lunes, 14 de junio de 2010

Cuesta ser salvadoreño

Las letras son grandes y doradas, como si anunciaran algo importante. Sucursal de Migración y Extranjería, dicen. Debajo, las cristaleras dejan ver un interior pulcro y ordenado, y un hombre armado decide quién entra y quién no. Esta es la oficina que está en el centro comercial Las Cascadas; por mi experiencia de nueve años ya en El Salvador, la menos concurrida del área metropolitana. De hecho, ahora no se ve mucha gente adentro, y menos aún en el cubículo donde atienden a los extranjeros, al fondo a la derecha. Ahí me dirijo por algo que suena a absurdo: renovar mi estatus de residente definitivo. Parece que los burócratas que idearon esto no vieron problemas en combinar la palabra definitivo con tener que renovar el carné cada cierto tiempo. Y pagar en cada renovación, claro; esta vez me pedirán 98.58 dólares.

La nacionalización es una opción que desde hace años ronda mi cabeza. No es que dé mucha importancia yo al papeleo, pero uno ya se siente más de acá que de allá con casi una década viviendo y pensando en salvadoreño, casado con una salvadoreña, con descendencia salvadoreña, amigos entrañables. Y ahora, mientras espero a que la mujer de anillos y pelo teñido detrás de la mesa termine con un chino, me pregunto cuáles serán los requisitos para obtener el pasaporte salvadoreño. Se me ocurre que me encerrarán en un despacho para preguntarme qué sigue después de “Gran lección de espartana altivez” en el himno nacional, o si sé en qué departamento queda Santa Rosa Guachipilín, o si quiero que México pierda en el Mundial, o me harán escribir para ver si tengo suficientes faltas de ortografía, o tener siempre una cálida sonrisa para el extraño, o puede que tenga que demostrar que sé tirar basura desde mi carro o manejar por el carril de la izquierda en autovía, o si juego capirucho o elevo piscucha, o si conozco a Manyula, o quizá me pregunten si me puedo la alineación del Barça… En fin, se me agolpan en la cabeza algunas de esas cosas que, creo yo, definen la salvadoreñidad.

Pero nada de eso.

Cuando termina el chino y me siento frente a la mujer de anillos y pelo teñido, le pregunto, y ella imprime y me entrega una hoja de requisitos que habla de solvencias, de fotografías, de fotocopias compulsadas, de constancias.

—¿Y con esto ya estuvo? ¿No hay exámenes ni nada de eso?
—Usted trae todo eso, lo presenta, y se tardan como un año en responderle. Pero tiene que traer los recibos cancelados, que son como 700 dólares.

En efecto, cuesta ser salvadoreño. Más de lo que creía.


6 comentarios:

  1. Que montón de dinero para ser salvadoreño... yo creía que al casarte ya no te asaltarían con tantos trámites y todo ese pisto, ni que fuéramos de primer mundo...

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  2. Genial amigo, genial y aca es donde en las escuelas deberian leer esto los maestros, porque si mi generacion esta fregada la nueva peor...

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  3. Está divertido leer esto. Esa conceptualización del salvadoreño es tan obvia que, a veces, la olvido, gracias por recordármela |:

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  4. ¿Tanta plata para ser jalvadoreño...?

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  5. Imaginate 700 dolaricos y los ricos ricos de yates y barcos grandotes grandotes solo van a pagar 30 dólares nada mal para ellos... son unos ratas gordas y bien gordas

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  6. ...somos unicos...mmmm

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