servilleta, y la quiere morder, y me mira primero con esos grandes ojos oscuros, como esperando que la reprenda. Es tan guapa… Se levanta, parece que el efecto de JimJam y Sunny comienza a disiparse. Probaré algo: me sentaré en el suelo, a un par de metros y le pediré que me dé un abracito. Luego les cuento.

[…]

Lo dicho: un orgullo extraño, difícil de explicar. Imposible.

Fotografía: Roberto Valencia

jueves, 16 de junio de 2011

Morir en Bluefields

El cuerpo de Pen-Pen todavía está dócil; hace apenas seis horas aún respiraba. Lo tienen sobre una camilla metálica, envuelto como Jesucristo en una sábana blanca, aunque la sangre que sale por los orificios de las balas comienza a teñirla de rojo. La madre, María, está sentada cerca del cadáver, quizá demasiado para una madre. Los grandes rulos en su cabello blanco dejan entrever lo inesperado y lo intempestivo de esa muerte.

La casa es humilde, de madera como se estila en el Caribe. Además de la madre, la habitación está llena de familiares, de amigos, de curiosos. Todos son negros. Casi todos son jóvenes. El silencio se vuelve más silencio cuando en la puerta aparece uniformado el comisionado mayor Manuel Zambrana, la máxima autoridad de la Policía Nacional en Bluefields. También para él ha sido una larga noche. Entrar en la casa no ha resultado sencillo, le ha tocado escuchar de todo.

—Dos o tres chavalos gritaban molestos cuando llegamos –me dirá Zambrana dos días después–, pero si usted averigua quiénes son, verá que son delincuentes con un rosario de antecedentes, con el mismo perfil de Pen-Pen.

Zambrana viene del hospital, de unas horas más tensas si cabe, pero quiere presentar sus condolencias a María, cumplir así el compromiso de visitarla, adquirido ante una de las hermanas del finado.

—Sentimos mucho lo que pasó –le dice Zambrana a María–. Aquí estamos, para ayudar en lo que podamos.

Esa ayuda se limitará a café y azúcar para la vela. Aprovecha el encuentro para explicarle la versión oficial de lo ocurrido. Le cuenta que, al verse emboscado, su hijo metió un balazo en la cabeza a un agente de la Policía Nacional, y que el compañero respondió al fuego con los cinco o seis disparos que acabaron con Pen-Pen. Serena, María responde que cree que su hijo presentía que iba a morir. La conversación es corta, y, apenas termina, Zambrana se despide con un abrazo y se retira de la casa.

En los próximos días la muerte de Pen-Pen estará en boca de todos.

----------------------------------------------------
(Esta es la primera versión de la entrada de una crónica titulada La muerte de Pen-Pen, que se publicará en Sala Negra de El Faro la próxima semana)

Fotografía: Roberto Valencia


sábado, 11 de junio de 2011

Hablan de Monseñor Romero (prólogo del autor)

Monseñor Romero se ha convertido en algo tan grande que aspirar a condensarlo en un puñado de páginas resultaría un acto de vanidad. Este libro, pues, no tiene vocación biográfica, ni pretende ser un manual de historia, ni revelar verdades nunca antes contadas sobre su teología o sobre las sombras que aún envuelven su asesinato. 

Hace más de tres décadas que dejó de estar entre nosotros, pero su figura no hace sino crecer: siguen apareciendo documentales, libros, conversatorios, estatuas y homenajes en el ámbito académico-cultural, pero sus palabras y su rostro proliferan también en murales y camisolas tanto en cantones ignotos del territorio salvadoreño como en cosmopolitas ciudades de Europa y Norteamérica. No es ninguna exageración afirmar que Monseñor Romero se ha convertido en un referente mundial. 

A inicios de noviembre de 2010 trascendió una noticia que apenas tuvo eco en la prensa salvadoreña. La Asamblea General de Naciones Unidas (ONU) proclamó el 24 de marzo, fecha de su asesinato, como el Día Internacional del Derecho a la Verdad en relación con Violaciones Graves de los Derechos Humanos y de la Dignidad de las Víctimas, para su conmemoración en todo el mundo. Conviene tomarse unos segundos para leer cómo la ONU justificó esta decisión: “Reconociendo también los valores de Monseñor Romero y su dedicación al servicio de la humanidad, en el contexto de conflictos armados, como humanista consagrado a la defensa de los derechos humanos, la protección de vidas humanas y la promoción de la dignidad del ser humano, sus llamamientos constantes al diálogo y su oposición a toda forma de violencia para evitar el enfrentamiento armado, que en definitiva le costaron la vida el 24 de marzo de 1980”. Eso se dijo en Naciones Unidas sobre un salvadoreño. 

Conviene explicitar, sin embargo, que su grandeza no comenzó a edificarse sobre su memoria. A pesar de ser arzobispo de un minúsculo país tercermundista, Óscar Arnulfo Romero Galdámez fue reconocido en vida por universidades de Estados Unidos y Bélgica con dos doctorados Honoris Causa, y el Parlamento británico lo propuso a finales de 1978 como candidato al Premio Nobel de la Paz. Algún día el Vaticano quizá lo beatifique, para dicha de la feligresía católica, pero, ocurra o no, su figura brilla tanto ya que estoy convencido de que las numerosas biografías, recopilaciones, películas y noticias periodísticas que han visto la luz siguen siendo pocas. 

El librito que tiene entre sus manos surge con la única aspiración de aportar, con mucha humildad, un granito que contribuya a recopilar, ordenar y –si cabe– difundir aún más su vida. La Fundación Monseñor Romero y quien suscribe estas líneas coincidimos en que, dentro de lo mucho y variado que se ha escrito, su lado humano es quizá el menos explorado. De Romero, por ejemplo, se sabe que defendió a los pobres y que pronunció valientes homilías, pero no se conoce tanto si era tímido o extrovertido, callado o dicharachero, o si le gustaban el fútbol, el teatro o los frijoles. 

Para intentar conocerlo mejor, hablamos con un racimo de personajes que lo conocieron bien. El guión es muy sencillo: realizar semblanzas de cada de estas personas para con todos esos perfiles configurar, como si fuera un rompecabezas, una semblanza de Monseñor Romero. Todo, eso sí, concebido, reporteado y redactado desde la trinchera del periodismo, con la entrevista de profundidad como principal herramienta de trabajo, aunado a una intensa labor de documentación. Dicho esto, resulta obvio que la materia prima de esta obra son los testimonios que amablemente brindaron los entrevistados, casi siempre en largas sesiones que en algunos casos se prolongaron por varios días. Desde aquí, un sincero agradecimiento a Héctor Dada Hirezi, Ricardo Urioste, Salvador Barraza, Eva Menjívar, María de la Luz Cueva, Víctor Hugo Rivas, Orlando Cabrera, la familia Chacón y Roberto Cuéllar Martínez. Sin su paciencia este esfuerzo nunca podría haber llegado a puerto alguno. 

El tiempo pasa, y ese pasar de los años termina siendo uno de los principales problemas a la hora de reconstruir escenas, al menos cuando se escribe con la ética como Norte. La memoria humana tiene limitaciones, y tampoco hay que descartar los lógicos riesgos de idealización cuando se habla de alguien como Monseñor Romero. Ya he señalado que este libro se ha escrito desde la trinchera del periodismo, lo que anula por completo la consciente invención o manipulación de datos o testimonios, pero creo que no está de más señalar que en el reporteo quedaron sin respuesta muchas preguntas, que se revelaron respuestas que tenían mal planteada su pregunta, y que hasta se hallaron respuestas falsas que, a fuerza de repetirse, muchos las consideran verdades. 

Así, los testimonios recogidos ponen en duda axiomas como que el calibre de la bala utilizada para asesinarlo era .22, o como el lugar desde el que se disparó el fusil en la capilla, o como la influencia que tuvieron en la metamorfosis de Monseñor Romero los dos años que pasó como obispo de Santiago de María. Esos mismos testimonios también revelan como falsas algunas aseveraciones en torno a su figura, como la del reverendo William Wipfler, quien erróneamente se atribuye ser la última persona en recibir la comunión de manos del arzobispo; o como esa otra versión, tan extendida como errada, que asegura que el proyectil impactó en su pecho durante la consagración. 

En fin, se trata de aportes mínimos pero novedosos a su vida y a su muerte, que surgieron mientras intentábamos satisfacer la principal misión que nos habíamos propuesto: realizar un honesto retrato de Monseñor Romero como ser humano, no solo como el mito casi inalcanzable en que se ha convertido. En estas páginas el obispo mártir reirá, sufrirá, se enojará, tendrá miedo, comprenderá y pedirá comprensión, contará chistes, regañará a sus amigos, se equivocará… como nos ocurre a todos. 

En lo personal, agregar como conclusión que, cuando lo asesinaron, yo apenas tenía 3 años de edad, por lo que celebro sobremanera la oportunidad que la Fundación Monseñor Romero me concedió de conocerlo ahora. De todo corazón agradezco a quienes me abrieron las puertas de sus vidas para intentar comprender la vida de Monseñor Romero. Y a usted, amigo lector, espero que leer este libro le deje la misma sensación de estar ante un personaje inigualable que me dejó a mí escribirlo. 


Roberto Valencia, periodista 
robertogasteiz@yahoo.com 
Marzo de 2011



El libro Hablan de Monseñor Romero se encuentra a la venta en la librería de la UCA y en la sede de la Fundación Monseñor Romero (2226-0934).

viernes, 3 de junio de 2011

Funes y Romero

"Gobernar bien es la máxima expresión del compromiso con nuestro pueblo y con la memoria de Monseñor Óscar Arnulfo Romero; mi maestro, guía espiritual de la nación, cuya tumba visité esta mañana, antes de dirigirme a este auditorio".

Mauricio Funes
1 de junio de 2009

"Queremos creer en las promesas verbales del Señor Presidente sobre la democratización del país, pero lamentablemente estos hechos tienden a contradecir esas promesas". 


Monseñor Romero 
Homilía del 2 de septiembre de 1979


Caricatura: Otto

Related Posts with Thumbnails