martes, 27 de diciembre de 2011

Hasta el rey de España...

Hasta el rey de España ha oído hablar del nuevo puente de Cacaopera.

No es una exageración literaria. A Juan Carlos Alfonso Víctor María de Borbón y Borbón-Dos Sicilias, a Juan Carlos I, alguien le contó que un majestuoso puente comunica dos recónditos caseríos de Cacaopera. Desde hace seis meses, el río Torola ya no es obstáculo para los escasos –escasos– vecinos de esa zona. Quizá por eso, el rey sintió la necesidad de felicitarlos.

—Quiero expresar mi calurosa enhorabuena a las comunidades salvadoreñas del departamento de Morazán, cuyas comunicaciones, economía agrícola, desarrollo turístico y bienestar social se verán multiplicados por la construcción del puente.

La felicitación la oyeron las 300 personas que el 16 de enero en la mañana estaban en el Teatro Real de Madrid. Ramiro Cortez, Ramiro, la escuchó recostado en una silla de plástico negro y aluminio. Viajó desde Morazán hasta España, y lo sentaron a tres metros del rey. Como le habían sugerido-ordenado días atrás, iba vestido para la ocasión. Llevaba un saco azul marino, zapatos bien lustrados, una camisa blanca abotonada hasta el cuello y corbata a rayas.

—El rey es grande, pero... será que yo no estoy acostumbrado a estar con personalidades así, yo lo miraba como que éramos iguales... en la sociedad. Le saludé, le di la mano, y hablamos un poquito.

Fue muy poco lo que hablaron. No hubo tiempo para los detalles ni para la polémica. No hubo tiempo para contar la historia que hay detrás del puente de Cacaopera.

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(Esta es la entrada de un amplio relato titulado "Un puente a ninguna parte", publicado el 25 de mayo de 2008 en Enfoques, la extinta revista dominical del diario salvadoreño La Prensa Gráfica) 

Fotografía: Roberto Valencia

martes, 20 de diciembre de 2011

Veintisiete cuentos peregrinos

Esta mañana he dado por terminada mi lectura de Doce cuentos peregrinos, una de las obras más redondas de Gabriel García Márquez, que no es decir poco. La ruptura tenía que ser así: una decisión firme, tajante, porque he de admitir que no veía otra forma de escaparme del libro.

Me explico: Doce cuentos peregrinos lo compré a finales de 2008 en una espaciosa y muy recomendable librería del centro de San José. Creo recordar que para mi regreso a San Salvador ya le había entrado a La luz es como el agua, una historia tan increíble que cuesta no creerla. Los tres años entre este libro y yo, hasta esta ventosa mañana de diciembre, han sido como la relación de dos amantes de ciudades lejanas: se han alternado días de tórrida pasión con temporadas de silencios imperdonables. Yo tengo un defecto-virtud con la literatura. Salvo las excepciones que a uno lo marcan de por vida, las escenas y los personajes de cuanto leo se borran con rapidez de mi memoria. Me sucede lo mismo con el cine. La consecuencia de esta realidad es que puedo releer un libro –o ver una película– a los pocos meses de haberlo disfrutado, y casi con total seguridad volverá a cautivarme y a sorprenderme. Por eso los 12 cuentos de Gabo se han convertido en 23, en 27, en 31, ¿quién sabe ya? Podría, de hecho, seguir releyéndolos, porque el maestro tiene la virtud de la metáfora idónea, del adjetivo perfecto, y eso nunca cansa, pero esta mañana he decidido dar por terminado este romance tras la segunda o tercera relectura de Buen viaje, señor presidente.

Un cuento como La santa debería ser materia obligada en todo taller o curso de periodismo narrativo. ¿Un cuento de ficción para mejorar el periodismo? Pues sí.

El breve prólogo de la obra, escrito por el propio Gabo y fechado en abril de 1992 en Cartagena, es una pieza digna de ser leída y releída hasta el cansancio. Me quedo y les comparto ahora con una reflexión recogida en el último párrafo:
Siempre he creído que toda versión de un cuento es mejor que la anterior. ¿Cómo saber entonces cuál deber ser la última? Es un secreto del oficio que no obedece a las leyes de la inteligencia sino a la magia de los instintos, como sabe la cocinera cuándo está la sopa.
Con la crónica periodística de largo aliento –me atrevo a apostillar al gran maestro– sucede algo parecido. Lástima que en estos tiempos lo que más abunda en los diarios y en las revistas sean las Maruchán.
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P.D. Creo que ya va siendo hora de releer Cien años de soledad. Ya ha llovido demasiado desde mi primer año en la universidad. Macondo se llamaba el pueblo, ¿no?


Fotografía. Roberto Valencia

martes, 13 de diciembre de 2011

Pláticas con pandilleros (I)


  • Temas generales de la conversación: organización interna y evolución de las pandillas
  •  Fecha de la plática: 27 de junio de 2009
  •  Estatus del pandillero: un calmado de la Mara Salvatrucha (MS-13) que al momento de la entrevista trabaja para una oenegé
  •  Otros datos relevantes: fue brincado en la MS-13 en 1997; antes caminaba con la Mao Mao, una de las maras más influyentes en la primera mitad de la década de los noventa


La conversación está ya madura, atrás quedan casi tres cuartos de hora. En los últimos minutos el entrevistado ha repasado los orígenes de la MS-13 en El Salvador y ha recorrido su evolución –a grandes brochazos, obvio–, centrada sobre todo en los noventa, la década clave en el desparrame del fenómeno de las maras. Lo último de los que hemos estado hablando es de la terminología que usan los pandilleros para referirse a las personas de su entorno… 

—Una sola clica –pregunto–, ¿cuánta gente puede llegar a tener?
—Un chingo, hasta 40.
—Ahí estás contando a hainas (novias civiles, tienen prohibido llegar a las casas), a mascotas (niños de entre 8 y 11 años que apoyan de una u otra forma) y a aspirantes (los que llevan un tiempo caminando con pandilleros, ya les hacen paros, pero aún no han sido brincados)…
—No, esos 40 son solo los que pueden votar en el mitin.
—Hay mitin de clica y mítines generales, ¿no? ¿A esos llegan todos los miembros de todas las clicas?
—Casi todos. Fácil pueden juntarse 200 gentes.
—¿Todos votan?
—Sí, pero primero se discute, como cuando se prohibió hueler pega.
—Eso se prohibió y ¿sigue prohibido?
—Sigue.
—¿Qué pasa con las otras drogas?
—La piedra está prohibida, porque la mara mucho se prende. Lo que pasa es que la Mara se deforma, y ya pasó que un vergo de homies de la MS terminaron tirados en la calle, de piperos.
—¿Cuándo ocurrió eso?
—Al principio, como en el 91 o en el 92, pero también después, como en el 98. Y por eso está prohibido.
—Marihuana sí se permite…
—Hay mara que fuma, pero no se permite que se prendan así nomás. Con todas esas reglas se busca que la logística sea como en Estados Unidos. Allá de siempre han estado más organizados, con más orden. Acá el plan Mano dura (se lanzó en septiembre de 2003 por el ex presidente Francisco Flores) también inclinó a buscar esa forma.
—¿Antes no era tan necesario estar tan organizados?
—No.
—¿Qué cambió en concreto el plan Mano dura?
—Puta, después de eso fue que se puso renta a medio mundo. Antes era a puro robo.
—¿Ahora se roba menos?
—Ahora casi todo es renta y se cobra parejo.


Fotografía. internet

domingo, 11 de diciembre de 2011

El legado de Moncada

Prostaciclina, ácido acetilsalicílico y óxido nítrico. Son esos tres los campos en los que más frutos ha cosechado el científico salvadoreño Salvador Moncada en su larga carrera profesional. Tiene ya unos bien llevados 63 años. Para el profano, esos nombres resultan casi un trabalenguas, pero basta interesarse un poco para averiguar el calado y la utilidad de sus aportes. El óxido nítrico, por ejemplo, es un elemento tóxico al que se le relaciona con la lluvia ácida. Pero saber que el cuerpo humano lo produce sirvió para explicar, entre otras cosas, los efectos de una medicina como el viagra.

Resultó difícil que fuera aceptado. Cuando se hizo la primera publicación sobre el óxido nítrico como una sustancia producida por células de mamífero, la reacción internacional fue de incredulidad. Fue de preguntarse cómo el cuerpo humano iba a estar formándolo. Tengo muchas cartas de gente que me escribió diciéndome: “Mire, muy bonito el artículo, pero usted está loco”. Lo que fue impresionante y quiebra con una sonrisa su rostro serio es que yo haya recibido todas esas cartas, y después se haya adjudicado a otra gente el descubrimiento.
Pero, a ver, se puede afirmar que, hasta que usted lo dijo, nadie en este mundo sabía que los mamíferos producían óxido nítrico.
Exacto.

Mientras habla, Moncada sostiene sus lentes entre sus manos, con las que gesticula de manera ostensible. En otra ocasión será un lapicero o una hoja de papel doblada. Parece como si se sintiera incómodo sin algo que manosear.

Además del óxido nítrico, usted antes había trabajado con la prostaciclina y con la aspirina (ácido acetilsalicílico).
Así es.Para esta entrevista, hablé con un compañero que toma la famosa aspirinita. Que se esté recetando en todo el mundo...
... es parte del trabajo nuestro. En 1976 descubrimos que una dosis pequeña de aspirina afecta a las plaquetas, que son las que producen los infartos, y que una dosis grande afecta a las plaquetas y a la pared vascular, de tal manera que protege más una dosis pequeña, y eso llevó a la idea de que había que recetar dosis pequeñas. Al principio tampoco nadie lo creyó, y ahora es aceptado que si se toma una aspirina pequeña todos los días, se gana protección cardiovascular.
Digamos que su trabajo está salvando vidas.
Bueno, la prostaciclina se usa en este momento para mujeres que necesitan un trasplante de pulmón, y que no pueden vivir si no tienen una infusión de prostaciclina.
¿Y cuál es la relación de sus investigaciones con el viagra?
Pues el óxido nítrico es el determinante fundamental de la erección del pene en el hombre. Y el viagra lo que hace es aumentar el efecto del óxido nítrico.
Pero ese medicamento es de otro laboratorio.
El viagra es de Pfizer, que estaba haciendo una investigación sobre un medicamento vasodilatador. Encontró en sus estudios clínicos que los pacientes, incluso los viejos, las enfermeras los encontraban con erecciones, y reportaron eso. Y empezaron a ver que la dilatación en la erección estaba relacionada con el hecho de que estaban aumentando el efecto del óxido nítrico, que nosotros acabábamos de descubrir. Es decir a Moncada le gustan estas dos palabras y las usa con asiduidad, nosotros no hicimos el trabajo del viagra.
Pero sin las publicaciones de ustedes...
Pues no hubiera habido explicación, porque fuimos los que descubrimos que en todo el cuerpo hay nervios que liberan óxido nítrico.
Entonces, hoy en el mundo le tienen qué agradecer muchas personas mayores...
...y menores, porque ahora se usa con fines recreativos.

Durante su carrera profesional ha tenido suerte. Al menos así lo cree él. Dice que el trabajo que hizo tiene valor. En el campo del óxido nítrico, y en el de ciencia en general, es uno de los científicos más citados del mundo. Y dice que está completamente satisfecho por eso. Lo dice a pesar de no haber sido incluido entre los ganadores del Premio Nobel cuando en 1982 se reconocieron los estudios sobre prostaciclina y ácido acetilsalicílico; ni en 1998, cuando se premiaron los descubrimientos sobre óxido nítrico.

Esa exclusión no es, asegura, algo que le quite el sueño. Le preocupa más comprobar que los recursos aumentan en el mundo, pero no baja la injusticia: “La relación entre el que tiene y el que no tiene es mucho mayor ahora que antes, y eso hace la evidencia más dolorosa”.
Desde su juventud, tiene una de esas evidencias de la pobreza grabada en su mente.

Cuando era médico de emergencias en el Hospital Bloom, llegaban los niños y había tan pocos recursos que los poníamos en tres filas: los que tienen fiebre, los que tienen diarrea y los otros. Y a los médicos nos tomaba dos minutos examinar y recetar algo, sabiendo que se cometían errores, y que a uno se le podía escapar cualquier cosa, pero no había más. De hecho, hubo niños que fueron atendidos, a los que se les dio medicina, pero regresaron a morir al día siguiente.

Esto ocurrió en los sesenta, durante sus años en la Universidad de El Salvador (UES). Su etapa de universitario.


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Este es un fragmento de un perfil sobre Salvador Moncada titulado Una vida útil, publicado el 30 de diciembre de 2007 en la revista Enfoques de La Prensa Gráfica.
Fotografía: Nubia Rivas

viernes, 9 de diciembre de 2011

El ladrón se acercó por detrás a Esmeralda

El ladrón se acercó por detrás, con tanto sigilo que no pudo sentirlo. La bulla y el vaivén de la Terminal de Oriente a las ocho y media de la mañana tampoco ayudaron; de hecho, Esmeralda García, abuela ya, siempre se ha sentido de alguna manera protegida por el bullicio, siempre ha preferido una calle llena a una vacía. Pero estamos en diciembre…

El ladrón se acercó por detrás, le agarró los aretes dorados, uno con cada mano, y tiró con tanta fuerza que poco faltó para que Esmeralda –repito: abuela ya– cayera de espaldas. Cuando se repuso solo alcanzó a ver una camisola negra enfundada por un joven de unos 16 años que se alejaba corriendo, y un hombre mayor que en vano trató de zancadillearlo. Al instante sintió la sangre correr por su lóbulo derecho. La oreja izquierda sufrió igual castigo pero corrió mejor suerte. Resignada, tomó el bus de la ruta 52 y se dirigió a su trabajo, a lavar ropa ajena. Los aretes dorados no costaban mucho, pero tenían un significado especial porque su hija mayor se los compró, con su primer salario, un ya lejano Día de la Madre.

―Hoy me dieron un buen susto –fue lo primero que me dijo cuando nos encontramos.


Fotografía: internet

miércoles, 7 de diciembre de 2011

¿Tiene solución El Salvador?

Un amigo llamado Héctor, periodista también, vino desde Managua hoy hace cuatro días. Iba rumbo a Guatemala, pero como el viaje en Ticabús obliga a pasar la noche en San Salvador, lo fui a buscar en la parada de la colonia San Benito, pasamos por mi casa para deshacernos de la pequeña mochila que cargaba, y subimos ya noche a comer pupusas a los Planes de Renderos, que ese domingo estaba especialmente fresco y lleno de policías, turistas efímeros y músicas estridentes.

El tema de la violencia que afecta a El Salvador pronto se adueñó de la conversación. Héctor vive en Nicaragua, y Nicaragua es Centroamérica, sí, pero es otra cosa. Unos minutos de plática condujeron a un lógico cuestionamiento de su parte: ¿cuál es la solución al problema de la violencia en general, y de las maras en particular? Desde que formo parte de Sala Negra de El Faro, la pregunta se ha vuelto más recurrente, y de un tiempo a esta parte la respuesta que doy es siempre la misma: que no tengo ni idea de cuál puede ser la solución a una situación tan compleja y tan enraizada, y que desconfíe de quienes se jactan de conocerla, en especial cuando se trata de académicos trasnochados, de expertos que teorizan sin haber puesto nunca un pie en una comunidad, de articulistas de busto marmóreo, de los políticos en general, de periodistas que solo reportean en despachos con aire acondicionado y de oenegeros cuyo salario está amarrado a que sus financiadores crean que los pandilleros son solo víctimas y no victimarios.

La admisión de mi ignorancia la suelo complementar con una convicción. Si con un chasquido de dedos se pudiera extraer a las decenas de miles de pandilleros salvadoreños, incluidos los encarcelados, y soltar a todos en Madrid, Montevideo o Londres, estoy convencido de que en esas ciudades habría un repunte en los números que miden la seguridad pública, pero desaparecería en semanas, meses lo más, porque esas sociedades están armadas, tanto en el plano institucional como en el comunitario, para evitar que cuaje el fenómeno de las maras. Sin embargo, en una sociedad tan descompuesta y desequilibrada como la salvadoreña –si bien aplica también para la hondureña y en menor medida para la guatemalteca–, el vacío de pandilleros fruto de ese mismo chasquido sería rápidamente llenado por otros grupos, quién sabe si más violentos.

Aquella plática con Héctor en los Planes de Renderos fue hace cuatro días. Pero este jueves ha vuelto a detenerse por unas horas en San Salvador en su viaje de regreso a Managua y, apelando a que una imagen vale más que mil palabras, me he propuesto mostrarle mis palabras del pasado domingo. Desde la colonia San Benito hemos ido al centro de San Salvador, rutas 30-B y 7-C. Desde el parque Centenario por la 10a. Norte hasta el mercado Excuartel, una parada para almorzar unas tortas por 2 dólares –soda incluida– en los puestos junto al predio Exbiblioteca, visitas a las plazas Morazán y Gerardo Barrios, paseo hasta la hermosa basílica del Sagrado Corazón, en la calle Arce, y regreso para conocer la catedral y la cripta de monseñor Romero. Todo a pie, claro.

El corazón de la capital salvadoreña –de la sociedad salvadoreña– habla por sí solo. No necesita guías. Es un gigantesco y por tramos pestilente mercado, con basura en todas las calles, aceras desechas, tráfico imposible, llena de hacelotodo, vendelotodo, comelotodo, donde te encontrás a un anciano tumbado junto a sus heces bajo la escalinata de la catedral, indiferencia, mil jóvenes maquilladas que te agarran del brazo para que te fijés en su venta, hostilidad a pesar de los mil y un policías y agentes de seguridad privados, bares llenos de cervezas heladas y prostitutas caducadas, locos de sonrisa cholca y eterna que te reclaman una moneda, tullidos de piernas inertes y retorcidas que se arrastran entre la indiferencia, tacones y maquillaje, alguna que otra corbata, ladrones, jornaleros de honradez inquebrantable, gritos, música y alabanzas a más no poder, letreros ciclópeos y a la vez invisibles, gente que va y viene, que viene y va, indiferencia, más indiferencia… Es el corazón de la sociedad salvadoreña. Para mí, el lugar más entrañable y representativo del país, la salvadoreñidad encapsulada.

—El otro día me preguntabas por las maras –le he dicho a Héctor en algún momento del paseo–… Es algo importado desde Los Ángeles, pero los mismos números y las mismas letras son otra cosa allá, nada que ver con la evolución que tuvieron en sociedades como esta.

A la radiografía que nos sugiere el Centro Histórico, obvio, le falta el otro lado de la moneda, tan responsable o más de la sociedad que tenemos. Ese otro lado es la aberrante desigualdad social cristalizada en sitios como Torre Futura, adonde quiero llevar a Héctor esta noche. Torre Futura es un centro comercial ofensivamente bello, de fuentes simétricas y cristaleras hermosas, de restaurantes primermundistas con precios inalcanzables para la mayoría de los salvadoreños, monumento vivo a la opulencia, donde por un café se paga más que por los almuerzos en el Centro Histórico, una infinita pasarela de modas, un ir y venir de cuerpos esculpidos en gimnasios o con el bisturí. Todo eso, le pienso decir esta noche a Héctor, toda esa obscena desigualdad y clasismo, todo ese otro país que vive de espaldas al que ha conocido esta mañana, también explica mucho de la expansión de las maras.

Ni idea de cuál puede ser la solución a una violencia tan compleja y tan enraizada, respondí a Héctor hace cuatro días en los Planes de Renderos. Cuando mañana temprano él aborde el Ticabús rumbo a Nicaragua se irá sin la repuesta, pero quizá de algo le haya servido este tímido acercamiento a esta sociedad, a estas dos sociedades superpuestas como agua y aceite, y corresponsables de lo que somos como país, de los 12 asesinatos diarios.

(San Salvador, El Salvador. Diciembre de 2011)

Fotografía: internet
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(Esta crónica fue publicada el 5 de diciembre de 2011 en la sección Bitácora del proyecto de cobertura periodística de la violencia Sala Negra, de elfaro.net)

miércoles, 30 de noviembre de 2011

El mejor momento del día


Alejandra Valencia cumplirá dos años el 11 de enero de 2012. Dos años.

Curioso esto del paso del tiempo. Por un lado, la sensación –la convicción– de que solo un chasquido de dedos separa este miércoles del día en el que salí –radiante, vivo– del Hospital Amatepec después de que me dejaran ver por no más de un minuto a la recién nacida, y me fui directo a la casa de mi amigo Carlos Martínez, para celebrarlo. Por otro lado, la paradoja de ver sus fotografías de hace apenas seis-nueve meses y pensar que fueron tomadas hace una vida, o los simples recuerdos de una Alejandra que solo se mueve a gatas, sepultados ya en la memoria, pero que apenas tienen menos de un año de antigüedad. Curioso.

Alejandra es ya una personita que discute ríe travesea salta coquetea maquina chantajea-a-su-papá-con-la-mirada-la-sonrisa tose llora grita corre-carreras imita dibuja y se puede ensimismar mirando un amplio abanico de cosas que van desde el camión de la basura hasta la luna. Es persona pues.

Quizá por ello, de un tiempo a esta parte, todas-todas las tardes, ocurre lo mismo: a eso de las cinco o cinco y media, cuando el sol quiere esconderse, me golpea un desasosiego para que llegue cuanto antes el rencuentro con Alejandra, casi siempre en la casa, cuando llego, saco las llaves y ella, aunque esté en la otra punta, solo con oír el ruidoso artilugio sonoro que se bambolea cuando la puerta lo golpea, dice: ¡Paaaapi! Y me sonrío solo, y Alejandra corre por el pasillo para darme un tímido abrazo y luego separarse pudorosa.

—¿Cómo lo pasaste en el kínder hoy?
—Ien –responde.

Sin duda, el mejor momento del día.

Quizá por ello también, cuando por algún motivo de peso como pueden serlo las reuniones semanales de evaluación en El Faro, sucede que uno llega tarde a casa, ocho y media, nueve incluso, y Alejandra ya está dormida, ese día termina siendo un día incompleto, como incompletos lo eran todos, sin saberlo, hasta antes de ser padre.


Fotografía: Roberto Valencia

lunes, 28 de noviembre de 2011

No 13, no 18

La evidencia está en la propia Federación Salvadoreña de Fútbol (Fesfut), a la vista de quien la quiera ver. Apenas se ingresa en el edificio principal, a mano derecha se encuentran los cubículos reservados para la Segunda División, con su gran tablón de anuncios al fondo y un rótulo explícito: Campeonato 2011-2012. Debajo, perfectamente ordenadas y sostenidas por tachuelas de colores, 10 hojas con las alineaciones de los equipos. C.D. Chalatenango, dice el primero; luego, nombres de sus jugadores y el número asignado: con el 1, fulano; con el 2, mengano; con el 3, con el 4, el 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, todo normal hasta ahora, con el 12, con el 51, el 14, 15, 16, 17, con el 52, el 19… No hay 13, no hay 18.

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(Este el primer párrafo de un reportaje titulado Las maras trastocan la matemática del fútbol, publicado el 27 de noviembre de 2011 en la sección Sala Negra del periódico digital El Faro)

Fotografía: Roberto Valencia

viernes, 25 de noviembre de 2011

La jura y los chacuatetes


Mañana del 5 de junio de 2010, sábado.

—¡¡¡Huevonazos!!! –grita el cabo.

Hoy hay más movimiento del habitual en el reparto La Campanera, en Soyapango. Los soldados están en campaña de fumigación contra el zancudo transmisor del dengue, y las bombas termonebulizadoras zumban. Los policías no fumigan, pero un grupo de ellos lleva un buen rato calle arriba, calle abajo en el pick up Mazda de la corporación. Ahí suben otra vez y, al pasar sobre el primer túmulo, suenan la sirena una fracción de segundo, pero suficiente para irritar al cabo fornido que está parado sobre la acera.

—¡¡¡Huevonazos!!!

Es evidente que quería que yo lo escuchara. Ve que le sonrío la gracia y se anima.

—Ya quisiera ver a uno con nosotros… 
—¿Un pick up? –pregunto, un tanto desconcertado. 
—No, a una de esas niñas. ¡Pa’que sepan lo que es trabajar!

La Fuerza Armada y la Policía Nacional Civil conviven en La Campanera desde noviembre, pero rara vez patrullan juntos. Los que más se mueven son los soldados; chacuatetes, los llaman. Se les ve pasar a cada rato en grupos de tres o cuatro y armados con fusiles de asalto M-16 o Galil. En su afán por diferenciarse de las niñas, se aplican con mayor dureza. “Los soldados pegan más a lo loco”, me dirá otro día Whisper, un pandillero. Irónicamente, hombría y violencia también son valores asociados dentro de una mara. 

Fotografía: Roberto Valencia

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(Este es un fragmento de un larga crónica titulada Vivir en La Campanera, publicada el 21 de junio de 2010 en el periódico digital El Faro)

lunes, 21 de noviembre de 2011

Esmeralda y la cosecha 2011

Esmeralda García, a los asiduos quizá les suene el nombre, vive en el cantón El Espinal de San Rafael Cedros, en Cuscatlán. Es mujer de campo, la viva representación de la humildad en todas sus acepciones, una persona recta y honrada, cualidades que brillan más en una sociedad tan descompuesta como la salvadoreña. Pues bien, el sector donde Esmeralda y su familia habitan no fue, ni mucho menos, de los más afectados por las lluvias que hace unas semanas dejó la ya famosa depresión tropical E-12. Pero llovió con ganas, más que lo que los cultivos son capaces de soportar.

José, el esposo de Esmeralda, sembró en mayo la media manzana que con esfuerzo lograron alquilar. En ladera, lo que no deja de ser una ventaja cuando llueve mucho. 

Para cuando llegó la E-12, la milpa estaba doblada, y el frijolar, crecido, pero le faltaba. Sobra decir que en esta familia el grueso de la cosecha lo usan para consumo familiar, que dependen en gran medida de ese frijol y de ese maíz. Por eso hoy, la primera vez que me cruzo con Esmeralda desde las lluvias, es lo primero que le he preguntado.

—Maíz sí vamos a tener –responde–. Con el agua se cayó nomás, y se ha podrido de la punta, pero este año los elotes eran grandes, y no es mucho lo que se ha perdido. Ya lo recogió José, por costaladas.
—¿Y el frijol?
—No, el frijol se ha perdido todo…

A Esmeralda la conozco desde hace diez años, y ya en otras ocasiones me ha contado que, cuando cae mucha agua al final de la estación lluviosa, el frijol se nace, no se puede vender, pero al menos una parte de la cosecha se puede consumir si uno no es un tiquismiquis. Esta vez se ha perdido por completo.

—Se arruinó, no se podrá recuperar nada…
—¿Nada de nada?
—Bueno, saldrán, lo mucho, unos dos medios (un medio son 20 libras)… menos que lo que sembró, porque José sembró tres medios.

Dentro de lo malo, esta familia tiene cómo capear el temporal en los largos meses que se avecinan hasta que salga la próxima cosecha. Esmeralda tiene un ingreso fijo limpiando casas, José trabaja esporádicamente en una granja de gallinas y cerdos que abrieron en el cantón, y la hija mayor acaba de encontrar su primer empleo, malpagado pero es un dinero que se agradecerá. Asusta pensar lo que sucederá con las familias que no tienen estos colchones o que viven en áreas donde la lluvia fue aún más dañina.

Fotografía: Roberto Valencia

lunes, 14 de noviembre de 2011

Memoria de elefante

Se puede sobrellevar mejor o peor, pero el paso del tiempo conlleva en los humanos el inevitable envejecimiento. Cada día que pasa es un día menos de vida, y esta obviedad se torna más inquietante para quienes no creen que haya algo después de que los corazones dejan de latir y los cuerpos comienzan a pudrirse. Pero ese paso de los años tiene también aspectos muy positivos, infinidad. Uno de ellos es que cuando más distancia se ha recorrido, el número de buenos recuerdos se eleva, y a veces sucede que un día estás trabajando frente a la computadora y en una carpeta que ni sabías que existía encontrás un video, lo mirás y logra arrancarte cuanto menos una sincera sonrisa. Eso me ocurrió con estas imágenes grabadas en el Zoológico Nacional a mediados de noviembre de 2006, hace ya un lustro. 



El tiempo pasa. Manyula, la elefanta por la que llegué a sentir tanta admiración y cariño, falleció en septiembre de 2010. Las voces que se escuchan de fondo en la grabación son de Natxo y Lara, dos amigos que me visitaron en calidad de novios y que cinco años después son matrimonio y conocen ya la paternidad. Y el que grita como loco es quien suscribe estas líneas, y hoy es alguien cinco años más viejo, cinco años más humano.

jueves, 10 de noviembre de 2011

Panchimalco, ¿pueblo vivo?

A Panchimalco no se llega por casualidad. Está cerca de San Salvador, a 17 kilómetros, pero primero hay que trepar el cantón Planes de Renderos y luego descender por la sinuosa carretera que primero se dirige hacia Rosario de Mora y luego busca el mar. El casco urbano ni siquiera está sobre esa calle ignota, sino que hay que tomar un desvío y adentrarse un kilómetro. A ese aislamiento quizá le deba las sensaciones de ruralidad que aún transmite, aunque tiene título de ciudad. Por Panchimalco no se pasa; a Panchimalco hay que ir.

Por eso extraña tanta calamidad.

Es sábado de sol y vientos, mediodía, y Panchimalco luce radiante. Al poco de ingresar en el pueblo, por el camino adoquinado que se dirige a la celebrada iglesia colonial, se alza altanero un letrero que atraviesa toda la calle. “Jesucristo, la única esperanza para Panchimalco”, dice. Más abajo, la iglesia está hoy ocupada por un nutrido grupo de niños en retiro espiritual. Guitarra en mano, cantan a Jesús y hasta le hacen porras, como en los partidos de baloncesto de la NBA. “Jota-E-Ese-U-Ese… Jeeeeeeeesús…”

Pero a dios, si es que existe, parece que le vale madres tanto fanatismo.

Basta analizar por un instante los números para concluir que lo que está pasando en Panchimalco es aterrador. Según el Instituto de Medicina Legal, a inicios de la década pasada nunca se alcanzaban los 10 asesinatos en un año. Al igual que ocurrió en todo El Salvador, las cifras se dispararon en 2004 –paradójicamente tras la implementación de las políticas de mano dura–, y el promedio anual de homicidios durante el quinquenio 2004-2009 subió hasta 23; preocupante sin duda, pero siempre abajo de la tasa promedio nacional. Pues bien, en los siete primeros meses de 2011 Medicina Legal levantó 47 cadáveres, y para el 31 de octubre la Policía Nacional Civil contaba ya 72 homicidios. Todo indica que Panchimalco superará este año la tasa de los 200 homicidios por cada 100 mil habitantes, lo que ubicará a este municipio en parámetros similares a los que Ciudad Juárez tuvo en 2010, considerada la urbe más violenta de todo el mundo.

Un dato adicional para dimensionar lo que está sucediendo: los 47 asesinatos en siete meses de Panchimalco son el mismo número que la Comunidad de Madrid, en España, tuvo en todo el año 2010, con el matiz de que mientras la población de Panchimalco apenas supera los 40 mil habitantes, en Madrid vive más gente que en todo El Salvador.

Y si las frías cifras generan –o deberían generar– una sensación de desazón, pruebe a ponerse en el papel del hermano de la víctima, de la madre, de los hijos, del amigo… En eso se ha convertido Panchimalco, en un lugar en el que los panchos matan y mueren, aunque el Ministerio de Turismo siga empecinado en vendérnoslo como un prominente “pueblo vivo”.

—Esto está tremendo, de un año para acá se ha puesto tremendo… Y bien cipotes son… –me susurra una señora que vende tortas a unos pasos de la iglesia colonial–. El otro día ahí mismo mataron a uno, degollado apareció –y señala el parqueo que hay junto a la gran ceiba que sirve como parada a los microbuses de la ruta 17.

De repente, como producto del guion de una mala película, pasan caminando tres policías armados con fusiles que escoltan a dos muchachos esposados el uno al otro: el uno lleva una camisola blanca sin mangas que deja ver en su brazo izquierdo un gran 18; el otro viste una camisola del Barça con el logo de la Unicef cruzado en el pecho. Caminan cabizbajos. También los policías.

—No, si los agarran seguido –dice la señora–, pero cuando salen, salen peor.

Es sábado, mediodía, y Panchimalco luce radiante. El cielo, azul intenso, está algodonado de nubes mínimas, y el viento baja desafiante por las calles, como si alguien hubiera abierto una puerta. En el más alto de los cerros que rodean el pueblo hay una gigantesca formación, de roca pura: le dicen la Puerta del Diablo.

(Panchimalco, San Salvador, El Salvador. Octubre de 2011)

Fotografía: Roberto Valencia
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(Esta crónica fue publicada el 7 de noviembre de 2011 en la sección Bitácora del proyecto de cobertura periodística de la violencia Sala Negra, de elfaro.net)

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Páginas Amarillas anti-extorsión

Llaman a la puerta de casa, abro y aparece un joven de lentes con chaleco, amarillo y en el pecho las palabras Páginas Amarillas estampadas en negro.

—Buenos días, le traigo el directorio.
—Okey, gracias. Tengo que entregarle el viejo, ¿verdad? –lo tenemos junto a la puerta y mientras hago la pregunta retórica, sin esperar la respuesta, me volteo para alcanzarlo.
—¿Quién lo está recibiendo? ¿Cuál es su nombre? –pregunta.
—Roberto, Roberto Valencia. Se escribe como el equipo de fútbol

El joven sonríe la ocurrencia, anota, recibe el viejo y entrega el nuevo. El directorio teléfono 2010 dedica su portada al que parece ser uno de los platos fuertes de la oferta turística salvadoreña: el surf. El elemento central del fotomontaje es la extraña roca que singulariza la playa El Tunco. Sin embargo, ese y todos los recursos gráficos que uno pudiera imaginar pasarían desapercibidos ante la novedad principal del ejemplar ya en mis manos: el grosor. El librotote que siempre han sido las Páginas Amarillas se ha reducido a un volumen más estrecho que una moneda de 10 centavos de dólar.

—Qué finito este año, ¿no? –pregunto.
—Sí, es que ya no incluye los números de las casas, solo los comercios. Para evitar las extorsiones –y arquea las cejas.

La violencia se sigue instalando en nuestras vidas no solo a golpe de titular periodístico; también sutilmente, sin darnos cuenta. Llevamos años, décadas, naturalizando la maldad, quizá por eso a muchos les cuesta tanto aceptar la sociedad tan descompuesta y apática que hemos creado.


Fotografía: Roberto Valencia

sábado, 5 de noviembre de 2011

Feliz cumpleaños, Chabelita


[La ministra de Salud, María Isabel Rodríguez, nació  el 5 de noviembre de 1922]


El 5 de noviembre de 1922 fue domingo. Ese día se proyectó la película “Jilmy” en el salón Orozco de Santa Tecla. Filomena Peña de Brown puso en venta su casa de San Martín, situada a una cuadra de la estación del ferrocarril, y la pierna de Modesto Valdés se fracturó tras ser atropellado por uno de los pocos automóviles que recorrían el barrio Santa Lucía. Ese día no fue uno más en la vida de María Isabel. Ella nació ese día en la casa familiar del barrio Concepción, en San Salvador. Apenas cuatro años antes había finalizado la Primera Guerra Mundial. 

Cuando ella llegó al mundo, Quezaltepeque era el interior del país. Por eso venirse a San Salvador, “a la civilización”, fue toda una aventura para Concepción Rodríguez –su madre–, Isabel Rodríguez y Elena Rodríguez. Esas tres mujeres –tres hermanas– marcaron los primeros años de vida de María Isabel. De la persona que embarazó a Concepción sabe que era “un señor abogado muy distinguido” casado con una tía de las tres. Ni siquiera heredó el apellido. Fue hija de una madre soltera en el San Salvador de 1922.

“Yo fui la única hija de mi madre quien, una vez que yo nací, por esa sensación de vergüenza que uno tiene, se aisló para cuidar de mí, muy sometida por sus hermanas”, recuerda. Le gusta decir que es hija de tres mamás, aunque en ese ambiente familiar, Concepción tenía un papel muy dócil, ante las fuertes personalidades de Isabel y Elena. Si Chabelita –así la llamaban de niña– recibía algún premio en la escuela, no era su madre la que iba, sino cualquiera de las hermanas: “Mi mamá aprendió a manejar la situación de ser yo su hija para ella, pero no para el público”.

Con una tienda en el barrio La Vega como principal sostén económico de esta atípica y matriarcal familia, a los ocho años María Isabel inició sus estudios en una escuela pública. Terminó la primaria y tuvo que afrontar su primera gran batalla por hacer prevalecer su pensamiento. Fue en 1936, cuando decidió estudiar secundaria en el Instituto Nacional General Francisco Menéndez (el INFRAMEN).

—Solicité la admisión a escondidas de mi familia, y entonces, un día de tantos, el primer telegrama en mi vida que recibo fue para decirme que me habían aceptado.
—¿Ese instituto es el mismo INFRAMEN que ahora?
—El mismo, pero en aquella época era un instituto –matiza– de una calidad académica altísima. Era un colegio militarizado, con las muchachas vestidas de militares y todo eso.

El instituto lo dirigía entonces un coronel francés que años atrás había participado en la colonización africana, y que mantenía como obligatoria una asignatura de tiro al blanco. Además de disciplina y de saber disparar, dice haber encontrado en los cuatro años que estuvo allí a los mejores profesores del país.

Lograr el ingreso supuso primero superar los prejuicios existentes en la estructura familiar: “Hubo consejo de familia, y mi tía mayor hizo una conclusión muy rápida: ‘Si dejan ir a esta muchacha es por ser la más feíta del grupo y porque quieren perderla; es un lugar donde hay mujeres y hombres juntos’. Fue una discusión terrible, pero triunfé”.

Gracias a ese triunfo, además de garantizarse un futuro, supo cuál era su nombre. Hasta 1937 creyó que se llamaba Isabel a secas, como su tía. Pero al llegar al INFRAMEN, donde tuvo que llevar la partida de nacimiento, vio que cuando la nombraban al pasar lista se referían a ella como María Isabel Rodríguez.

“En ese tiempo 
mueve sus manos con uñas pintadas de un rojo muy vivo me dolió horrores que me cambiaran el nombre en el instituto, porque yo era Chabelita. En mi casa aún me llaman Chabelita, aunque para toda la chiquitinada soy la Tía Lita.”

Caricatura: Otto Meza


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(Este relato forma parte de un perfil titulado "Estudió, educó, batalló, naufragó, rio", que fue publicado en octubre de 2007 en la revista Enfoques, del diario salvadoreño La Prensa Gráfica).

viernes, 4 de noviembre de 2011

Magaly, María, Rafael y Óscar Arnulfo

Magaly López, María Espinoza y un tal Rafael Correa coincidieron ayer –30 de octubre de 2008– en la entrada oriental de Catedral metropolitana. Los juntaron el azar y Monseñor Romero. El fugaz encuentro ocurrió al filo de la 4 de la tarde, en un espacio poco más grande que el que hay dentro de un ascensor. Después, cada quien siguió con lo suyo.

Magaly López tiene 10 años. Nada sabe de cumbres iberoamericanas ni cosas de esas. Trabaja. Junto a su hermana Fátima llega a diario a catedral desde la residencial Altavista, en Ilopango. Venden –intentan vender– unas calcomanías con motivos religiosos, dos sobres por el dólar. Para aprovechar el tirón que tiene Monseñor Romero, su madre las deja en las entradas a la cripta. Magaly no pudo endosarle ninguna de sus calcomanías al señor de ojos zarcos e impecable saco que se le acercó, le acarició la cabeza y le sonrió.

—¿Y sabes quién es él? –le pregunté después.
—No.

María Espinoza llega a catedral cada día desde hace cinco años desde El Rosario, Laz Paz, cerca del aeropuerto. Se sienta en la entrada oriental de 2 de la tarde a 5 y media. Monseñor Romero, dice, genera bastante movimiento. Ayer estaba en su banquito de plástico con su huacalón lleno de elotes, tamales y atol cuando un tal Rafael Correa se bajó de un potente carro granate. Vio frente a sus narices cómo saludaba a una niña llamada Magaly.

—¿Y usted sabe quién vendrá hoy? –le había preguntado media hora antes.
—No.

Rafael Correa, presidente de la República del Ecuador, se ausentó de la XVIII Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado, en la exclusiva colonia San Benito, para bajar hasta el centro de San Salvador, a Catedral metropolitana. Su deseo era conocer el mausoleo bajo el que se encuentran los restos de Monseñor Romero. Descendió de su potente Toyota Prado granate y, con la connivencia de su equipo de seguridad, saludó a una niña llamada Magaly frente a las narices de una vendedora de elotes llamada María.

Después entró en la cripta, raudo. Dejó a los periodistas que lo acechaban sin las ansiadas declaraciones. A la salida, y entre empujones, alcanzó a decir que Monseñor Romero es un ejemplo de vida para los latinoamericanos, que quisiera que la Iglesia siguiera más su ejemplo. Lo dijo con la voz casi apagada por gritos de ¡Viva Rafael!, de ¡Vivan los gobiernos de izquierda! de ¡Correa, Correa!

Todo ocurrió en apenas 12 minutos. Después, el tal Rafael Correa regresó a la Cumbre a proponer una nueva arquitectura financiera regional. Magaly se quedó junto a su hermana vendiendo calcomanías a dos por el dólar; y María, ofreciendo atolyelotes y tamales a $0.25, $0.30 y $0.35.

El encuentro seguramente no se repetirá nunca.


Fotografía: Salomón Vásquez
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(Esta es una versión de una crónica ligera publicada el 31 de octubre de 2008 en el diario salvadoreño La Prensa Gráfica, bajo el título de "Correa hizo una escapada por Romero")

lunes, 31 de octubre de 2011

Un país adicto a la muerte

La sicología forense es la herramienta que permite traducir una evaluación sicológica al lenguaje legal que se maneja en los juzgados. El trabajo de un sicólogo forense consiste pues en tratar tanto con víctimas como con victimarios; los escucha, los analiza, los evalúa y los interpreta. Marcelino Díaz es sicólogo forense en El Salvador. Trabaja desde 1993 en el Instituto de Medicina Legal, institución adscrita a la Corte Suprema de Justicia. Por su despacho de dos por dos metros han pasado violadas y violadores, incontables ya. La segunda vez que me recibió, cuando le saqué el tema, alzó desde detrás de la mesa una gran bolsa blanca llena de peluches. Me explicó que se los pide a sus alumnos de la universidad, para romper el hielo cuando evalúa a niñas violadas, algo que ocurre con demasiada frecuencia.

—Una de las cosas que he logrado entender de las pandillas –me dijo Marcelino, también un convencido de que las maras son responsables directas de buena parte de la violencia que embadurna el país– es que ellos se creen diferentes; a los demás nos dicen civiles. Se consideran con el derecho a hacer lo que les da la gana y por la impunidad que hay, hoy pueden tomar a la mujer que se les antoja.

La historia de la violación de Magaly era ya un drama infinito, pero en singular; no fue hasta que hablé con Marcelino cuando comprendí que es algo generalizado, que no es exclusivo del Barrio 18 o de la Mara Salvatrucha; comprendí que las violaciones tumultuarias no son algo extraordinario en El Salvador; comprendí que Magaly hasta podría considerarse una afortunada.

—Con los años –me dijo–, las violaciones de los pandilleros han ido cambiando, especialmente en conductas sádicas. Lo último de lo que he tenido conocimiento es que toman a una joven, la desnudan, alguno se pone entre las piernas para violarla, otros la levantan, le agarran las piernas y, cuando la están violando, uno más le clava un puñal en la espalda, para que ella se mueva. Es una conducta totalmente sádica, bestial… no tiene nombre.

Las pláticas con Marcelino resultaron una sucesión de titulares, cada cual más cruel y desesperanzador: “Los pandilleros tienen un odio tremendo a la mujer, por la destrucción de cuerpos que hacen”; “las denuncias son solo la punta del iceberg de todas las violaciones que hay”; “hay niños de 12-13 años que ya son violadores”; “las están prefiriendo de 14 o 15 años, son las que más aparecen muertas”; “el sistema educativo es una fracaso, pero parece que nadie lo quiere señalar”; “no le veo solución al problema de las pandillas”.

Le esbocé lo vivido por Magaly y mencioné su aparente fortaleza emocional. Marcelino respondió que cuando se crece en un ambiente de amenaza constante, como lo es una colonia dominada por pandilleros, una violación no genera tanto trauma porque se asume que la alternativa es la muerte. Es cuestión de sobrevivencia, me dijo.

—¿Y cómo calificaría la actitud de la sociedad salvadoreña ante lo que ocurre en el país? –pregunté.
—La violencia está casi invisibilizada: ¿cuántos medios de comunicación cuentan aquí la verdad? Casi ninguno, porque responden a grupos normativos que prefieren vender El Salvador como el país de la sonrisa. Y no solo invisibilizada; también está naturalizada. No es natural que se descuartice a niños o a niñas, que maten a la abuelita, pero aquí todo eso se ha naturalizado. Yo creo que los salvadoreños tenemos adicción a la muerte. 


Adicción a la muerte, dijo.

Arte: internet

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(Este es un fragmento de una crónica titulada Yo violada, que fue publicada el 23 de julio de 2011 en la sección Sala Negra del periódico digital salvadoreño El Faro)

martes, 25 de octubre de 2011

Solidario como un salvadoreño

Hoy es viernes, 21 de octubre, 4 y media de la tarde más o menos. El microbús de la 52 que baja del cantón El Carmen hasta el centro de San Salvador va lleno como casi siempre a esta hora, la gente de pie. En una de las paradas de la calle El Mirador –la que sube desde la 75.ª norte y pasa junto a Torre Futura–, un viejita se sube con esfuerzo, septuagenaria o maltratadísima por la vida si aún no lo es…

Brilla el sol, aunque El Salvador sigue en emergencia nacional por unas lluvias que se han cobrado 34 vidas y han obligado a albergarse a más de 50,000. En estos días la tele y los diarios están llenos de mensajes que dicen que somos un pueblo que nos levantamos después de cada tragedia, que tenemos solidaridad para exportar, que miles-decenasdemiles-cientosdemiles han llevado enigmáticas bolsas negras a los centros de acopio de TCS, de Canal 21, de Súper Selectos, del Tabernáculo de Avivamiento, mensajes optimistas que disfrazan un con-la-que-está-cayendo-voy-a-trabajar-porque-si-no-el-patrón-me-despide por un voy-a-trabajar-porque-soy-salvadoreño, mensajes que invitan a olvidamos de los 12-13 muertos diarios, de los desfacelados, de las niñas violadas, de los salarios de hambre, de la opulencia de esa Torre Futura que se erige insultante sobre la miseria, mensajes que dicen que sí, que somos solidarios, mihermano, que uno de los pueblos en los que más desigualmente está repartida la riqueza es a la vez solidario, SO-LI-DA-RIO, y lo dicen con musiquita de fondo y niños caretos sonriendo y presentadoras acicaladas y es-la-voluntad-de-dios… Y como a los salvadoreños debe gustarnos que nos den paja, o dárnosla nosotros mismos de un solo, pues muchos hasta nos creemos eso de que somos solidarios, de que violencia hay en otras partes también, eso del país de la sonrisa.

La viejita sube con un gran bolsón y un paraguas negro y cerrado entre sus brazos. Es tan chiquita que no alcanza a agarrarse a la barra de arriba y se acomoda como puede a la par de un asiento. Nadie se levanta. En este microbús, topado mayormente por jóvenes y jóvenas, por salvadoreños y salvadoreñas, por presuntos solidarios y solidarias presuntas… nadie se levanta para ceder su asiento a una septuagenaria. Nadie.

Fotografía: internet

viernes, 21 de octubre de 2011

"La fecha que ningún salvadoreño olvidará" (15 de septiembre de 1879)

Este lunes se conmemoran 58 años desde que la Capitanía General de Guatemala (que incluía la Provincia de San Salvador y la Alcaldía Mayor de Sonsonate) firmó el Acta de Independencia que supuso la ruptura con la Monarquía española, para pocas semanas después incorporarse al Imperio Mexicano. Este lunes es 15 de septiembre de 1879.

El nacionalismo aún no se ha apoderado de las conciencias ni de los discursos, y el aniversario no altera ni mucho menos el diario vivir del país, pero este año hay una novedad en las tímidas actividades que desde el Gobierno se han organizado: la gubernamental Banda de la Libertad, impulsada por el presidente Rafael Zaldívar y dirigida por un italiano de 32 años llamado Giovanni Enrico Aberle (que pasará a la historia como Juan Aberle), interpreta hoy, por primera vez en público, una canción que arranca así: “Saludemos la patria orgullosos…”.

Apenas los que la cantan se la pueden esta mañana. El italiano ha compuesto la música.

Aberle morirá en la madrugada del 28 de febrero de 1930 en la ciudad de Santa Ana, y será enterrado bajo una modesta lápida en la sección Los Ilustres del Cementerio General de San Salvador. Un día después de su fallecimiento, el diario La Prensa, germen de lo que algún día se llamará La Prensa Gráfica, publicará un generoso obituario en el que se afirmará que hoy, 15 de septiembre de 1879, es una fecha "que ningún salvadoreño olvidará, pues, fue entonces que como un chorro maravilloso de diamantes armónicos efluvió sus bellezas el Himno Nacional salvadoreño que la mente de un ilustre napolitano regalaba como ofrenda a nuestra patria”.

La fecha que ningún salvadoreño olvidará, dirá.

Pero yo estoy seguro de que para el siglo XXI pocos serán los salvadoreños que sepan siquiera quién es y qué hizo Juan Aberle, el extranjero que compuso el himno nacional.


Fotografía: elsalvador.com

domingo, 16 de octubre de 2011

El pandillero universitario

Hablar de las maras se ha vuelto algo tan visceral, tan irracional –se dice, se escribe tanto y tantas veces con tan poco criterio– que la pregunta cuando uno escucha algo discordante resulta casi obligatoria: ¿pero ustedes eso lo vieron o alguien se lo contó? Las dos jóvenes universitarias aquí sentadas lo vieron y lo vivieron. Son de hecho protagonistas de su propio relato, razón más que suficiente para ocultar sus nombres y apellidos. Por razones de seguridad tampoco se revelará el nombre de la universidad donde ocurrió, ni el de la facultad, ni mucho menos el del pandillero, ni siquiera el de la pandilla. Pero esto pasó y pasó así:

Las dos jóvenes universitarias aquí sentadas formaban parte de un grupo de cinco al que se le asignó una investigación sobre las maras. Todos se habían esforzado en las semanas previas, entrevistas allá y aquí, y estaban convencidos de tener un trabajo sólido. La exposición ante el profesor y los compañeros debía estar a la altura, alguien sugirió algo de ambientación, y consensuaron elaborar unos murales alusivos tanto a la Mara Salvatrucha (MS-13) como al Barrio 18. Compraron papel de empaque, lo ensamblaron con cinta adhesiva y obtuvieron dos superficies grandes como camas matrimoniales.

A uno de los integrantes del grupo, al que tenía algo de práctica con aerosoles, se le encargó grafitear un gigantesco 18 sobre una de las pancartas y un gigantesco MS sobre la otra. Salieron a la calle, a la parte trasera del edificio de la facultad, y comenzaron. Terminando estaba el alusivo a una de las pandillas cuando se acercó un muchacho de unos 25 o 30 años.

—¿Y para qué es eso? –preguntó.
—Para una tarea.

La respuesta fue tosca, con cierto deje de desprecio, la que se da cuando se quiere dejar claro a alguien que ni su presencia ni sus preguntas son bienvenidas.

—¿Y no querrían ver uno de verdad? –insistió el recién llegado.
—Y vos nos lo vas a hacer, ¿va? –le retaron los jóvenes, en tono abiertamente burlesco.

El visitante les soltó el nombre de una clica, y ahí fue cuando el grupo cayó en la cuenta de que era más que un metido. Dueño absoluto ya de la conversación, terminó de apantallarlos cuando se quitó la camiseta y enseñó orgulloso un tatuaje que le cubría media espalda, reciente, bien definido. Se dejó incluso que le tomaran una fotografía para la que posó de espaldas, el rostro cubierto con una camisola y rifando con las manos en alto.

El encuentro no fue muy largo, y podría decirse que resultó cordial. El pandillero se ofreció para ser entrevistado, y esa entrevista se logró incluir en la investigación. Una de las preguntas que le plantearon era sobre el perfil actual de los integrantes de una mara, y esta fue la respuesta: “(El pandillero ahora trata de) parecerse más al ciudadano normal, con el fin de pasar desapercibido en el medio; esto ha sido producto de las diferentes reacciones que ha tomado el gobierno, reprimiéndonos, y por la discriminación y los prejuicios de la sociedad. El pandillero ahora se viste de forma más pegadita, pantalones a la moda, camisetas pegadas, se cambiaron los tenis por zapatos formales”.

De él supieron que estudiaba en la misma universidad, pero en otra facultad. No se trata de un caso aislado. Según datos proporcionados por la Dirección de Centros Penales, a junio de 2011 en El Salvador había 1 mil 167 pandilleros encarcelados con bachillerato concluido, y los que tenían título universitario sumaban 20.

El fortuito encuentro con el pandillero universitario del que me hablan las dos jóvenes aquí sentadas les supuso un plus invaluable en su investigación, reconocido por el docente con una excelente calificación final. De la experiencia también les quedó grabado un mensaje que el pandillero universitario se esforzó en recalcarles una y otra vez, y que ahora ellas repiten: nos dijo que no lo discrimináramos, que no lo miráramos mal, que era un ser humano.

(San Salvador, El Salvador. Septiembre de 2011)


Fotografía: internet


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(Esta crónica fue publicada el 14 de octubre de 2011 en la sección Bitácora del proyecto de cobertura periodística de la violencia Sala Negra, de elfaro.net)

sábado, 15 de octubre de 2011

S.O.S. desde el cantón Cangrejera

Esta mañana me desperté con este mensaje en mi correo electrónico. Lo escribe Úrsula, una lideresa del cantón Cangrejera, en el maltratado municipio de La Libertad. A ella la conocí en febrero de 2010, cuando estuve por esa zona reporteando para un reportaje sobre los daños causados por las tormentas asociadas al huracán Ida, pero tres meses después del desastre, cuando los albergues ya se habían levantado y las cámaras ya se habían olvidado de los rostros que en el momento de la tragedia se buscan de forma casi ofensiva.

Por lo que leo, ahora atraviesan una situación bastante delicada, pero creo que ella lo explica mejor que yo. Esta es su carta:


Hola Roberto, escribe Doña Ursula de Martínez

Me da gusto saludarle esperando que este bien de salud, usted familia el motivo que le escribo, después de la visita que nos hizo a cangrejera se acuerda de la señora que lo invito a cangrejera soy Doña Ursula de Martínez.

Le escribo dándole a comunicar que lastimosamente que todavía estamos esperando la ayuda de víveres y lamina para nuestra gente que ahora con esta nueva tormenta que ha llovido desde el lunes nos ha venido otra vez a ponernos en crisis como todas las tormenta nos dejan con nuestro cultivos sin tener quien se acerque a nosotros para poder brindarnos una mano generosa que nos pueda traer alguna ayuda, ya que por esta nuevas vez se nos han vuelto ha arruinar nuestros cultivos tales como maíz, frijoles, maicillo.

Se nos están muriendo nuestros animalitos de frío debido a la humedad y a las torrenciales aguas entre estos se pequeñas especies como pollo, conejos, como usted se ha de recordar somos personas que vivimos de la agricultura ya que estamos cerca de las costas siempre salimos afectados en nuestros cultivos.

La cantidad de familias afectadas somos 115 nosotros decíariamos que alguna persona alturista, ONG, organizaciones o los reyes de España nos regalaran víveres, laminas y ropa en buen estado, talvez esta ves usted pueda ayudarnos ya que es triste estar durmiendo con hambre y frío, hasta ahorita estamos con 5 días de intensas lluvias ya que no tenemos trabajo el cual el único trabajo es la zafra de caña y los cultivos

Le estaríamos agradecidos si diera respuesta pronto a nuestras peticiones si hay repuesta llamar a este número de TEL: 7344-6259

Atentamente: Doña Ursula de Martínez Teléfono Celular: 7344-6259 

Aparte de avisar a Francisco Campos, para ver si Comandos de Salvamento puede hacer algo, no se me ocurre nada mejor para ayudar que publicar este correo. Ojalá sirva de algo.

El reportaje que escribí en aquella ocasión se tituló “Tempestad sin calma”, lo distribuyó la Agencia Efe y se puede leer pulsando aquí. Deja entrever que en el área rural, para una familia que ha perdido su cosecha, la verdadera tragedia de las inundaciones comienza cuando sale el sol, que es cuando los periodistas ya nos hemos ido.

Fotografía: Roberto Valencia

miércoles, 12 de octubre de 2011

Un encuentro entre dos mundos

Miércoles, faltan 10 para las 3 de la tarde.

El taller Habilidades para la vida –para jóvenes en riesgo social– se realiza a diario en el aula más nueva de la Olla de la Soya, un especie de centro comunal ubicado en el mismísimo corazón del Jorge Dimitrov, el barrio más bravo de Managua. El aula es un lugar espacioso, en el que se agradecen los ventiladores taladrados al techo, lleno de fotos motivadoras. Asisten unos 30 jóvenes, y hoy lo conducen Sean y Megan, dos cooperantes estadounidenses.

La reunión se interrumpe cuando en la puerta asoman un grupo de turistas gringos y su traductor. Llegaron hace unos minutos en microbús, son una veintena, y dicen ser estudiantes de medicina y de liderazgo en el Augsburg College de Mineápolis. Llevan turisteando desde el domingo por Managua, en una modalidad que bien podría etiquetarse como Conoce-el-infierno-para-luego-no-quejarte-tanto. Han visitado el centro histórico, el mercado Huembes, un hospital público, una oenegé feminista… y ahora están cámara en mano en el Dimitrov, el barrio bravo de Nicaragua por antonomasia.

Tras unas palabras explicativas de Sean en inglés, se abre un turno de preguntas, pero los gringos no se animan. Tic-tac… segundos… tic-tac… incómodos… tic-tac… hasta que una pregunta rompe el silencio.

—¿Qué están aprendiendo hoy? –presta su voz el traductor a una de las turistas.
—Sobre la autoestima –responde un joven.

El traductor traduce. Murmullos…

—Más o menos ¿qué edades tienen en el grupo?
—De 15 a 29… –consensuan los jóvenes.

Más murmullos en ambos mundos…

—Any more questions? –se dirige el traductor a los suyos.
—…
—Are you good dancers? –eleva la voz una gringa, pura sonrisa.
—Ahhhh, ella quiere saber si hay buenos bailarines en esta sala…

Murmullos y risas. Luego, la despedida. Los turistas suben al microbús y abandonan, seguramente para siempre, el Dimitrov.

Fotografía: Roberto Valencia

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(Esta es la versión de una escena incluida en un crónica titulada Barrio Jorge Dimitrov, que fue publicada el 9 de octubre de 2011 en la sección Sala Negra del periódico digital salvadoreño El Faro)

martes, 11 de octubre de 2011

Shafik, el primogénito de Schafik

Jorge “Shafik” Handal Vega, el primogénito de don Schafik Jorge Handal Handal, está omnipresente en las calles de San Salvador. Honestidad que da confianza, dicen los letreros en los que aparece su fotografía, el logo del partido y el que yo juraría que es su nombre verdadero. Si viven en la capital ya habrán visto alguno. Su sonrisa retocada de candidato electoral ocupa un sinnúmero de vallas publicitarias, sin contar los incontables comerciales en televisión, y todo sin haber comenzado oficialmente la campaña. Parece que el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) tiene buen platal para gastarlo en publicidad mientras casi la mitad de los salvadoreños viven por debajo del umbral de la pobreza. Pero bueno…

Decía que está omnipresente la fotografía del primogénito de don Schafik, pero no lo estaba hace dos años, cuando apenas era un diputado de bajo perfil.

En la tarde-noche del 16 de enero de 2010, aniversario de los Acuerdos de Paz, coincidí con él en un acto conmemorativo de la Alcaldía de San Salvador en el Monumento a La Paz, sobre la carretera al aeropuerto. Al final de los discursos se inauguró un tosco obelisco de concreto –obra del escultor Rubén Martínez– con su correspondiente placa llena de nombres. Al develarse, aparecieron los nombres de los firmantes de la Paz, y el que encabezada el listado era CMDTE SHAFIK HANDAL. Así, mal escrito –Shafik en lugar de Schafik–, como tantas y tantas veces.

Lo más curioso, sin embargo, ocurrió después. Cuando el primogénito de don Schafik se acercó a la placa, le señalé el error, y tuvo lugar una corta plática que, reconstruida casi dos años después, estoy seguro de que fue muy parecida a esta:

—Mire, se equivocaron otra vez con el nombre de su padre –le dije–, lo escribieron mal…

El primogénito de don Schafik se acercó y se tomó unos segundos para mirar bien.

—No, lo han escrito bien. Así debe ser… –dijo con amabilidad.
—¿No ese escribe con S-C-H al inicio y K al final?
—No, así como lo han puesto está bien… –e hizo alguna referencia al árabe que no recuerdo.

Me pareció una situación incómoda discutir con alguien cómo se escribe su nombre, así que opté por callarme, despedirme y retirarme. Confieso que su seguridad me hizo dudar, pero el primogénito de Schafik estaba equivocado sobre el nombre de su padre, sobre el suyo propio. Y hoy, las vallas que inundan la ciudad lo presentan como lo que hace casi dos años, a saber por qué motivo, negó: Jorge Schafik.

Fotografía y arte: Roberto Valencia

viernes, 7 de octubre de 2011

Eugenio, el violinista de Nombre de Dios


Eugenio Palma nació el 15 de noviembre de 1922, antes de que Charles Chaplin dirigiera y protagonizara La quimera del oro. Ha vivido pues, y conserva además una memoria prodigiosa y un don especial para recrear situaciones con los más insospechados detalles. Me gusta hablar con él y lo hago relativamente seguido, no en vano Eugenio es el bisabuelo de mi hija.

Hace algunas semanas, sus recuerdos me sirvieron para la escena principal de un artículo titulado Sangre en Nombre de Dios, que escribí para Sala Negra de El Faro, pero en aquella plática me contó mucho más que lo que necesitaba para esa crónica, y hubo algo que, apenas lo escuché, intuí que acabaría como entrada en Crónicas guanacas.

—Yo de 10 años comencé a tocar violín –dijo.

Eugenio nació, vivió y morirá pobre. Nunca aprendió a leer ni a escribir. Hasta que la guerra civil lo expulsó de su casa, vivió en un cantón llamado Nombre de Dios, municipio de San Agustín, departamento de Usulután. Quizá supure cierto prejuicio lo que voy a decir, pero me chocó la idea de imaginar a un niño del área rural con un violín, instrumento que la conciencia colectiva ubica en otros estratos sociales, sobre todo hace ocho décadas.

—¿Y de dónde sacó un violín usted si vivía en un cantón?
—Mi papa –dicho así, con el acento en la primera A– me lo compró. Un día, cuando yo me levanté de la cama, ya vi el violín en la mesa, así… Y yo solo tocar y tocar… Fíjese que los caballitos de mi nanito, los del corral, se los tenía sin cola de tanto arrancarles los pelos…
—¿Para hacer cuerdas? –pregunté, ignorante.
—No, ¡qué cuerdas! Para el arquillo. Se amarra así –gesticula– y del otro lado, y se pandea así –gesticula más–. De los músicos aprendí yo.
—¿Pero en Nombre de Dios había muchos músicos?
—Claro. Allí tenían violín y bandolín, lo que no había era violonzuelo. Y hasta después hubo un contrabajo ya.

Eugenio va a cumplir 89 años. Está bien de salud, firmaría ahora mismo alcanzar su edad en sus condiciones, pero, al igual que nos pasará a ti y a mí y a todos, algún día morirá, y con él se irán casi todos sus recuerdos.

Este del violín al menos quedará custodiado en este blog a partir de ahora.



Fotografía: Iris Palma

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