martes, 28 de septiembre de 2010

Así amenazamos a Monseñor Romero (II)

Los viejitos quizá lo recuerden. A finales de la década de los 70, cuando la guerra civil ya se respiraba en El Salvador, se vendía por 10 centavos de colón un medio de comunicación escrito llamado La Opinión. Era un pasquín de ultraderecha en papel periódico, bien diseñado y encuadernado, que se dedicaba a calumniar e injuriar con total impunidad, como muchos en la actualidad añoran. Sin buscarla, mientras entrevistaba a un investigador por otro tema, cayó en mis manos hace un par de semanas la portada de un ejemplar de La Opinión. Debajo del nombre, muy en sintonía con la arrogancia que aún impera en las redacciones de los medios del país, la frase grandilocuente con la que los propietarios definen el espíritu de la publicación decía así: Voz de un pueblo al servicio de la verdad y defensora de los derechos humanos.

—Mira 
–me dijo mi interlocutor mientras me mostraba el ejemplar, este es un periódico que hicieron solo para meterse con él.

Él es Monseñor Óscar Arnulfo Romero, el obispo asesinado en marzo de 1980, y a quien me atrevo a etiquetar como una de las personas más calumniadas e injuriadas en la historia del país. La portada de La Opinión que pude examinar era la de la edición de abril de 1978. Junto a una foto del arzobispo, el titular, con letras que hasta un ciego podría leer: Harán exorcismo a Monseñor Romero. Y tres bajadas explicativas: Preocupan actitudes sospechosas del arzobispo, Piden por salvación de su alma, y Mentes diabólicas dirigen a Monseñor, que se encuentra poseído del espíritu del mal.

Han pasado más de 30 años de aquello, pero me temo que muchos de los que financiaron y/o aplaudieron medios como La Opinión –y sus herederos políticos– son algunos de los que hoy más se rasgan las vestiduras porque se haya declarado inconstitucional el inciso de un artículo del Código Penal que impedía la penalización de la calumnia y de la injuria.



Fotografía: www.i37.tinypic.com

domingo, 26 de septiembre de 2010

Estrategias de venta (ilusión)

—Buenas, con el debido respeto que se merecen -la voz enérgica-, les deseo que tengan lo que es un buen día. También agradecer al señor motorista la oportunidad que me da de subirme a esta unidad del transporte. Déjenme decirles que yo les traigo lo que es un truco de magia…

El último pasajero en abordar este autobús de la ruta 2-C tiene la cara pintada con colores vivos, las líneas muy bien trazadas. Es un payaso, y se ve que cuanto menos domina el arte del maquillaje. Sabe que su disfraz dejaría de serlo sin esa capa multicolor en su rostro. Viste una camisa con dibujos de dragones en la que predomina un azul muy vivo. Los jeans, azules, sin mayor secreto. Y calza zapatones blancos, pero no lo habituales del gremio, sino unos que son grandes nomás por haber pertenecido quizá a algún jugador de baloncesto. El bus aún no arranca, pero por la hora aún va tranquilo, todos sentados, y el payasito se detiene cerca de la entrada, justo a mi lado.

—Déjeme decirle que yo del bolso de mi pantalón voy a sacar lo que es esta pañoleta roja, la cual yo la voy a extender por completo –y la extiende por completo–. Como ustedes pueden ver, nada de este lado, tampoco de este. Ahora vamos a agarrar lo que son las cuatro puntas de este bolado, las unimos, vamos a cerrarlo con esta punta, de esta otra, esta otra por aquí, esta por aquí, esta por aquí –el payasito hace lo que dice, y el resultado en un gurruño rojo–. Abrimos de aquí, sacudo, soplo, sacudo, soplo, sacudo, soplo, sacudo, soplo, ahí caballero, si es tan amable –se dirige a un hombre que ni siquiera le devuelve la mirada–, vamos a meter la mano en este bolado, para ver qué es lo que sacamos. Señora, por favor, ¿sería usted tan amable de levantar la pañoleta?

La señora sí le sigue el juego, y levanta la pañoleta de una de las esquinas: en la mano del payasito aparece un huevo.

—¡Sacamos un huevo, mire! Todos se preguntan, todos se dicen: ese huevo es de mentira, es de plástico, es de goma. Déjeme decirle, familia, que el huevo no es de mentira ni es de plástico ni es de goma, y se lo voy a demostrar. Caballero, por favor –se dirige a otro, evidentemente más complaciente que el primero–, con el debido respeto que se merece, ¿me puede tocar el huevo?

Todos sonreímos, mientras él aprovecha para envolver el huevo con la pañoleta roja.

—No, no piense mal. Además, también lo podemos desaparecer. Vamos a colocar el huevo dentro de la pañoleta. Caballero –ahora se dirige a mí–, ¿esto ya lo hizo alguna vez?
—No –respondo, en un tono tan tímido que debo reforzarlo con un movimiento de cabeza.
—Primera vez que lo hace. Es muy simple. Lo único que va a hacer es tener el huevo y a la cuenta de tres va a soltarlo, ¿okey?

El payasito me sujeta con una mano mi muñeca derecha, que me la levanta, y con la otra mete en mi puño la pañoleta. Por encima del puño queda el huevo cubierto, al menos eso es lo que yo siento por el peso. Si ahora deshiciera mi puño, que es lo que me pide, 
caerían sobre mis rodillas la pañoleta y el huevo.

—Levanta más la mano, vamos. Uno, dos, tres, ¡suéltelo, caballero!

Puede más la confianza en este desconocido, y abro mi puño. Pero solo cae la pañoleta roja.

—Todos se preguntan, todos se dicen, ¿qué se hizo del huevo? Algunos estarán diciendo: ese huevo ya lo desapareció el payaso. No, familia, el huevo no desapareció, el huevo ahorita lo lleva el caballero debajo del asiento. Así que, caballero, levántese y dame el huevo.

Me levanto del asiento para comprobar si, cual gallino, estoy empollándolo.

—Son bromas, caballero –y al payasito se le sale una tenue risa que solo yo alcanzo a escuchar–, no lo busque, de veras –vuelvo a sentarme con cara de circunstancias–. Para mí es un honor, y es un orgullo que a un bus se suba una artista, un payaso, un cómico a hacerle un truco de magia o algo por el estilo. Es así, ¿verdad? Por eso voy a pasar por una colaboración, lo que le salga de su corazón. Así yo me despido con este lindo poema que dice así: Del cielo cayó una rosa/ de ella salió un botón/ pero de veras yo a ustedes/ los llevo en mi corazón. Que tengan un feliz viaje y que el Señor me los bendiga a cada uno de ustedes y derrame bendiciones. Así que muchas gracias.

El payasito da el primer paso, pero su actuación aún no ha terminado. Falta la guinda.

—Ah, familia, quedamos en un deacuerdo, oiga: si no lleva, pues no se aflija, oiga, porque yo acepto cadenas, pulseras, anillos, aritos, las llaves de la casa, las llaves del carro… De todo menos niños, porque mucho comen.

El show le ha llevado 2 minutos y 49 segundos. La cosecha de monedas es modesta, demasiado para un vendedor de ilusiones, pero el payasito ha logrado arrancar un buen puñado de sonrisas y hasta de risotadas abiertas que quizá –no creo– le compensen.



martes, 21 de septiembre de 2010

Así amenazamos a Monseñor Romero (I)

El 30 de mayo de 1979 alguien dejó este comunicado en las oficinas del arzobispado de San Salvador, que entonces estaban a un costado del Seminario San José de la Montaña. La hoja era la mitad de un folio y tenía dibujada una gran esvástica que ocupaba un tercio del espacio. El texto, abundante y manuscrito, la rodeaba. Lo firmaba la FALANGE, uno de los escuadrones de la muerte que operó en El Salvador con total impunidad en los años previos y durante la guerra civil. FALANGE era una sigla; significaba Fuerzas Armadas de Liberación Anticomunista-Guerra de Liberación.


Monseñor Óscar Arnulfo Romero


La esvástica, símbolo del enemigo acérrimo del comunismo, es nuestro emblema. Ante el ataque traidor a la patria, nos hemos organizado, nos hemos armado y ya comenzamos a extirpar póstulas cancerosas. Su contador Montoya es uno de ellos. Tenemos una larga lista de curas, profesores, obreros, estudiantes y empleados a quienes iremos eliminando. Usted, monseñor, está a la cabeza del grupo de clérigos que en cualquier momento recibirán unos 30 proyectiles en la cara y en el pecho. Sin embargo, queremos salvarle si usted cumple con las instrucciones siguientes: por lo menos durante un mes, en todas sus homilías y en todas sus conversaciones dentro y fuera de la Santa Iglesia combatirá severamente el comunismo y a los comunistas. El día viernes de cada semana dirá un misa en sufragio del alma de cada asesinado por los BPR, FPL, ERP y los demás asesinos subversivos, alcaldes, jueces, miembros de ORDEN y agentes de seguridad, condenando y maldiciendo a los autores de tan horrendos crímenes. Condenará y maldecirá a los incendiarios, ordenando públicamente a su clero apartarse de actividades políticos y por último, el periódico Orientación y la radio YSAX deberán combatir enérgicamente al comunismo. Todas esas actividades que pueden salvarle de una muerte horrorosa comenzarán el viernes 1 de junio. Estaremos observando. 

Monseñor Romero reflexionó sobre esta amenaza el 1 de junio, tal y como recoge su diario personal, pero no se amedrentó. “Me ordenan que debo cambiar de modo de predicar, que debo condenar al comunismo, que debo elogiar a los muertos de los cuerpos de seguridad, etc., y que si no sigo esa línea, que me van a eliminar. Lo cual comprendo que son como amenazas psicológicas, para detener una voz que siente en conciencia que no se puede callar, para hacer luz en medio de tantas confusiones e intereses bastardos”.

Por cierto, el Montoya que menciona el comunicado es Carlos Humberto Montoya Ortiz, contador de profesión y colaborador del arzobispado. Llevó la contabilidad de la construcción de Catedral metropolitana y la del Secretariado Interdiocesano Social. Fue en efecto asesinado el 24 de mayo al salir de su oficina, ubicada en la plaza Libertad, en pleno centro de San Salvador. Razones para tomar la advertencia en serio había.


sábado, 18 de septiembre de 2010

El encantador de Manyula

Desde febrero de 2009 que no estaba en el Zoológico Nacional. Demasiado tiempo sin saludar a Manyula, la elefanta. Hoy es 12 de agosto y la necesidad de un lugar discreto para entrevistar a una joven se convirtió en la excusa ideal para el rencuentro. Ahora, de hecho, estoy junto a su recinto, ofensivamente verde por la estación lluviosa, tomándole unas fotos que quizá sean las últimas. El director del zoo, Raúl Miranda, me ha dicho hace apenas unos minutos que está enferma, pero no se veía muy preocupado y hasta me ha hablado de los preparativos de la fiesta que le están preparando para octubre. Manyula, en efecto, la veo algo más delgada que la última vez, con más piel cayéndole sobre las patas traseras, pero aún camina con soltura. Vestido con un uniforme de empleado, se acerca un señor delgado y envejecido que más tarde me dirá que se llama Francisco Morán.

—Está enferma, ¿verdad? –le pregunto.
—Pues así se ve. Hace unos días que se ve ya malita. ¡La edad ya!

Morán da un paso al frente y eleva su voz rasgada.

—¡Vení vos! ¡Venga, paracá! ¡Vení! ¡Venga! ¡Feya!

Manyula camina junto al foso a 20 metros de nosotros. Al escuchar a Morán, levanta el moco (trompa) y golpea el extremo contra el cemento. Lo hace una, dos, tres veces. El resultado es un sonido seco y fuerte.

—¿Ve? Me responde. ¡Venga paracá! ¡Vení! ¡Venga! –la misma voz rasgada.

Manyula repite una y otra vez los golpes sonoros.

—¿Y eso lo hace por usted? –lo cuestiono, incrédulo aún.
—Es su respuesta.
—¿De hace cuántos años trabaja usted aquí?
—A trabajar –gira la cabeza y me mira por un instante– yo vine en el 73. ¡Feya!

Manyula comienza a caminar hacia nosotros a pasos lentos pero firmes, y sin dejar de dar golpes sobre el cemento. Morán se acerca a la malla.

—Hola, niña, ¿cómo estás? Dame la pata, dame la pata.

Manyula no le da la pata ni hace ademán de dársela, pero responde con un barrito y con más golpes secos.

—Es la respuesta que da –me dice Morán, la satisfacción en su mirada–. Y según los biólogos y los zoólogos, con las orejas, dicen, también dan respuestas, cuando las mueven.
—Le juro que me ha sorprendido usted. A la Manyu la he visto muchas, pero muchas veces, pero eso de dar golpes al suelo nunca lo había visto.
—Ya vio que desde allá se vino, ¿va? A mí bien me conoce.
—¿Y usted por qué cree que está hora tan enfermita?
—Pues primero… primero… por los años. Igual que el ser humano, pues, en la medida que uno envejece, pues todo va menguando.

Los años, pues. 58 desde que nació en algún lugar de la India. Más de 55 los que lleva en este país. Es uno de los elefantes asiáticos más longevos de todo el continente. Parece que por poco tiempo más.



miércoles, 15 de septiembre de 2010

¿Malinchismo o sentido común?

El edificio principal de la escuela del caserío El Pichiche luce recio como un castillo. Extraña encontrar una construcción así en El Salvador profundo, en lugares como este, donde no llega el asfalto, rodeada como está además de enclenques y alineadas viviendas levantadas con bahareque o ladrillos de esos anaranjados en el mejor de los casos. Se llama Centro Escolar Coronel Jaime M. Guzmán, y está pintado de azul y blanco, como manda la tradición. Estamos en la parte baja del departamento de La Paz, muy cerca de la desembocadura del río Jiboa, un área especialmente susceptible a las inundaciones. El edificio que alberga las aulas es cuadrado como una caja de zapatos, está hecho de bloques de cemento y tiene un tejado de lámina a dos vertientes, pero lo que lo singulariza y le da el aspecto de fortaleza está en la parte baja. La escuela se asienta sobre bloques de piedra tallada que la elevan un metro sobre el suelo. Un niño podría pasar arrodillado por debajo.

—¿Esto ayuda para las inundaciones? –pregunto a José Luis, un anciano de 74 años seco y arrugado, pero con los ojos invictos, que vive en esta comunidad desde que se creó, poco antes de finalizar la guerra civil.
—Acá no pasa nada –responde orgulloso–, el agua pasa parallá o paracá, pero la escuela no se inunda. Es que la vinieron a hacer los gringos, y las bases las trajeron, esas bases pesan siete toneladas cada una, y el avión las trajo. Allá las estaban haciendo, y de allá las trajeron y las pusieron aquí.

Una placa da la razón al viejo. La escuela la levantó el Ejército estadounidense en 1993.

—¿Y es la única escuela de la zona?
—N’ombre, también en Los Marranitos y en Las Isletas tienen.

Los dos son caseríos del área rural del municipio de Zacatecoluca, donde también se ubica El Pichiche.

—¿También los gringos se las hicieron a ellos?
—No, esas escuelas son más feas, son hechas por salvadoreños.


sábado, 11 de septiembre de 2010

Carta de amor de un marero

Por cuestiones del azar –y del reporteo–, cayó en mis manos hace ya algunas semanas esta carta manuscrita, que reproduzco con la mayor literalidad que me permite el caso. La escribió un marero treintañero y con el rostro tatuado a quien tuve la suerte de conocer. Era un asesino despiadado y no trataba de disimularlo. Para él, quitar la vida a una persona era un acto reflejo, como aplastar con la mano un zancudo sobre el brazo. Pero el ser humano es más complejo que lo que muchos quieren ver, como creo que dejan entrever estas palabras dedicadas a su mujer.



Para mi amada esposa


Cielo sabes hoy fue un dia largo q talves el dia mas largo q he sentido pues no he escuche tu voz para nada y lo senti triste y largo pues me puse de mal Humor pues la mayor parte del Dia y de la noche solo puedo pensar en ti y en esos momentos q paso contigo los besos y las carisias q compartimos tus formas de aser el amor viven en mi pecho y en mi mente son cosas q no puedo apartar de mi pues pido a Dios q me ayude pues eres la esposa mas Bonita del mundo solo lo unico q puedas aser el vien para q todo marche de maravillas si asemos lo correcto sera mejor para nuestras vidas q el señor te vendiga a ti y a nuestro matrimonio la persona q ma te ama y te amara tu esposo Allan.

El pandillero que la escribió ya está muerto.



martes, 7 de septiembre de 2010

Literatura (gay) de baños

“Si lees esto, eres cerote”. Es lo primero que leo, garabateado sobre la puerta blanca que tengo delante. Está a la altura de mis ojos, así como estoy yo, sentado en este trono sorprendentemente limpio de uno de los baños públicos del centro comercial Las Cascadas. Hoy es la mañana de un miércoles cualquiera de junio, y acá, encerrado y pensativo en este habitáculo mínimo, caigo en la cuenta de que no llega bullicio alguno de afuera, y que lo sonidos de adentro son esporádicos, como si existiera un pacto social que obliga a cagar en silencio.

Continúo leyendo, ya en calidad de cerote. “Dile a tu hermana que tengo una verga grande, la va a dejar satisfecha”, escribió alguien. “Dios te bendiga”, fue la respuesta que le dejaron en otro color. “Tengo una verga bien grande y cabezona, llámame”, dijo otro, e incluso dejó su número de teléfono. No es el único, ni mucho menos: “¿Quieres una verga grande y bonita? 736322-- Yo te hablo”. “Quiero mamar 773688--”. “Si quieres pisar culeros, písate a Tony Saca, el primer presidente gay de El Salvador”, le respondió otro literato. “Quiero mamar una buena verga 736322-- No te arrepentirás”. La oferta está a otro lado del cubículo, pero son el mismo número y letra. Por lo visto, es bien goloso este tipo.

Estas son apenas un puñado de las frases de las que se pueden leer, con sus correspondientes dibujos ilustrativos. Casi todas están en clave gay. Parece que estos baños son algo así como una Clasiguía para culeros (a costa de resultar políticamente incorrecto, creo que es la palabra que mejor define la situación). Quizá algo más. Al salir, veo junto a la puerta un cartel de la Administración de Las Cascadas que dice algo así como que a los jóvenes que atrapen en los baños haciendo actos indecorosos los remitirán a la Policía Nacional Civil. ¿Algo preventivo? No lo creo.




domingo, 5 de septiembre de 2010

En la cola del Citibank

Once y ocho minutos. Es víspera de vacaciones, y la sucursal del Citibank de la 79 avenida Sur de San Salvador, más que un banco, parece la Rubén Darío un 24 de diciembre. Por el gentío, digo. Incluso hay tres o cuatro niños que hacen el amago de jugar a las escondidas entre las columnas, hasta que una madre pide orden. Estos niños, con juegos, pero cada quien mata el tiempo como puede. Unos cuantos escuchan música con sus celulares. Otros entablan conversaciones huecas. Los más no hacen absolutamente nada, solo miran alrededor con cara de circunstancia y evitan cruzar las miradas con otros. Yo, que intuía esto, he venido con un libro, uno de cuentos titulado Último viernes. También estoy tomando notas, claro, para poder escribir esto algún día. Y es que para hacer colas, cuando quieren hacerlas, los salvadoreños son –¿somos?– pacientes como pocos, y uno de esos pocos lugares en los que se respetan con estoicismo las colas son las sucursales bancarias. No importa que incluso haya razones para protestar, como las ventanillas incuestionablemente clasistas. Hay una para ancianos, discapacitados y embarazadas, que tiene su razón de ser, pero ahora mismo cuento otras tres ventanillas especiales: una, la empresarial, es para trámites empresariales, obvio, pero hoy tampoco se ve tan vacía; las otras dos son para clientes VIP, para adinerados. En El Salvador se asume con naturalidad que los que más dinero ahorran no tienen por qué mezclarse con la gatada. ¿En qué cabeza cabe que compartan cola y olores un pobre hombre que va a cobrar su cheque quincenal de 120 dólares y una repeinada señora que quiere remesar 1.000 dólares a su hijo que estudia en Estados Unidos? Pues eso. Ahora mismo cuento siete clientes very important people que tienen dos empleados a su disposición, mientras que cuarenta gatos nos tenemos que repartir entre cuatro ventanillas. Pero no me quiero quejar tanto hoy, en serio. De hecho, esto de alternar lectura con observación y anotaciones hace que pase más deprisa el tiempo. Once y veintidós minutos. Miro al suelo, un pulcro y embaldosado suelo blanco. Está limpio, como si lo hubieran colocado ayer. En realidad, toda la sucursal transpira limpieza. En realidad, todos los bancos en los que he entrado en este país son iguales en este aspecto. Mucho más, infinitamente más pulcros que los hospitales públicos. Este, además, tiene colgados en sus paredes llamativos anuncios publicitarios con modelos anglosajones. Amplias sonrisas. Un padre que da la pacha a su bebé, una joven estudiante en Londres, un ejecutivo que viaja en primera clase de un avión. Todo son amplias sonrisas. Nada que ver con los gestos serios de esta cola, rasgos indígenas, poco o nada de maquillaje, mujeres y hombre feos. Once y treinta y uno. Un niño regordete de unos diez años entra delante de su padre, dando saltos. Su sonrisa parece honesta, no como las de los carteles, pero se le desvanece apenas llega a la cola, que para mí ya es más larga hacia atrás que hacia delante. Casi termino un cuento titulado La locura, pero cierro el libro por un momento. Miro y pienso si alguien aquí estará mirándome y pensando qué hace este loco, este loco que lee, que mira y remira, y que luego anota en hojas de retiro de fondos. Miro de nuevo, pero no me cruzo la mirada con nadie. Continúo la lectura. Once y treinta y ocho. Termino el cuento. Ya solo faltan doce para que me atiendan. Me da por observar los logos de las camisolas que hay en la cola: Project Africa, dice una; otra es de los Lakers, otra más dice Corre con la visión; en una oscura se lee Embutidos de El Salvador S.A. de C.V.; y un cuarentón bigotudo carga otra que dice Friday’s Restaurant & Bar Mantenimiento. Once y cuarenta y cinco. Solo tengo tres personas delante, y me invade una extraña sensación de felicidad. Miro al otro lado de las ventanillas, hay hoy más mujeres que hombres, pero solo una es joven y guapa, la de la número 5. Ojalá me toque con ella, pienso, aunque, estoy convencido, seguro que es la más antipática. Estos minutos son los más largos. Ya no tengo a nadie delante. Espero un poco más. Se desocupa una ventanilla. ¡La 5! Buenos días. Entrego cartilla, carné de residente y hoja de retiro rellena.

—¿Hasta qué hora abren hoy? –pregunto, para forzar una plática que no fluye, como si los bancarios tuvieran prohibido hablar con los clientes.
—Hasta las 12 –y suspira–. ¿Cómo lo quiere?
—De a 20.

Cuenta y recuenta, y luego me entrega mi dinero. Gracias, y felices vacaciones, le digo. Ni siquiera me mira a los ojos. Doy media vuelta y, antes de salir, alzo la vista para observar por última vez el reloj de la sucursal. Son las once y cincuenta y un minutos.


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