domingo, 22 de agosto de 2010

Parto en el área rural

Sentada sobre su propia sangre supo que algo andaba mal. Seis semanas faltaban para salir de cuentas pero el niño se retorcía por salir. Sintió una punzada lenta y larga, apretó los ojos y con su mano comprobó que los pies estaban fuera. Venía al revés.

—Me dio nerviosidad.

Estaba pariendo tirada en el corredor de una casona, en un cantón perdido de un ignoto pueblo llamado Monte San Juan. Las únicas ayudas disponibles eran la voluntad de Mauricio, su marido, y el recuerdo de un consejo que años atrás le había dado su padre: si te llega a ocurrir esto, cuando nazca le cortás el cordón tres dedos debajo de la tripita, buscás un cañamito, lo desinfectás con alcohol, te lavás bien las manos y le metés la Gillette.

El fruto de su vientre cayó al piso sin dificultad cuando él le apretó la barriga con fuerza.

—Así era el bichito –y con las manos Mauricio simula algo del tamaño de un plátano–, chiquito y clarito-clarito, y amarillo, y las manos bien largas.

Mauricio tomó la iniciativa. Salió a buscar a un cuñado y le pidió que fuera en bicicleta hasta Cojutepeque a comprar lo necesario. Cuando regresó, tenía el cañamito elegido y cumplió como un buen soldado las instrucciones: alcohol, manos limpias, tres dedos, Gillette. Después agarró el feto y lo miró asustado.

—Ahí deseé que se muriera… No se le veía forma de gente, clarito y amarillo, como que era muñequito de hule…

Era el octavo embarazo, pero el primero que nacía sietemesino, desproporcionado y amarillento. Convencidos de que nada se podía hacer, ni siquiera buscaron un doctor. La decisión fue esperar, dejarlo en las manos de Dios, como le gusta decir a Mauricio. Aquella noche del 19 de abril del año 2000, se acostaron resignados, una resignación que quizá solo quienes conocen el verdadero significado de la pobreza puedan comprender. Y juzgar.



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(Esta es la escena inicial de una crónica titulada Tres millones de mauricios, publicada el 7 de junio de 2010 en el periódico digital El Faro).

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