miércoles, 24 de febrero de 2010

Necroturismo a la salvadoreña

Fotografía: Roberto Valencia
“El lugar a donde vamos es la última morada de grandes personajes y es también de los sitios más tranquilos e increíbles que hay en la ciudad”, dijo el guía Benjamín Melara hace tres horas, cuando el bus cargado de turistas avanzaba hacia el Cementerio General. Era ya noche cerrada.

Incluso si se toma Centroamérica para la comparación, El Salvador tiene serias limitantes en el plano turístico. Es el único país sin costa caribeña, no tiene ruinas mayas como las de Guatemala ni reservas naturales como las de Costa Rica ni ciudades coloniales como las de Nicaragua. Y hoy por hoy es el país más violento del continente. Agudizar el ingenio para seducir al turista es casi una obligación.

Desde hace poco más de un año se organizan visitas guiadas a Los Ilustres, el sector del cementerio en el que están enterrados los ancestros de la poderosa oligarquía salvadoreña. El necroturismo, que es como se llama esta práctica, no se inventó aquí, ni mucho menos. Pero la peculiaridad de San Salvador es que los recorridos son solo nocturnos. Melara lo advirtió antes de desabordar: “Aunque tenemos lámparas, hay secciones sumamente oscuras, así que fíjense por dónde caminan, porque a veces hay agujeritos o algo”.

Los Ilustres está en el centro de la capital, junto al gigantesco mercado Central, entre la suciedad y el caos que genera. Se inauguró a mediados del siglo XIX y alberga mausoleos que impresionan. Como le ocurre al resto de la ciudad, tiene problemas de iluminación, de hacinamiento y de pavimentación, pero quizá todo eso sea parte de su encanto. Está limpio, con las zonas verdes cuidadas y la seguridad garantizada por policías armados.

“Es importante que miren a su alrededor, porque en cualquier lugar van a encontrar algún detalle bonito”, dijo Melara al poco de haber iniciado la caminata. Los detalles son las cruces y las lápidas, obvio. Pero también los ángeles alados, los querubines, las vírgenes y los cristos crucificados, obras de arte a la intemperie, hechas algunas de mármol de Carrara.

José Salvador Escalante llegó en el bus con su esposa Evy. Es salvadoreño pero reside en Estados Unidos desde que se fue a los 17 años. Ahora tiene 65. Supo del necroturismo por un correo electrónico y no quiso desaprovechar. Su bisabuelo era el ex presidente de la República José María Peralta, y su abuelo fue cuñado del también ex presidente Manuel Enrique Araujo, dos de los ilustres.

Pero Escalante hoy ha sido uno más entre la treintena de turistas que pagaron 15 dólares por el transporte, la visita guiada y una bebida.

—¿Qué le está pareciendo?
—Excelente –respondió tajante cuando aún faltaba la mitad del recorrido.

Recomendable, dijo también Escalante. Y no se trata solo de la belleza escultórica. En Los Ilustres descansan figuras trascendentes como el hondureño Francisco Morazán, padre del integracionismo centroamericano; el paraguayo Agustín Barrios “Mangoré”, guitarrista excepcional; o Justo Armas, nombre que la leyenda dice que adoptó el emperador mexicano Maximiliano I tras su supuesta llegada a El Salvador.

Entre los salvadoreños, los líderes comunistas Farabundo Martí y Schafik Hándal, el dictador Maximiliano Hernández o el mayor Roberto d’Aubuisson, considerado el autor intelectual del asesinato de Monseñor Romero. Pero más allá de los nombres más sonados, el recorrido por el cementerio permite al salvadoreño promedio conocer muchos porqués: por qué el principal hospital público del país se llama Rosales, por qué el hospital de niños se llama Bloom o por qué el museo de antropología se llama David J. Guzmán, por citar tres ejemplos.

“Aquí está enterrado mi presidente favorito, Manuel Enrique Araujo, y arriba, sobre la gran roca, vamos a ver un Cristo con los brazos extendidos que se parece al Cristo de Corcovado de Brasil”, dijo Melara en el tramo final de la visita. Y en efecto, apareció una escultura que se parece al Cristo de Corcovado de Brasil.

El recorrido ha terminado. Hay satisfacción generalizada. “Y la visita sirve para culturizar a nuestra propia gente, para que vean las riquezas culturales que tenemos y para que conozcan nuestra historia”, me había dicho Melara.

Ya dentro del bus que aleja a los visitantes del cementerio, Melara toma el micrófono, lo enciende, se gira, y con los brazos apoyados sobre el respaldo del asiento dice entusiasmado: “Ahora vamos por la alameda Manuel Enrique Araujo, y ahí mismo está el Museo David J. Guzmán”. Y en el bus se impone un silencio cómplice. Son los nombres de toda la vida que ahora tienen más sentido que nunca.

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(Este es una versión ligeramente modificada del relato homónimo publicado en elmundo.es el 23 de febrero de 2010)

2 comentarios:

  1. Hola me gustaria saver que dias se puede visitar el lugar, o q dia salen? serian tan amables de responderme a mi correo.

    cruzivon@hotmail.com

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