miércoles, 27 de abril de 2011

¿Por qué tantas iglesias en La Campanera?

Cae la noche, hora de cultos. También en el Tabernáculo Bíblico Bautista Amigos de Israel La Campanera. Óscar Mauricio Escobar, el pastor, camina sobre la tarima de relucientes baldosas, un oasis de pulcritud en un edificio que más parece diseñado para albergar un taller. Enfrente, cabizbajos, una veintena de mujeres y niños cantan –susurran– una canción que habla de manos limpias y corazones puros. Cuando termina, el fondo musical se mantiene, y el pastor Escobar se acerca el micrófono. Llueve recio, como si hubiera una carrera de caballos en el tejado, pero los parlantes son más poderosos.

—Queremos ocupar un momento, Señor, para orar por nuestro país. Queremos orar, Señor, también por el sector donde tú nos has permitido vivir...

El pastor Escobar es joven, 30 años, y lleva más de dos aquí, tiempo en el que ha podido comprobar que la mayoría de los pandilleros son, dice, jóvenes que han crecido en el evangelio, hijos de hermanos en Cristo.

—…queremos orar por la juventud, queremos orar, Señor, por la niñez. Queremos pedirte que seas tú, Señor, quien guarde a nuestros niños y a nuestros jóvenes, Señor, de la delincuencia, de las pandillas, Señor. Padre, ayúdanos. Nuestros hijos constantemente, Señor, están en riesgo, Señor, tienen dificultades. Bendice las escuelas, Señor, bendice a los maestros, bendice cada centro de estudios, Señor. Bendice a nuestros gobernantes. Y bendice nuestra iglesia, Señor. Ayúdanos a ser agentes de cambio propositivos, a dar algo mejor a este mundo, cuanto más sabiendo que tu venida está cerca, Señor.

Pero parece como si el Señor no escuchara el torrente de plegarias que salen de esta colonia: la violencia no cesa y las consecuencias del estigma no se atenúan. Hablé con dos pastores distintos, y ninguno sabía la cifra exacta, pero calcularon que hay alrededor de diez iglesias en La Campanera, sin contar la práctica habitual de los cultos en viviendas. En realidad, todo Soyapango es un hervidero de fe. Hay más iglesias que centros escolares o campos para jugar fútbol. Algunas se anuncian con pintadas en paredes y en pasos a desnivel, como si fueran un taller o un detergente.

—¿Por qué tantas iglesias? –le pregunto al pastor Escobar cuando termina el culto.
—Por la necesidad que hay las iglesias ven oportunidades, creo yo. No estamos hablando de oportunidades económicas, usted ve las condiciones aquí, pero sí quizá en el tema de ganar personas para Cristo. La gente, en general, vive bajo un cierto temor, vive bajo incertidumbre, y a eso súmele los problemas laborales, los problemas económicos.
—¿Cree que una iglesia es más necesaria aquí que en la Escalón?
—Sí, definitivamente.

La sede central del Tabernáculo está en la exclusiva colonia Escalón, en San Salvador. El pastor Escobar ha sentido el estigma de La Campanera allí también. Cuando llegan como comunidad y los anuncian por megafonía, siente el peso de las miradas, el escrutinio, el temor mal disimulado de los acomodadores y del resto de los hermanos. Y luego están las bromas de otros pastores.

—A mí me han dicho el de La vida loca, me han dicho Poveda junior. Cuando llevaba rapado el pelo me decían el Viejo Lin.

El estigma es como una mancha de óxido en una camisa blanca; una vez que se tiene resulta casi imposible que desaparezca. Hay ciudades y países que tienen fama de tacaños o de haraganes o de altaneros, pero los residentes en La Campanera se quedaron con el estigma de ser violentos. Por eso se ven obligados a escribir otra dirección en los currículum vitae. Y quizá por eso también son tan pocos los apoyos en materia de prevención.

—Una de las cosas que a mí me han llamado la atención –me dice el pastor Escobar– es que todo mundo habla de La Campanera, pero casi nadie hace nada por ayudar acá. Veamos la empresa privada o las fundaciones, todas dicen que ayudan, pero aquí, donde más se necesita, uno no ve nada.

Fotografía: Roberto Valencia
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(Esta es un fragmento de una crónica titulada Vivir en La Campanera, publicada el 21 de junio de 2010 en el periódico digital El Faro).

sábado, 23 de abril de 2011

Me roba el ladrón, me roba el Gobierno

—Para ganar tiempo, vaya a Colecturía a cancelar la refrenda –me dice Carlos Campos como quien te está haciendo un gran favor.
—¿Y cuánto es?
—Son 52 con 29.

Cincuenta y dos dólares con veintinueve centavos.

*** 

Hace dos días me robaron la cartera y todos los documentos que había adentro; entre ellos, el carné que me acredita como residente definitivo en este que ya es mi país. Lamentarse en El Salvador porque a uno lo roben es como lamentarse porque llegue la estación lluviosa. Lo que cambia en cada ocasión es el cómo –con o sin violencia, con navaja o revólver, hurto o robo…– y el qué –el CD player, el carro, el celular, pisto…–. Ahora bien, llámenlo suerte, prudencia o como quieran, pero nunca antes me habían robado la cartera desde que llegué en 2001 y, por consiguiente, nunca antes me había tocado refrendar documentos.

La Dirección General de Migración y Extranjería ha abierto una elegante oficina en la avenida Olímpica de San Salvador, justo enfrente de la torre del HSBC. Es amplia, fresca y bien iluminada; el suelo está embaldosado y limpio; y sus paredes están adornadas, además de con el obligado cuadro del presidente Funes sonriente, con grandes afiches promocionales de los rincones más bellos de El Salvador: la laguna de Alegría, Suchitoto, Tazumal… El cubículo de Carlos Campos, el oficial que me está atendiendo, está justo delante de una fotografía aérea de los volcanes de Izalco y Santa Ana. Campos ronda los 35, y su aspecto lo singularizan unos lentes similares a los que usa el comisionado Howard Cotto, su poderosa papada y su pronunciada alopecia.

—¿Y cuánto es? –le pregunto después de explicarle lo que me ha traído aquí y enseñarle la denuncia policial que sustenta mis palabras.
—Son 52 con 29.
—Ufa, ¿52 dólares? Está carito, ¿no? Yo creo que ni en Suecia deben cobrar tanto por refrendar un documento robado…
—Cada país -zanja- es soberano de poner los precios que quiere.

Parece que no soy el primero que se queja por las desorbitadas tarifas que el Gobierno aplica a los residentes extranjeros. Tiene su lógica. Si a un salvadoreño le roban su Documento Único de Identidad (DUI), Docusal, la empresa privada que lo repone, le cobra $10.31, una cifra que ya supone un castigo adicional al robo. Al “extranjero”, sea este vasco, rumano o paraguayo, Extranjería –el Estado– le cobra cinco veces más, lo que no hace sino abonar la sensación que siempre he tenido de que esta oficina gubernamental se concibió como una instancia generadora de dinero, no como prestadora de servicios. Basta un ejemplo: si un salvadoreño renueva su Tarjeta de Identidad de Extranjero (TIE) en España, un país donde el salario mínimo mensual supera los 900 dólares, paga poco más de 21 dólares.

—El carné que me robaron está vigente hasta junio de 2012, ¿este pago me ampliará al menos el plazo? –pregunto a Campos, más por sacar plática para este post que por conocer la lógica respuesta.
—No. Eso es solo por la emisión.
—¿Me están cobrando 52 dólares por un pedazo de plástico? Ya veo. Primero me roba el ladrón, y ahora me roba el Gobierno.

De hecho, cuando desapareció, en mi cartera no había más de 40 dólares en efectivo.


Fotografía: Chowy

domingo, 17 de abril de 2011

El señorito salvadoreño


El señorito hojea una revista cuando le traen su segunda cerveza y los tres platos de comida que ha encargado. Los recibe sin siquiera alzar la mirada.

Es mediodía de un soleado sábado, y hoy el señorito decidió pasar unas horas con su pequeño hijo en la piscina del Centro Español, en el corazón de la exclusiva colonia Escalón. Pero ahora está solo. Su hijo de no más de 4 años se fue hace un par de minutos al baño. Para el señorito –unos 45, alto, barriga incipiente, pelo canoso con entradas pronunciadas–, acompañar a mear a su hijo resulta tedioso. También lo es tener que darle de comer, aguantar sus niñerías o jugar a batear una pelota roja de espuma con un bate que también es de espuma y también es rojo. Para todo eso lleva a su criada.

El señorito debe pensar que llevarla al Centro Español le da estatus, que todos lo miran con algo de envidia. Quizá por eso se esfuerza en explicitar que es su empleada, y no es una amiga ni mucho menos alguien de la familia. Ella es joven, 20 años exagerando, delgada de piel morena, tiene el pelo liso y recogido con una goma y viste un horroroso traje azul oscuro con un delantal blanco amarrado a la cintura. Le queda ancho, como si la persona que lo usó antes pesara el doble. El señorito no habla con ella; sólo le da órdenes.

—El niño quiere ir al baño –le ha debido decir hace un par de minutos.
 

El señorito pagará a la criada la soda Tropical de uva y el plato de comida, y está convencido de que eso le da derecho a ser un hijoeputa.

Al rato, ella regresa detrás del niño, y comprueban con satisfacción que los platos están servidos. La mesa es redonda y amplia, pero el señorito ha tenido que apartar la revista y su computadora portátil. Parece que los tres tienen hambre. Antes de empezar, sin embargo, el señorito pide a todos que agradezcan a Dios por los alimentos que van a recibir. Los tres se persignan. Luego, comen en silencio. 


Fotografía: www.tonterias.com

sábado, 9 de abril de 2011

Romero y romeristas

Era noche cerrada cuando la marea de candelas, pancartas y efigies llegó a las afueras de Catedral metropolitana. Como cada año, también en la procesión del trigésimo aniversario del asesinato hubo tiempo para la música y para los discursos. El alcalde de San Salvador, Norman Quijano, tenía esta vez su espacio reservado en la tarima principal, invitado por el Fundación Monseñor Romero. Cuando se hizo presente y subió las escaleras, no pocos lo abuchearon, lo silbaron, lo insultaron por ser militante del partido fundado por el mayor Roberto d’Aubuisson. La situación incomodó sobremanera al presidente de la fundación, Ricardo Urioste. Al ver que el aluvión de improperios no cesaba, se levantó, caminó hacia el micrófono y se armó de valor para decir algo parecido a esto: ¿saben qué les diría monseñor Romero? Que no han entendido el mensaje de Jesucristo, porque el evangelio nos enseña que debemos respetarnos unos a otros, también a los que no piensan igual.

Miguel Cavada escuchó la reprimenda desde su casa, por radio. Le pareció una actitud valiente la de Urioste, y a los pocos días, cuando se lo encontró, le felicitó.

—Tuvo usted valor de enfrentar a toda la gente –le dijo.
—Pues sí –respondió Urioste–, tanto que dicen que quieren a Monseñor Romero…

Cavada me cuenta esta anécdota en agosto de 2010, como colofón a una conversación sobre las discrepancias que monseñor Romero también tuvo con algunos sectores de izquierda.

—¿Y usted –le pregunto– cree que él habría actuado igual que Urioste?
—Sí, claro, ¿no te he dicho que la primera vez que yo lo vi puteó a los del Bloque?

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(Esta es la entrada del perfil sobre Miguel Cavada, titulado "Romero deja atrás a todos: la mezcla de lo antiguo con lo nuevo lo hace auténtico", publicado el 23 de marzo de 2011 en El Faro).

lunes, 4 de abril de 2011

Comparaciones odiosas

Ubicado en las afueras de la ciudad de Tipitapa, a 22 kilómetros de Managua, el centro penal La Modelo alberga a 2 mil 400 personas, un tercio de los privados de libertad que tiene Nicaragua. La calle de acceso es larga, recta y el asfalto es escaso, pero movimiento no le falta. Las visitas de familiares convierten el lugar en un vaivén decaponeras, nombre que aquí dan a unas bicicletas adaptadas para el transporte de personas, y uno intuye que se acerca a la entrada por el aumento desmesurado en el número de puestos de comida. Las primeras dos plumas que regulan el acceso están pintadas de negro y amarillo, y justo encima cuelga un rótulo grande y cuadrado que tiene dibujado el perfil de una botella y unas letras: Bienvenido al Sistema Penitenciario Nacional. Lo donó Coca-cola.

Entrar al recinto dentro del carro de Luis Amado Peña -el sacerdote encargado de la pastoral penitenciaria- resultó tan sencillo como ingresar a una residencial privada junto al presidente de la junta directiva. Pero ahora, al salir, el funcionario de turno –pantalón verde planchado y una camisa blanca impecable– abandona la sombra de la caseta y, después de saludar respetuoso y de intercambiar unas palabras, gira alrededor del pick up mientras se encorva ligeramente para mirar en los bajos del vehículo.

—Desde hace unas semanas están revisando más –dice el padre Peña–. Es por esa fuga que te conté el otro día.

El pasado 18 de febrero un joven llamado Álvaro Valverde se fugó de Tipitapa. Se cree que lo hizo asido al chasis de un autobús. Cuando el bus se alejó lo suficiente, el joven se descolgó, paró un taxi que iba en sentido contrario y desapareció. Tres días permaneció prófugo, pero al cuarto Valverde regresó arrepentido a Tipitapa acompañado por su padre y su abogado. Desde entonces los controles son más estrictos.

—Ay –se queja el padre Peña–, pero los problemas son para resolverlos, no para cerrar las cosas.


Fotografía: internet


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(Esta es la entrada de un reportaje titulado ¿Cuál es el secreto de las cárceles nicaragüenses?, publicado el 4 de abril de 2011 en la sección Sala negra del periódico digital El Faro).
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