domingo, 24 de octubre de 2010

Gente que engrandece un país

A Niña Mari la conoceré en unos minutos, cuando la persona a la que he venido a entrevistar en esta humilde casa del barrio San Jacinto insista en presentarme a su suegra. Niña Mari es María Guadrón, una anciana delgada de ojos pequeños y tímidos, cabello sometido por las canas y piel requemada como la de un rozador de caña. En su pecho carga un rosario. Niña Mari tiene 80 años. Cuando la vea estará haciendo lo que ha hecho toda su vida: lavar. Me la encontraré inclinada sobre el lavadero-pila de concreto, junto a una pila de trastes sucios y con un huacal rojo entre las manos que dejará de inmediato, se secará sonriente en el delantal y me saludará con afecto. Niña Mari tiene ochenta años, ¿lo había dicho ya? Pero parece más joven. Me dirá que cuando está con cualquiera de sus hermanos y alguien les pregunta si ella es la más joven, responden que no, que es la mayor de todos.

—¿Usted cuántos años tiene? –le preguntaré yo.
—Yo ya tengo 80.
—Se ve mucho más joven…
—Ah –reirá con mirada tímida–, ¿de verdad?

Niña Mari lava ajeno. Va dos días por semana a lavar y a planchar ropa en una casa de Santa Tecla desde hace 30 años. Antes iba cinco, pero la vivienda envejeció y se fue vaciando de gente hasta que un día le dijeron que con dos visitas era suficiente. Niña Mari no tiene Seguro Social, nunca lo ha tenido. Niña Mari no tiene pensión de jubilación, nunca la ha tenido. Lleva toda la vida lavando calzones y blumer chucos ajenos y lo sigue haciendo con 80 años. Con lo poco que le pagan aporta a la casa. Me dirá que tiene esperanzas de encontrar otro trabajo, que quizá la contraten donde trabaja su hija Marta Alicia. Ella logró su cartón de bachiller en Salud, pero también limpia ajeno.

—Está en un banco por aquí, por el Mercado Central –me dirá–, porque a veces no pueden hallar de lo que han estudiado, pero como dicen, hay que trabajar de lo que caiga, ¿verdad? Así es. Pero mire, yo oigo en las noticias que van a poner más personal, ella me está diciendo también que tal vez me puedo colocar allí. Ojalá, ¿verdad? Primero Dios.

Tiene 80 años y busca trabajo. En un país en el que en los supermercados la mayoría se cruza de brazos y comienza a mirar impaciente a la nada hasta que alguien –un muchacho, la cajera– le mete su compra en bolsas.

—Madre, no la molesto más –le diré cuando me despida.
—No ha sido ninguna molestia, que le vaya bien.
—Gracias, ha sido un verdadero placer platicar con usted.
—Vaya, que Dios lo bendiga.

Pero todo eso será en cuestión de minutos. Ahora ni siquiera sé que conoceré a Niña Mari, ni que hablaré largo con ella, ni que incluso le terminaré tomando una fotografía porque su yerno así me lo pedirá, ni que al salir de esta humilde casa del barrio San Jacinto sentiré que acabo de estar con una de esas personas que en silencio engrandecen este país, que logran que uno siga enamorado de El Salvador, que permiten mantener la esperanza… A pesar de todo lo demás.


Fotografía: Roberto Valencia

martes, 19 de octubre de 2010

Tenis manchados de sangre

Chinautla (Guatemala), julio de 2009. El taxi ya salió de Ciudad de Guatemala y se acerca a la colonia Tierra Nueva, un populoso y estigmatizado asentamiento compuesto por cientos de casas unifamiliares de bloque, sin parques, casi sin árboles.

—Poné buena música, jefe, que vamos a Tierra Nueva –dice el pandillero que ocupa el asiento de copiloto, al que llamaremos Snayder–. Quizá sea nuestra última canción.

Son varios días juntos ya por un reportaje, y hay cierto grado de confianza. Lo de la última canción lo dice como si fuera chiste, pero él sabe mejor que nadie que Tierra Nueva es una zona con fuerte presencia de maras. Snayder tiene ahora casi 40 años y es lo que se llama un pandillero calmado. Se integró en el Barrio 18 a principios de la década de los 90, en los inicios, cuando la política de deportaciones masivas implementada por el Gobierno estadounidense sembró el fenómeno de las maras en Centroamérica. Le entregó mucho al Barrio, demasiado, por eso no hubo mayores inconvenientes cuando quiso salirse para formar una familia. En el cuello carga una cadena de oro con un fusil de asalto AR-15 a escala. Cualquier pandillero de cualquier país que viera ese colgante sabría qué significa: respeto hacia su portador.

Lo que se sembró hace dos décadas germinó, creció y hoy es un cáncer que carcome desde adentro las sociedades centroamericanas. Los mareros ahora asesinan, descuartizan, torturan, extorsionan y violan de forma sistemática. La violencia desde siempre fue un elemento sine qua non en las pandillas, pero hace cinco años la violencia era menos; y hace diez, menos aún que hace cinco. Al menos en Centroamérica se están perdiendo los códigos, el conjunto de reglas de comportamiento no escritas. Saber qué significa el AR-15 de Snayder es un código, como también lo es no fumar crack o saber que no hay que emborracharse sin permiso. En el submundo de las pandillas, la vestimenta también está regida por códigos: se evita el color rojo, se prefiere la ropa amplia, y siempre debe estar limpia y planchada. La cachucha es un elemento importantísimo, pero más aún lo son los tenis. Pero no cualquiera. Entre toda la oferta, el modelo más apreciado son las Nike Cortez.

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Penal de Izalco (El Salvador), abril de 2010. En el grupo de siete pandilleros que están sentados alrededor de esta mesa hay bajos y altos, flacos y menos flacos, tatuados y sin tatuajes visibles, rapados y engominados… Pero todos tienen tres cosas en común: son jóvenes, visten el uniforme amarillo chillón de reo y llevan tenis de marca tan nuevos que parece que hoy los estrenaron. Casi todos son Nike Cortez.

Los tenis son señal de estatus al interior de la pandilla, por eso la pandilla entrega buenos tenis a los pandilleros más entregados. No es la única función que cumplen. Cuando se arruinan, los tenis se tiran a los cables del tendido eléctrico que atraviesan las colonias, y así se marca el territorio, igual que un graffiti.

Lo de colgar el calzado viejo no lo inventaron las maras ni mucho menos, pero lo han hecho suyo. Se apoderaron de lo que en principio no era más que un mínimo acto de rebeldía juvenil igual que se adueñaron de la palabra mara, que en El Salvador de hace 15 años se usaba para referirse al grupo de amigos, y hoy es sinónimo de grupo de delincuentes.

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La escuela de la Tierra Nueva ni siquiera lleva el nombre de nadie, se llama simplemente Escuela Oficial Urbana Mixta Nº 931. Hacia allá voy ahora con Snayder por una calle polvorienta por el que también caminan niños uniformados –camisa blanca, pantalón o falda azul marino– cargados con libros y mochilas. Es cerca de la 1 de la tarde. Snayder mira inquieto a uno y otro lado. Le pregunto si pasa algo. Con la mirada me señala hacia arriba. De un cable eléctrico que atraviesa la calle cuelgan dos pares de tenis viejos y ennegrecidos.

*****

Después de pasar el día en el penal de Izalco le pregunto a uno del grupo de siete pandilleros la duda que me ha rondado la cabeza.

—Esos tenis tan nuevos, ¿quién te los trae?
—La familia, vos sabés –evade el tema. Las interioridades de la pandilla no se hablan con extraños, es otro código.

En una interpretación muy generosa no me ha mentido. Para un amplio pero indeterminado porcentaje de pandilleros la pandilla es la familia –Por mi madre nací, por el Barrio moriré, dicen los dieciocheros–, con lazos mucho más fuertes que los que jamás tuvieron con su familia biológica. Al pandillero preso la pandilla lo cuida. Es también cuestión de códigos, y este es de los que no se ha perdido. Por eso los centros penales están llenos de Nike Cortez, a 70 dólares el par, casi lo mismo que gana en El Salvador un cortador de café en un mes. Afuera, en las calles de Guatemala y San Salvador, miles de motoristas de autobús, repartidores, profesionales y pequeñas vendedoras que apenas sacan para llevar algo de comer a sus hijos son extorsionados por las maras bajo amenaza de muerte. Pagar la renta, lo llaman cínicamente. Adentro de los penales los pandilleros lucen orgullosos sus Nike Cortez de estreno. Tan limpios como manchados de sangre.


Fotografía: Roberto Valencia
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(Este relato se publicó en el blog Crónicas de Centroamérica, de 
 www.elmundo.es, el 19 de octubre de 2010, bajo el título de Tenis manchados de sangre)

jueves, 14 de octubre de 2010

Mágico, solo uno

—Escuché que le han quitado el nombre al Estadio Mágico González –dice uno.

Y Jorge González, el Mágico, abre los ojos como platos.

En febrero de 2003 el Estadio Nacional de San Salvador Flor Blanca fue rebautizado como Estadio Nacional Jorge Mágico González, un homenaje para muchos merecido al más grande futbolista salvadoreño de todos los tiempos. Pero eso sí, tuvieron que pasar años hasta que al Gobierno el presupuesto le cuadró para invertir en las grandes letras metálicas que explicitan el cambio.

—Sí, así dicen: se metieron a robar y le han quitado el nombre –dice el otro.

El grupo es reducido: el Mágico, dos amigos suyos y yo, que nos hemos citado junto a la canchita de la 10 de Septiembre, en San Salvador. Él vivió algunos años en esta colonia, y la gente lo conoce y lo aprecia, pero de manera comedida, sin esas aglomeraciones que a él tan poca gracia le hacen. Hasta que alguien ha dicho eso de que le han quitado el nombre al estadio solo una señora se ha acercado con unas camisetas para que las firme. 



Con 52 años encima, con lentes y el pelo largo pero vencido ya por las canas, Mágico ha llegado enfundado en unos jeans y con una camiseta con reminiscencias psicotrópicas.

—Ahhhhh –interviene el Mágico cuando se empapa de lo que sus amigos quieren decir–, yo creía que le iban a cambiar el nombre, que no se iba a llamar más como yo.
—N’ombre –dice el otro, entre risas generalizadas–, que se hueviaron las letras, para venderlas.
—No, si a mí no me importaría, en serio, a mí me gustaba más el nombre que tenía antes, el Flor Blanca.

Genio y figura hasta la sepultura, dicen por ahí.


Fotografía: Carlos G. Cano

sábado, 9 de octubre de 2010

El corazón de Monseñor Romero

El corazón de Monseñor Romero está debajo de esas piedras. Cuando al arzobispo de San Salvador lo asesinaron el 24 de marzo de 1980, su cuerpo fue embalsamado, y las hermanas carmelitas se llevaron el corazón y el resto de las vísceras al Hospital Divina Providencia, las introdujeron dentro de una caja, y la enterraron en el jardín junto a la casa donde vivía. A inicios de1983, visto que el lugar comenzaba a convertirse en punto de peregrinaje y ante la inminente llegada al país del Juan Pablo II, las hermanas decidieron levantar una humilde y pequeña gruta, apenas un montón de rocas apiladas en forma de arco, para que los restos quedaran debajo. Arriba colocaron una figura de la Virgen de Lourdes. Al desenterrar lo enterrada casi tres años atrás, vieron que las vísceras estaban incorruptas.

—El corazón de Monseñor estaba en muy buen estado –nos dice la hermana Bernardita Castro, una monja de 83 años, pequeña y con una voz dulce quien, además de atender a enfermos terminales en el hospital, en las tardes hace de guía en este improvisado museo llamado Centro Histórico Monseñor Romero.

Óscar Arnulfo Romero Galdámez fue asesinado de un disparo en el pecho mientras oficiaba misa en la capilla del hospital, a apenas 50 metros de donde Bernardita ahora nos explica que el corazón sigue enterrado. Monseñor Romero es, sin duda, el salvadoreño más universal, y el sentido común indica que algún día será canonizado, pero la Santa Sede –que desde 1997 tiene sobre la mesa la causa– se está tomando su caso con parsimonia. Para la Iglesia católica, la institución, Romero terminó siendo alguien incómodo por su compromiso honesto y sin matices con los más desfavorecidos; tres décadas después, el Vaticano aún no sabe muy bien qué hacer con él.

“Romero no es que sea progresista”, me dijo una vez Miguel Cavada, uno de los teólogos que más han estudiado su palabra, “no es un Casaldáliga, pero a la vez va mucho más allá que un progresista, es una mezcla de lo antiguo con lo nuevo, y eso es lo que lo hace auténtico”. Y peligroso.

En El Salvador muchos aún lo odian. Durante la guerra civil (1980-1992), una fotografía suya colgada en la pared era razón suficiente para ser visitado por los escuadrones de la muerte. Cuando callaron las armas, siguió siendo una figura denostada para el Gobierno en manos del partido fundado por Roberto d’Aubuisson, el asesino intelectual, e incluso para la propia Iglesia. Bernardita está convencida de que el rechazo que todavía por él siente un amplio sector de la poderosa oligarquía salvadoreña –quienes por años financiaron los escuadrones de la muerte– es la razón principal de que no haya sido canonizado.

—En el Vaticano están llevando esto muy despacio –dice–, y es porque la Iglesia aquí, en El Salvador, está muy sumisa al Gobierno, y los de los gobiernos dicen que mientras ellos gobiernen no autorizarán la canonización. Y como el gobierno siempre está bajo la dependencia de la derecha, ¿verdad? Aunque sean de izquierda. Este señor Funes decía que era de izquierda, pero está bajo presiones.

El señor Funes que menciona Bernardita es Mauricio Funes, presidente de la República desde el 1 de junio de 2009. Con su llegada al Ejecutivo, al frente de un conglomerado de fuerzas encabezado por la ex guerrilla del FMLN, parecía que las cosas cambiarían. Y no se puede negar que el obispo mártir tiene hoy mayor presencia en el discurso presidencial y se hicieron guiños simbólicos, como imprimir sellos, sacar un CD de música en su honor o pintar un gran mural en el aeropuerto internacional.


En su primer día de mandato Funes le dio el estatus de guía espiritual de la nación y se comprometió a que el suyo sería un gobierno con una opción preferencial por los pobres. Palabras mayores. “Vamos a combatir la pobreza, a reducir la desigualdad social, a generar más y mejores empleos, a combatir la delincuencia y el crimen organizado”, gritó Funes ante miles de seguidores. ¿Cómo no entusiasmarse ante tanta promesa que sonaba sincera?

Transcurrida más de la cuarta parte de su mandato, El Salvador sigue sumido en una ola de violencia que deja 11 asesinatos cada día, la ley de amnistía de 1993 está aún vigente, el precio de la canasta básica ha aumentado mientras el salario mínimo sigue congelado, el país no deja de endeudarse ante el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional y la CEPAL estima que el crecimiento económico en 2011 será el más bajo de todo el continente. Mientras todo esto ocurre, el gasto en publicidad de la administración Funes poco tiene que envidiar al de su predecesor.


Bernardita nos invita a entrar en la casa, que es poco más que un humilde cuarto con una cama estrecha, una mesa de oficina con una máquina de escribir, una mecedora y un crucifijo. Parece que Monseñor Romero sí se tomó en serio lo de la opción preferencial por los pobres. Quizá por eso a Bernardita no le importa tanto que el Vaticano retrase la canonización, ella está convencida de que el pueblo ya lo hizo santo: San Romero de América.

Para lo otro, para la desigualdad, la miseria y la impunidad que tanto denunció Monseñor Romero y que siguen vigentes en El Salvador, no tiene respuesta. Solo una certeza: que el corazón de Monseñor Romero aún sigue bajo tierra. Quizá para siempre.



Fotografía: Roberto Valencia
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(Este relato se publicó primero el 8 de octubre de 2010 en el blog "Crónicas de Centroamérica", del diario español El Mundo, bajo el título El corazón de Monseñor Romero)

miércoles, 6 de octubre de 2010

El poder de una sílaba

Dentro de nada sucederá algo que lo compense todo, pero hasta ahora, aquí parado sin saber qué hacer en este supermercado, este ha sido un día denso y complicado. A ver, dormí poco y mal, mañaneé para llevar al trabajo a mi esposa y al kínder a Alejandra, regresé a casa, levanté parte de una entrevista infinita, hice el guión de un relato que tengo entre manos, fui un ratito al gimnasio, afeitado, ducha, almorcé deprisa porque tenía que salir, antes escribí los correos más urgentes que obliga el freelanseo, fui al Hospital de la Divina Providencia, hablé largo con una encantadora hermana carmelita, de ahí a Catedral metropolitana para ver el mausoleo del santo, casi me peleo con un tipo que me chocó por detrás el carro en la Juan Pablo, aproveché la luz del atardecer para tomar una fotos en el Centro Histórico, manejé de nuevo hacia Mejicanos por mi esposa y de ahí a Ayutuxtepeque, para luego los tres ir al súper –la tercera es Alejandra, nueve meses, que aún no habla pero que cuando le da por cantar no hay quien la calle–, llenar el carrito para la quincena, hacer cola en la caja y sufrir esos segundos eternos mientras la cajera pasa la compra y a uno no le dejan embolsarla porque ya hay un muchacho para eso.

En esas miro al fondo, y a unos diez metros veo a mi esposa, que no quiso hacer la cola, sentada en la repisa del escaparate, con una inquieta Alejandra en sus brazos. Doy un par de pasos y la miro, me mira, me identifica, esboza una sonrisa cholca y se anima:

—Pa, pa, pa, pa, pa, pa…

Un escalofrío muy profundo me recorre el cuerpo y se me viene el impulso reprimido del llanto, como si un dedo me apretara los ojos desde adentro. Luego me dirá mi esposa que ya se lo había escuchado, pero yo nunca, yo solo le había oído el ma, ma, ma, ma, ma, ma cuando quiere sus brazos, que son los que más extraña porque son los que más la cuidan. Uno se siente tan bien, tan raro, que no halla las palabras justas. Y el día denso y complicado se convierte en algo digno de ser recordado, para siempre.



Fotografía: Roberto Valencia

domingo, 3 de octubre de 2010

¿Guazapa? No, Vietnam

Seguro que el Che Guevara no estaba pensando en esto cuando en abril de 1967 incitó a que florecieran dos, tres, muchos Vietnam. La consigna hacía referencia a la más mediática de cuantas guerras se libraron en la década de los sesenta. Un conflicto a más de 16.000 kilómetros de El Salvador fue pues el que hizo que el sector de Sol general de este estadio se comenzara a llamar así. En los ochenta lo quisieron rebautizar desde algunas radios como Guazapa, el cerro en eterna disputa durante la guerra civil, pero la idea nunca cuajó.

En la actualidad Vietnam es toda la grada oriente del Monumental Estadio Cuscatlán, frente a Tribuna. También se conoce como Solón. Son las entradas más baratas. Para este partido, cinco dólares, precio por el que el espectador obtiene, con suerte, un pedazo de concreto en el que poder sentarse, a merced del sol primero y de la lluvia si cae. Determinar cuánta gente cabe en Vietnam no resulta tan sencillo. Los diarios esta mañana hablaban de 12.000 entradas vendidas. Pero la página electrónica de la empresa propietaria del estadio consigna que la FIFA permite casi 14.000 espectadores. Y la empresa eleva la cifra a 18.000. Esta tarde se llenará tanto que muchos verán el partido de pie.

¿Y desde cuándo Vietnam se llama Vietnam? Pues depende de a quién se le pregunte. Ni siquiera hay consenso entre los periodistas deportivos veteranos. Roberto Águila (70 años, El Gráfico) y Sergio Gallardo (59 años, Telecorporación Salvadoreña) creen que el nombre se comenzó a utilizar con el estadio Cuscatlán ya en uso, es decir, a partir de 1975. Raúl Beltrán Bonilla (59 años, Radio YSKL) e Ismael Nolasco (66 años, Canal 12) dicen que el nombre se importó del Estadio Flor Blanca, donde desde finales de los sesenta ya se utilizaba el concepto de Vietnam. “Cuando el Alianza derrotó en enero de 1966 al Santos, con Pelé incluido, fue que escuché por primera vez la palabra”, me escribirá desde Houston Ernesto Callejas, un salvadoreño que emigró hace 21 años a Estados Unidos.

En lo que hay coincidencia absoluta entre periodistas y aficionados veteranos es para señalar que el comportamiento ha ido de mal en peor. Del reporteo para esta crónica surgirán declaraciones como estas: “Meterse ahí es un atentado a la cordura”. “Se arman auténticas bacanales”. “No respetan ni a la madre de ellos mismos”. “Los salvadoreños nos comportamos como tribu todavía”. “Juré que no volvería a ese sector”. “Allí van los mareros”.

¿Será para tanto?



Fotografía: Roberto Valencia


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Este relato forma parte de una crónica titulada "Pasión y orines en Vietnam", que fue publicada en mayo de 2009 en la revista Séptimo Sentido, del diario salvadoreño La Prensa Gráfica.
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