martes, 27 de abril de 2010

A los militares tampoco les gustan los aretes

El militar que con cortesía me ha indicado dónde y cómo parquear está ahora, cuando quiero bajar del carro, tan cerca de la puerta que lo golpearía si abriera con fuerza. Intimida. No es muy alto ni corpulento, pero carga un fusil de asalto M-16 y tiene la cabeza surcada por profundas cicatrices, como si el Zorro hubiera ensayado en su rostro. Supera con holgura los 40 años. Su piel está tan quemada que hace ver más blancos sus dientes. Su mirada, poderosa, la usa como su fuera un arma más. El resultado es una cara amenazante, de pocos amigos. Hoy es miércoles y es marzo, y esto es el Aeropuerto Militar de Ilopango. Es casi mediodía. Hace caliente.

—Se me quita los aretes, por favor…

¿Otra vez?, pienso. Hace medio año me sucedió lo mismo. Fue cuando quise ingresar en Zacatraz, el Centro Penitenciario de Seguridad Zacatecoluca. El mismo calor, el mismo M-16 al hombro y la misma cara de pocos amigos, pero aquella vez enfundada en un uniforme gris de la Dirección de Centros Penales. Entonces opté por quitarme los dos aretes que siempre cargo en mi oreja izquierda. La entrevista que llegaba a hacer en esa cárcel era demasiado importante como para arriesgarla por una tozudez. Pero hoy no es la misma situación. A Ilopango me ha traído la llegada de un avión de la Fuerza Aérea estadounidense, uno de esos que se meten en los huracanes para verificar qué tan fea está la situación, una cobertura lo suficientemente prescindible como para tantear hasta dónde es capaz de llegar el soldado.

—Se me quita los aretes, por favor, con aretes no se puede ingresar.
—¿Quién lo dice?
—Son disposiciones…

Disposiciones. Y ya. Nunca me dejará de sorprender la capacidad argumentativa que puede llegar a tener un militar. Se basa en el esto es así porque yo lo digo o porque un superior me ha dicho que lo diga.

—¿Disposiciones? –pregunto–. Pero en todo caso, supongo, serán de aplicación para ustedes, no para las visitas.
—Son disposiciones para todo el personal que ingresa.
—Pues a ver cómo lo arreglamos, porque no pienso quitármelos. Si quiere, llame a algún superior para ver qué decide él.

El soldado calla y, consciente de que el avión cazahuracanes hace ya un buen rato que aterrizó, acepta la derrota con dignidad, me deja entrar y hasta dulcifica tantito su tono de voz.

—Le voy a dejar pasar, pero las disposiciones están para cumplirse.


miércoles, 21 de abril de 2010

Sesión fotográfica en el penal

Siete pandilleros vestidos de un amarillo chillón con siete Polaroid en sus manos salen a uno de los patios de la cárcel, y lo primero que hacen es acercarse a una estatua de la Virgen María para fotografiarse a su vera. 1, 2, 3 fotografías… ¿Surrealismo? No, la enésima prueba de que la realidad es capaz de superar con creces la ficción. Hoy es viernes y es abril, falta una hora para el mediodía y esto es una prisión salvadoreña. Se llama Izalco y está situada en el municipio homónimo, a unos 60 kilómetros de la capital.


La estampa surrealista de los pandilleros fotógrafos ha sido propiciada por Klavdij Sluban, un laureado fotógrafo francés que estos días está de visita en Centroamérica. Respaldado por la Embajada de Francia, Sluban propuso a la Dirección de Centros Penales sumarse a un experimento que él había puesto ya en práctica en prisiones de Rusia, de Eslovenia, de Serbia, de Francia, de Georgia… La idea es simple: tras una pequeña charla explicativa, se entregan cámaras a un grupo de internos para que fotografíen lo que les permitan las autoridades.


Del área que acoge la estatua de la Virgen María el grupo pasa al patio central, donde está la única cancha de baloncesto. No hay mucha actividad a pesar de la hora. La mayoría de los internos están en sus celdas, desde donde se asoman para ver qué sucede. 12, 13, 14 fotografías... Salvo los descamisados, todos tienen camisetas amarillas. Tras la explicación, unos pocos posan gesticulantes para sus compañeros de pandilla.


Hoy es un día inusual en Izalco y no solo por las sesiones de fotografía. La actividad ha permitido a los siete elegidos caminar por el penal sin grilletes y ahora les hará merecedores de un regalo inesperado. Cuando los conducen al área de visitas, los guardias los suben por las rampas que usan los familiares, y desde aquí se mira más allá de los muros. Apenas se ven lomas arboladas y verdes, pero saben a libertad para los que desde hace meses o años solo han visto cemento gris. 18, 19, 20 fotografías… La agitación generada por el regalo no pasa desapercibida para Sluban.


—Las prisiones son como el cuarto de baño de los países, lo que a las visitas nadie le gusta enseñar de su casa –me dirá luego.


Está convencido de que el estado de sus cárceles muestra el nivel cultural de cada nación.


El rally fotográfico continúa hacia el área de visitas, un rectángulo amplio en el que madres, esposas, novias e hijos se pueden sentar alrededor de mesas de cemento junto a los visitados, que mantienen su riguroso amarillo. El ambiente es silencioso. 23, 24, 25 fotografías… La caja de cartón del carrete decía que eran 24, pero Sluban ya advirtió de que siempre salían más.


El Crazy es uno de los siete elegidos. Purga ocho años de condena por haber robado a un hombre dos cadenas de plata, un reloj, unos lentes de sol y cuatro dólares. Todo su cuerpo está tatuado. Su cara es un lienzo. Se acerca, me entrega la cámara y me pregunta temeroso si aún quedan fotografías. A través de un visor se ve el número 28. El rollo, en efecto, se ha terminado y con él, lo más interesante de la actividad.



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(Este relato es una versión de una crónica publicada el 18 de abril de 2010 en www.elmundo.es)

lunes, 19 de abril de 2010

Una proposición indecente

Este relato no permite muchos detalles, así que llamaremos solo Whisper a su protagonista. Whisper fue niño de la calle, pandillero, ganó respeto en el Barrio y, ya talludito, decidió coquetear con el narco. Ahora mueve lo suficiente como para llevar una vida holgada, con caprichos. Está ya cerca de los 40, pero se mantiene en forma, y eso y su manera informal de vestir aún le dan un aire juvenil. Ninguna de mis mujeres tiene más de 25 años, dice orgulloso.

Trató de impresionarme desde la primera vez que lo conocí. Y lo consiguió. Pasadas las 2 de la madrugada y con unas cervezas de más, quiso demostrarme que él se las puede, que mueve y maneja, que la autoridad come de su mano. Sin apenas tráfico, Whisper paró su carro en mitad de la calle, lo llevó contrasentido un par de cuadras y lo puso enfrente de tres patrullas de la Policía Nacional Civil que estaban estacionadas junto a una tienducha que vendía comida y café toda la noche. Bajamos del auto, los policías lo miraron, pero ahí quedó todo.

Eso fue hace ocho meses. Hoy irá más allá. Hace apenas unos minutos Whisper y su amigo me han presentado un revólver que es paisano mío. Tiene una inscripción que anuncia su lugar de construcción: Guernica. “Pues de estas no hay muchas aquí”, dice el amigo, casi como si fuera una excusa para celebrar algo. Sin embargo, conocer al revólver paisano se convierte en el preámbulo de la despedida. Hay agradecimientos y hastamañanas. Whisper se ofrece para llevarme. Subimos a su vehículo, telefonea a una de sus amantes y después comienza a hablar de sus carros hasta llegar a una camioneta blindada que compró hace poco.

—¿Y para qué necesitas una camioneta blindada?
—Hay cosas que son peligrosas… Por cierto, ¿quieres tomar fotos el sábado? Voy a ir a darle a alguien.

Creo conocerlo y habla en serio.

—Si tomo fotos me convierto en cómplice.
—No, porque tú dirás que pasabas por ahí. Ya sabes, hay cosas que… tienes que mantener un nivel porque tienes que estar vivo. Y en este rollo o eres tú o son ellos. ¿Y qué prefieres tú, que lloren en tu casa o que lloren en la de ellos? Por la Policía no te preocupes. Ya está arreglado y se van a alejar, ya está la orden. Daré unas vueltas primero, me van a ver a mí, y cuando miren que soy yo, se van a esconder.
—¿Y si te están esperando?
—No, no, no. Solo nosotros disparamos. Tranquilo, que no nos tiran a nosotros. Y tú lo verás todo desde la camioneta, en una esquina, con la cámara.

A Whisper le seduce el protagonismo. Siempre ha querido que alguien escriba un libro sobre su vida. Y este asesinato sería apenas un párrafo.




miércoles, 14 de abril de 2010

Nawat-Euskera

Te tishpinawa ka tes tikmati ini? Ini ne taketza lis mutal!
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Ez zaitu lotsatzen testu hau ez ulertzeak? Zure herriaren hizkuntza baita!





sábado, 10 de abril de 2010

La Chilindrina

Apenas hay mujeres en Comandos de Salvamento. Nunca fueron multitud, y con el pasar de los años cada vez son menos porque vestirse de amarillo es muy exigente. Así lo cree Rosa María Gálvez, apodada “Chilindrina”, quien recaló a mediados de los noventa en la institución y se empleó como socorrista primero y en la clínica ahora. ¿Pero a qué se refiere cuando llama exigente la labor del socorrista?

—No sé si se acuerda del último terremoto, en Santa Tecla. Estuvimos ocho días allí, ocho días sin llegar a la casa, sin cambiarnos. Y es más, yo ya ni comía, porque ya tenía penetrado en la nariz el olor a muerto. No le hallaba chiste a la comida. Para mí, eso fue lo más, lo más… este… escalofriante. Porque aparte, de primero sacábamos solo personas muertas, pero enteras, pero de los tres días para allá solo pedazos. Vísceras, o sea, ya no podíamos sacar nada entero. Sacábamos pedazos de pies, pedazos de manos… Las máquinas que metieron, aparte de que ya estaban podridos los cuerpos, los destripaban. Y es más, al final ya ni se recuperaba nada, porque los pedazos se los llevaba el camión de la tierra a botarlos, así.

Exigencia.

Físicamente Chilindrina no se parece para nada al personaje televisivo. Es coqueta –anillos, pulseras, uñas pintadas– y extrovertida, y su mirada es poderosa. Acaba de cumplir 35 años y desde hace siete es madre soltera de Andrea Abigail. Es su familia, dice. La acompaña siempre. Incluso cuando tiene turno nocturno su hija duerme con ella en las camas de la sede central. A Andrea le gusta mirar cómo trabaja su madre. En un rato aparecerá Julio César Ventura, un niño también de siete que vendrá con su padre para hacerse ver los puntos debajo de su cachucha. Chilindrina se pondrá los guantes y los revisará. Todo en su lugar, pero pronto aún para descoser.

—¿Una colaboracioncita? –Chilindrina señalará una alcancía candada.
—No, no tengo –responderá el padre, mirada al suelo.

Raro es que alguien deposite algo.


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Este es un fragmento de una larga crónica titulada La respuesta amarilla, que fue publicada el 6 de septiembre de 2009 en Séptimo Sentido, la revista dominical del diario salvadoreño La Prensa Gráfica.

domingo, 4 de abril de 2010

Para inundaciones, las del 34

—Yo estaba cipote, pero uno ya pone cuidado de lo que la gente vieja habla.

Hace mucho que Carlos Humberto Henríquez estaba niño, pero lo recuerda con lucidez insultante. Carlos Humberto nació en 1928, en el mes de junio, y estaba a punto de cumplir los seis cuando inició el diluvio de 1934. Ocho décadas dan tiempo para muchas desgracias en El Salvador, y la última, la desatada por el huracán Ida en noviembre, es la que me ha llevado hoy a su hogar, en el cantón Achiotales de San Pedro Masahuat. Este terreno reseco sobre el que platicamos ahora estaba inundado hace tres meses, pero para Carlos Humberto no hay comparación: ni ha habido ni habrá inundaciones como las que en aquel junio de 1934 dejó en Centroamérica un huracán tan pretérito que ni siquiera fue bautizado.

—Como yo ya tuve la primer experiencia de lo que es esos problemas, ¿va? Porque estaba de 6 años cuando sucedió la gran correntada. Y entonces, fíjese, en esa noche se acabaron los dos valles de Las Hojas que había, porque Las Hojas no es solo la playa, ahí donde le dicen ahora, Las Hojas era todo para allá –y extiende impetuosa su mano al aire, como para delinear un arco iris.

Carlos Humberto parece más joven.

—Parece más joven –le comento.
—Quizás, Dios me ha ayudado bastante. Yo no anduve con el cigarro, no anduve tomando, no anduve chiviando –ríe–. Gracias a Dios fueron otras diversiones que a mí me entusiasmaron.

Está arrugado sí, pero mantiene la altura y la rectitud de su juventud. Su gesto es serio, como si le costara sonreír, y la piel la tiene oscurecida por el sol. Viste camisa clara a medio abotonar, jeans con grandes bajos y tenis negros de quinceañero. Lo corona un sombrero roído. Demasiada ropa, pienso, para el calor que hace pero parece no afectarle. A sus pies, orgulloso de mostrarlo, un huerto de rábanos. Carlos Humberto fue uno de los elegidos por la FAO para beneficiarse de la entrega de semilla, abono y aperos, y así intentar amortiguar los efectos del huracán Ida en las cosechas. Con sus propias manos improvisó un cerco en su patio y sembró sobre una parcela de tierra tan reseca que parece playa. Aun así, las hojas de los rábanos, más verdes si cabe por la claridad que las rodea, ya asoman. Está agradecido con la ayuda pero, aun en su pobreza, sabe que otros la necesitaban más, que no fue mucho lo que a él y a los suyos les llevó Ida.

—Gracias a Dios, pues, nosotros no sufrimos tanto. Se nos arruinó la ropa, ¿va? Y algunas cositas así, pequeñas, pero gracias a Dios que no nos pasó nada.

Nada cuando la comparación es con el 34. El río Jiboa, ancho como un mar, se llevó a dos muchachos que estaban en la casa que había hecho un tío suyo en medio de una güisquiyolera. Les avisaron que el valle se estaba llenando, pero no se salieron, y las aguas se los llevaron con todo y la casa. A Carlos Humberto, recuerda, lo rescataron chulón. Por eso que vio y vivió, dice, ya no siente miedo por las llenas.

—Siempre han habido. Mi mamá también contaba, sí, muchas veces la gente se aflige porque nunca ha visto, ¿va? Pero cuando yo estaba cipote mi mamá contaba que hubo un ciclón, dice, que las casas se las botaba; y después hubo una llena que hasta se secaron los manglares de tanta agua, ¿va?



viernes, 2 de abril de 2010

Un país con el alma oscurecida

El otro día el padre Urías vio algo que lo escandalizó. Se topó con un cartel promocional de un “Bikini open” atravesado en la calle. Lo anunciaban para el 1 de abril, Jueves Santo, el día en que los cristianos creen que Jesucristo cenó por última vez.

—¿Acaso no tiene días el año? A esas cosas solo van los muertos en vida, los que tienen el alma oscurecida.

Son poco más de las 8 y media de la mañana del lunes, Lunes Santo, y el padre Urías celebra misa en la iglesia de San Esteban de Texistepeque, un pequeño pueblo ubicado 80 kilómetros al poniente de la capital salvadoreña. Delante de él, en las primeras bancas y vestidos de rojo sangre, hay un grupo de talcigüines, niños, jóvenes y no tan jóvenes disfrazados para representar el mal. Hace calor.

Los Talcigüines de Texistepeque son la tradición más singular de la Semana Santa salvadoreña. Los estudiosos la presentan como una genuina muestra de sincretismo entre las costumbres de la población náhuat local y las que trajeron los conquistadores. La representación aspira a simbolizar el triunfo del bien –Jesucristo– sobre el mal –los talcigüines–. Se podría resumir así: tras la misa, una horda de talcigüines sale endiablada látigo en mano hacia la plaza del pueblo a fustigar a quien quiera redimir sus pecados y también a quien no. Durante tres horas hay carreras y latigazos, mientras Jesucristo intenta someter a algunos de ellos en las cuadras aledañas. Lo conseguirá, siempre lo consigue, pero al final, pasado el mediodía.

Ahora aún hay calma dentro de la iglesia. El padre Urías habla del “Bikini open” mientras sigue entrando gente en el templo. Cuando comenzó la misa, la mitad de las bancas estaban vacías. Al padre Urías tampoco le hace gracia que haya jaripeos en Semana Santa.

—Nosotros, los cristianos, no podemos divertirnos de esa manera.

Oriundo del vecino municipio de Metapán, es el párroco de la iglesia de San Esteban desde enero pasado. Esta es la primera parroquia a su cargo. El padre Urías tiene 30 años.

—Esto –dice, y sus palabras se apagan al interior de este templo largo, estrecho e incapaz de mantener el fresco– no se trata solo de divertirse, sino que debería de tratarse de sentir el dolor en el alma.

No se trata solo de divertirse, dice el padre Urías, pero en un par de horas la plaza de Texistepeque estará tan llena que costará caminar. Estará llena de gente que quiere una fotografía junto a un talcigüín, de muchachas ceñidas que ensayan su mejor sonrisa, de escotes provocadores, de cumbia y de reguetón, de carretones de sorbetes y de comida rápida, de basura, de ventas de todo tipo, llena de periodistas y de turistas llegados de lejos para filmar las carreras. Estará llena de jóvenes que cerveza en mano piden más latigazos o gritan en coro culeros a los talcigüines. Todo eso será cuando terminen esta homilía y esta misa en las que el padre Urías aún se pregunta cuántos vendrán hoy a Texistepeque solo por diversión, como si no estuviera claro. “Todos ellos han perdido lo más importante: a Dios”, se responde.

Por lo visto son pecadores. Pero Texistepeque es el lugar apropiado. Los latigazos que reparten a diestra y siniestra los talcigüines sirven, dice la tradición, para redimir pecados. Los látigos son de cuatro largas correas de cuero atadas a un mago de madera. Los latigazos deben darse formando la señal de la cruz, y cuando se dan con ganas, se convierten en LATIGAZOS; así, con mayúsculas, porque duelen y dejan profundas marcas. Casi al final, un talcigüín con la capucha mojada por el sudor se arremangará el brazo derecho y me mostrará el zarpazo sanguinolento que un compañero le hará de forma involuntaria.

La misa finaliza, y los talcigüines –los que comulgaron y a los que les valió– se juntan a un costado de la iglesia. Al poco aparece el padre Urías, se toman unas fotos grupales, luego los bendice y les pide que no golpeen demasiado fuerte. Se regresa a la sacristía y uno minutos después reaparece en el atrio vestido de civil. Me acerco.

—Padre, ¿usted cree que la tradición aún mantiene el espíritu religioso?
—Yo creo que en los últimos años se ha visto un deterioro de la religiosidad en nuestro pueblo.
—¿A qué se refiere?
—Se han ido secularizando las celebraciones, ¿verdad? Y ya la gente lo ve más como un aspecto de diversión. Se ha perdido un poco el sentido religioso; de hecho, muchas veces ni entran a la misa.

Y en efecto, es a partir de ahora, justo cuando la misa termina, que Texistepeque se llenará.



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Esta crónica es una versión modificada de otra publicada el 30 de marzo de 2010 en elmundo.es.
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