domingo, 5 de septiembre de 2010

En la cola del Citibank

Once y ocho minutos. Es víspera de vacaciones, y la sucursal del Citibank de la 79 avenida Sur de San Salvador, más que un banco, parece la Rubén Darío un 24 de diciembre. Por el gentío, digo. Incluso hay tres o cuatro niños que hacen el amago de jugar a las escondidas entre las columnas, hasta que una madre pide orden. Estos niños, con juegos, pero cada quien mata el tiempo como puede. Unos cuantos escuchan música con sus celulares. Otros entablan conversaciones huecas. Los más no hacen absolutamente nada, solo miran alrededor con cara de circunstancia y evitan cruzar las miradas con otros. Yo, que intuía esto, he venido con un libro, uno de cuentos titulado Último viernes. También estoy tomando notas, claro, para poder escribir esto algún día. Y es que para hacer colas, cuando quieren hacerlas, los salvadoreños son –¿somos?– pacientes como pocos, y uno de esos pocos lugares en los que se respetan con estoicismo las colas son las sucursales bancarias. No importa que incluso haya razones para protestar, como las ventanillas incuestionablemente clasistas. Hay una para ancianos, discapacitados y embarazadas, que tiene su razón de ser, pero ahora mismo cuento otras tres ventanillas especiales: una, la empresarial, es para trámites empresariales, obvio, pero hoy tampoco se ve tan vacía; las otras dos son para clientes VIP, para adinerados. En El Salvador se asume con naturalidad que los que más dinero ahorran no tienen por qué mezclarse con la gatada. ¿En qué cabeza cabe que compartan cola y olores un pobre hombre que va a cobrar su cheque quincenal de 120 dólares y una repeinada señora que quiere remesar 1.000 dólares a su hijo que estudia en Estados Unidos? Pues eso. Ahora mismo cuento siete clientes very important people que tienen dos empleados a su disposición, mientras que cuarenta gatos nos tenemos que repartir entre cuatro ventanillas. Pero no me quiero quejar tanto hoy, en serio. De hecho, esto de alternar lectura con observación y anotaciones hace que pase más deprisa el tiempo. Once y veintidós minutos. Miro al suelo, un pulcro y embaldosado suelo blanco. Está limpio, como si lo hubieran colocado ayer. En realidad, toda la sucursal transpira limpieza. En realidad, todos los bancos en los que he entrado en este país son iguales en este aspecto. Mucho más, infinitamente más pulcros que los hospitales públicos. Este, además, tiene colgados en sus paredes llamativos anuncios publicitarios con modelos anglosajones. Amplias sonrisas. Un padre que da la pacha a su bebé, una joven estudiante en Londres, un ejecutivo que viaja en primera clase de un avión. Todo son amplias sonrisas. Nada que ver con los gestos serios de esta cola, rasgos indígenas, poco o nada de maquillaje, mujeres y hombre feos. Once y treinta y uno. Un niño regordete de unos diez años entra delante de su padre, dando saltos. Su sonrisa parece honesta, no como las de los carteles, pero se le desvanece apenas llega a la cola, que para mí ya es más larga hacia atrás que hacia delante. Casi termino un cuento titulado La locura, pero cierro el libro por un momento. Miro y pienso si alguien aquí estará mirándome y pensando qué hace este loco, este loco que lee, que mira y remira, y que luego anota en hojas de retiro de fondos. Miro de nuevo, pero no me cruzo la mirada con nadie. Continúo la lectura. Once y treinta y ocho. Termino el cuento. Ya solo faltan doce para que me atiendan. Me da por observar los logos de las camisolas que hay en la cola: Project Africa, dice una; otra es de los Lakers, otra más dice Corre con la visión; en una oscura se lee Embutidos de El Salvador S.A. de C.V.; y un cuarentón bigotudo carga otra que dice Friday’s Restaurant & Bar Mantenimiento. Once y cuarenta y cinco. Solo tengo tres personas delante, y me invade una extraña sensación de felicidad. Miro al otro lado de las ventanillas, hay hoy más mujeres que hombres, pero solo una es joven y guapa, la de la número 5. Ojalá me toque con ella, pienso, aunque, estoy convencido, seguro que es la más antipática. Estos minutos son los más largos. Ya no tengo a nadie delante. Espero un poco más. Se desocupa una ventanilla. ¡La 5! Buenos días. Entrego cartilla, carné de residente y hoja de retiro rellena.

—¿Hasta qué hora abren hoy? –pregunto, para forzar una plática que no fluye, como si los bancarios tuvieran prohibido hablar con los clientes.
—Hasta las 12 –y suspira–. ¿Cómo lo quiere?
—De a 20.

Cuenta y recuenta, y luego me entrega mi dinero. Gracias, y felices vacaciones, le digo. Ni siquiera me mira a los ojos. Doy media vuelta y, antes de salir, alzo la vista para observar por última vez el reloj de la sucursal. Son las once y cincuenta y un minutos.


4 comentarios:

  1. Asi es cada 15 y fin de mes o para vacaciones la gente debe tener mucha pero mucha paciencia...en los bancos

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  2. Habría que preguntarse si el trato que este banco da al publico en El salvador, es el mismo que reciben los clientes en otros paises.

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  3. Pues a mi me pareció indignante eso de las cajas VIP en el citi y asi se lo hice saber a un ejecutivo que, con un montón de piruetas verbales, las trató de justificar. En el HSBC te recibe una pantalla táctil que pide a los clientes deslizar su plástico, y resulta que soy cliente VIP. Esta vez no me quejé.

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  4. Aqui en Italia la mayoria de bancos solo tienen 2 ventanillas y usualmente solo una esta abierta. Cierran 2 horas para el almuerzo y en la tarde solo atienden 1 hora, mucho mejor el servicio alla en los tropicos.

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