jueves, 25 de noviembre de 2010

Romero: “¿Se puede o no se puede?”

El 11 de febrero de 1980 fue un lunes complicado. Catedral metropolitana estaba tomada por enésima vez, y Monseñor Romero afrontaba sendas negociaciones para liberar al embajador de Sudáfrica, secuestrado semanas atrás por las Fuerzas Populares de Liberación (FPL), y al embajador de España, rehén de las Ligas Populares 28 de Febrero desde la semana anterior. Así las cosas, Monseñor Romero se dirigió a primera hora a predicar en la iglesia del cantón Lourdes, municipio de Colón, que entonces era como ir al interior del país, y en la tarde recibió primero al embajador de Nicaragua, luego a un asesor venezolano del Partido Demócrata Cristiano, más luego a un ingeniero que buscaba mediación porque las Ligas también se habían tomado su fábrica, y por último, a un seminarista de La Unión cuya familia había sido víctima de la represión estatal.

Entrada ya la noche, Monseñor Romero subió a su Toyota Corona y manejó hasta la colonia Las Delicias, en Santa Tecla, a la vivienda de Alfonso y Carmen Chacón, un hogar y una familia que en los últimos años se había convertido en una especie de refugio espiritual. La visita la consignó en su diario: “Fui a visitar a la familia Chacón y convivir también estos sentimientos humanos de familia, que son tan necesarios en estas horas de tantas tensiones”.

—¿Se puede o no se puede? –preguntó Monseñor Romero desde el umbral de la puerta.

Ya se había vuelto costumbre, y raro es que se consumiera un mes entero sin repetirse la escena. Llegaba sin avisar y su carta de presentación era siempre la misma pregunta retórica: ¿se puede o no se puede? Siempre se podía. Un amigo es bien recibido sin que haya razón poderosa de por medio. En el hogar de los Chacón aquellas visitas hoy se recuerdan como cenas en familia, como pláticas sobre temas intrascendentes, como sentadas colectivas frente al televisor o como tardes de anécdotas y chistes.

—Él venía aquí –me cuenta Eleonor Chacón– con el afán de descansar, de olvidarse de sus cosas. Aquí él no hablaba de D’Aubuisson ni de los obispos ni nada de eso. Su idea era… ¿Cómo decirlo? Sentirse en familia.
—¿Y ustedes le preguntaban por sus problemas?
—No, tampoco.

Pues bien, aquel 11 de febrero se presentó solo, sin sotana, con una camisa azul de manga larga y un alzacuello que se soltó al poco haber entrado. Cenaron, hablaron, rieron. Casi al final, René Quijano, uno de los yernos de Alfonso y Carmen, sacó una cámara y pidió a sus cuñadas que se pusieran junto al invitado, quien no era un entusiasta de posar en fotografías. Tantos años de venir a esta casa, y nunca nos hemos tomado una, le argumentó René. Accedió, pero antes pidió unos segundos para colocarse bien el alzacuello.

René tomó dos fotografías: en una Monseñor Romero aparece junto a Elvira Chacón, una imagen que durante años estuvo celosamente guardada pero que hoy ocupa un lugar destacado en la casa; en la otra, aparecía junto a Eleonor Chacón, pero su esposo la quemó por temor cuando se corrió la voz de que los escuadrones de la muerte matarían a los que tuvieran imágenes del arzobispo.

Monseñor Romero aparece sentado y sonriente, las manos cruzadas sobre la mesa. Enfrente tiene un vaso metálico con cebada.

—¿Lo que consumía lo pagaba en el momento o le tenían cuenta abierta? –pregunto, más por método periodístico que por convicción.
—¿Pagar? –me mira extrañada Elvira Chacón–. No, él no pagaba nunca nada, él era un amigo de la casa.

Fotografía: Roberto Valencia
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(Este relato es un fragmento de un libro sobre Monseñor Romero que está previsto que sea publicado para marzo de 2011) 

2 comentarios:

  1. ¡Que buenísimo estuvo esto! Espero el libro.
    Gracias por compartirlo.

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  2. Un gran aporte de ese ejercicio que muchos salvadoreñas y salvadoreños hemos olvidado: recordar a nuestros muertos... A la espera, un adelanto, un fragmento... Gracias, por ese gran esfuerzo.

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