jueves, 28 de enero de 2010

El FMLN les desea feliz Navidad

La puntualidad le ha jugado una mala pasada a Norma Guevara, la histórica militante del FMLN y actual subjefa de fracción en la Asamblea Legislativa. Es 16 de enero y falta una hora para que comience retrasado el evento que la Alcaldía de San Salvador ha organizado para conmemorar el 18º aniversario de la firma de los Acuerdos de Paz. Son pasadas las 5 de la tarde, y el sol alarga las sombras del Monumento al Cristo de la Paz, pero no calienta. Norma ha llegado puntual, demasiado para un país en el que parece no haber relojes, y ahora está sentada, sentada y sola, con la mirada perdida en las cachiporristas de una banda de paz.

Fiel a su apellido, Norma veste de rojo riguroso, pantalón y chaqueta, con una blusa blanca que apenas asoma, y calza unos zapatos negros de medio tacón que se ven cómodos. Además del gesto serio que siempre le acompaña, en su rostro hay unos lentes oscuros parecidos a los de John Lennon, y el pelo lo lleva recogido con una goma negra. Se echa en falta algo de maquillaje.

Todo esto lo ha organizado el alcalde derechista Norman Quijano, quien aún no ha llegado, y Norma y su traje rojo se ven fuera de lugar. Está sentada y sola. En el último cuarto de hora nadie se le ha acercado a platicar, y decido sentarme a su vera. Comenzamos a hablar sobre el significado que para ella tiene este 16 de enero de perdones, y la conversación deriva pronto hacia la extraña relación entre la Comisión Política del FMLN –de la que ella forma parte– y Mauricio Funes, el presidente que ya no quiere que le digan que es de izquierda. Le pregunto si aún cree que podrán cumplir el programa de Gobierno que como partido apalabraron.

—Pues lo que dijo hoy Mauricio, el resarcimiento a las víctimas y el compromiso de que nunca más se violarán los derechos humanos, eran dos compromisos de nuestro programa.

Norma sabe evadir respuestas con elegancia.

—Y en los ámbitos económico y social, ¿están satisfechos con Funes? –pregunto.
—En política social ha habido un enorme compromiso y, si no se hubieran hecho los esfuerzos que se han hecho, quién sabe cómo estaríamos ahora en medio de esta crisis financiera mundial y económica. Estaríamos muchísimo peor…
—Norma, en estos días se ha sabido que se volverá a hacer una millonaria inversión en publicidad mientras los hospitales siguen desabastecidos.
—Mire, si usted es un periodista bueno, si es un investigador, tendría que comparar, y va a encontrar una enorme diferencia entre el gasto de publicidad de las administraciones anteriores y el de esta.

Norma debe creer que el que roba tres gallinas en menos ladrón que el que roba diez.

—No es legítimo –continúa– restringir al presidente el derecho de mantener informada a la sociedad…
—Informar sí, pero ¿cree realmente que este país necesita comerciales en los que el presidente y su esposa decoren un árbol y nos deseen feliz Navidad?

Norma responde de inmediato, como si ya se lo hubieran preguntado antes.

—Mire, la subjetividad del pueblo debe ser respetada. Y estoy convencida de que mucha gente valoró que nuestro presidente mandara un mensaje a las familias en Navidad.

Feliz Navidad entonces.


domingo, 24 de enero de 2010

El parqueo de Metrocentro

Nunca me han gustado los centros comerciales. Ni para comprar ni mucho menos para ir a desperdiciar las horas, como hace tanta gente en este país. Por eso, mis visitas a Metrocentro, para muchos el parque más bonito de la ciudad, solo las motiva la pura necesidad. Lo que sí reconozco es que utilizo su parqueo. Hace unos meses, por ejemplo, tuve que ir al Hospital Médico Quirúrgico para hacerme unas radiografías y dejé mi carrito en ese amplio estacionamiento. Lo mismo hice cuando tuve que recogerlas.

El lugar que elijo es cerca de la entrada a Simán; siempre hay huecos vacíos. La mañana del 21 de enero también. Con mi esposa aún convaleciente por el nacimiento de mi hija, me presenté en la Torre del Seguro Social para tramitar su incapacidad por maternidad. Como otras tantas veces, parqueé mi carrito en Metro, subí los vidrios, agarré el fólder donde llevaba el papeleo y me dirigí tan campante hacia la Torre. Pero a unos pasos de la salida del parqueo se me acercó un joven guarda de seguridad en bicicleta. Bermudas y calcetines oscuros, camisa marrón, lentes de sol y un casco ciclístico con trazos fluorescentes. No le pregunté, pero estoy convencido de que algo así lo llevaba por obligación.

—Señor –me dijo–, este parqueo es solo para los clientes del centro comercial.

Me resistía a creerlo, pero alguna vez ya me habían contado que los guardas de Metrocentro te paraban si te veían parquear y abandonar el centro comercial. A mí nunca me había pasado a pesar de hacerlo con descaro.

—¿Habla en serio? –pregunté.
—Sí, si se va le van a cobrar 20 dólares.

Crisis económica, mes de enero, día jueves y 10 de la mañana. El estacionamiento estaba casi vacío. Y me animé a intentar convencerlo.

—Voy a tardar no más de 15 minutos en hacer un trámite ahí enfrente y esto está vacío. Si fuera Navidad, aún lo entendería…
—El parqueo es solo para los clientes.
—¿Le gustaría –le miré a los ojos– que le hicieran lo mismo cuando llega a un centro comercial? ¿O que se lo hicieran a su esposa?

Durante una fracción de segundo creí ver algo de humanismo.

—Nosotros tenemos órdenes de cuidar solo los vehículos de los clientes –replicó, robótico.
—¿Los cuidan? Eso es paja. Si me abren el carro, como ha ocurrido tantas veces aquí, ustedes no se hacen cargo…

No sé cuándo ni cómo lo hizo, pero de repente se acercó otro guarda de seguridad, preguntó que qué pasaba, y concluí que lo mejor era retirarme. Mi carrito y yo abandonamos las posesiones del Grupo Poma, el entramado empresarial propietario de Metro, de otros tantos centros comerciales en toda Centroamérica y de sus respectivos parqueos.

lunes, 18 de enero de 2010

Restaurante Funes


—¿Y ahí donde usted trabaja hay parqueo para visitas?
—Sí, ya voy a dar aviso que vas a llegar.

Responde Catalino Miranda, un personaje que también es dueño de casi 200 unidades de microbuses de la ruta 42. Empresario del transporte público, se dice él; busero, le dicen los demás.

Es la tarde del 6 de enero, y necesito hablar con Catalino sobre el problema de inseguridad que afecta al transporte público. Me cita en su oficina de la avenida Independencia, en pleno centro de San Salvador. Al llegar, un hombre me pide que baje la ventanilla, le enseño mi credencial y le digo que vengo a una entrevista.

—Ah, sí. Allí detrás hay un hueco.

El hombre tiene en sus manos un Ak-47, un modelo sin madera, casi un esqueleto, pero con el inconfundible cargador curvo del mítico fusil de asalto soviético.

Este es el punto de la ruta 42. Parece eso, un punto de buses, con grasa negra y pedazos de unidades aquí y allá. Pero en la segunda planta hay un espacio amplio, con aire acondicionado, baldosas, sofás y cuadros: el despacho. Catalino se considera un tipo honesto, de esos que van con la verdad por delante sin importar si con ella hacen o no amigos. Admira los Estados Unidos, donde estudió cuando era más joven, y políticamente se ubica a la derecha. Sobre la violencia que afecta al país, tiene sus propias teorías para solucionar el problema de las extorsiones al gremio del que él es uno de los líderes más visibles; de eso hablamos largo, hasta que la conversación deriva en el papel de la Policía.

—¿Qué tipo de coordinación tienen? Distintos comisionados dicen y repiten que hay mesas de negociación con ustedes.
—Me hace recordar, cuando tú mencionas las mesas, que cuando Tony Saca entró a la Presidencia, el dirigente principal del partido que hoy gobierna, el FMLN, preguntó si Saca un restaurante iba a poner, de tantas mesas en el país. Don Schafik Hándal preguntó si iba a haber muchos restaurantes en el país.

Catalino se ríe de su ocurrencia.

Sábado, 16 de enero. Un día especial para Funes y parece que para el país también. 18 años después de la firma de los Acuerdos de Paz, un presidente va a pedir perdón por los crímenes cometidos por la Fuerza Armada y los cuerpos de seguridad pública durante la Guerra Civil. También anuncia la intención –intención– de tomar algunas medidas de compensación. Y para los lisiados, a los que el Estado debe una millonada…

—…instalaré, a partir de la próxima semana, una mesa de diálogo y negociación con representantes de las organizaciones de lisiados y discapacitados y delegados del Gobierno para establecer monto de la deuda, forma y tiempo de pago.

Otra mesa más. Esto se parece cada día más al restaurante del que don Schafik habló, solo que este tiene  manteles rojos.

sábado, 9 de enero de 2010

Muerte de un motorista

12:40 p.m. Hace unas horas esta era una carretera cualquiera. A la derecha, una zanja y vegetación –árboles, arbustos, maleza–, sin casas. A la izquierda, unos metros de tierra, los cables del tendido eléctrico y el muro gris de una fábrica de colchones. El asfalto podría estar peor y las líneas blancas ya no lo son. En fin, una carretera cualquiera. Pero ahora en el suelo está tirado el cadáver del motorista de un bus.

Se llamaba Samuel Antonio Alvarenga, Samuel para los conocidos. Tenía 37 años, una esposa, una madre y una hija de poco más de un año. Hace dos semanas estaba desempleado, pero le salió trabajo en la ruta que hace el recorrido entre Santa Ana y el paso fronterizo de San Cristóbal.

A las 10 y cuarto de la mañana, manejaba rumbo a la frontera cuando, en el cantón El Portezuelo, en las afueras de la ciudad, dos jóvenes que iban entre el pasaje se levantaron, uno de ellos sacó su arma, se la puso a Samuel debajo de la oreja derecha y sin mediar palabra le atravesó la cabeza de un disparo. Sin gobierno, el bus se fue hacia la derecha y se detuvo contra la zanja. Este tramo es cuesta arriba, y el golpe fue suave. Solo un hombre, asustado al ver las armas, saltó de la unidad antes de que se detuviera, pero lo hizo por el lado equivocado, el bus se le vino encima y hubo que hospitalizarlo. Los asesinos huyeron para siempre.

Samuel murió de inmediato, sobre el asiento, pero su cuerpo inerte lo han sacado ya del bus. Ahí tirado lo tienen ahora, rodeado por unas diez personas, entre policías, investigadores y empleados de Instituto de Medicina Legal. Toman notas, hablan, van y vienen, ríen. Ríen. Para ellos Samuel es un muerto más, uno entre la docena que asesinan a diario en este país. También para los principales diarios del país, que mañana apenas le concederán unas líneas.

1:05 p.m. Va a iniciar el ritual de la bolsa, ese que el fotógrafo Christian Poveda registró en “La vida loca”, su documental sobre las pandillas. Un trabajador de Medicina Legal se pone unos guantes de látex y mete a Samuel, no sin pocas dificultades, dentro de una bolsa negra, como las que se usan para la basura, pero grande. Samuel ahora es un bulto, lo cargan en la parte trasera de un pick up y se lo llevan. La viuda y la madre de Samuel no han visto la escena porque están en la puerta de la fábrica de colchones, al otro lado del bus. Ellas se abrazan.

También ha venido un grupo de seis empleados de la misma ruta. Saben que el tema de las pandillas es delicado y prefieren no hablar mucho. Responden con evasivas. Samuel no es el primer motorista asesinado en esta ruta. El mes pasado mataron a otro y al cobrador que lo acompañaba. “¿Y se sabe ya quién lo hizo?”, pregunto. Un cobrador al que le calculo no más de 24 años rompe la dinámica y eleva un tanto la voz para responder: “No, aquí nunca se sabe nada, aquí matar un motorista es como matar a un chucho”.

1:25 p.m. Ya se han llevado el cuerpo embolsado de Samuel, se han ido el fiscal, los de Medicina Legal, los policías, los pocos curiosos, la madre y la viuda. Una grúa remolca el bus, y los sigue una camioneta cargada con los compañeros. El tráfico se reanudará en unos minutos, y el primer vehículo en aparecer será otro bus, uno de la ruta 210, la que termina en Ahuachapán.

Y la calle volverá a parecer una carretera cualquiera, como si aquí nada hubiera ocurrido.



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(Esta crónica es una versión de la publicada en el diario español El Mundo el 8 de enero de 2010)

lunes, 4 de enero de 2010

Vietnam

El partido comenzará pasadas las 7 de la tarde. Aún no son siquiera las 5, pero Vietnam –nombre que lleva el sector más barato del estadio– está ya cubierto por un agitado mar azul y blanco, los colores de El Salvador. Muchos llevan acá desde la mañana porque madrugar tiene un codiciado premio: la elección de la ubicación. Aunque suene raro, los aficionados ocupan primero las gradas más alejadas de la grama, por pura lógica medieval. Apelan al mismo principio que se usaba para ubicar los castillos: desde lo alto se puede lanzar de todo y no recibir de casi nada.

Cuando se entra, no conviene caminar mucho. Nos sentamos en el primer claro que vemos. Tomo un lugar entre un joven alto y gordo y un tal William Quijano. De 42 años y huesudo, Quijano lleva zapatillas tipo All Star, jeans, bandera amarrada al cuello y una cachucha con los colores de El Salvador. Viene a Vietnam desde los partidos clasificatorios para el mundial de 1982 y dice conocer al “Mágico” González. Quijano es un hombre al que le gusta filosofar sobre fútbol.

—Independientemente de si gana o no, siempre hay que apoyar a la selecta.

Mientras hablo con el filósofo, noto que algo cae sobre mi espalda. El calor es el elemento que con mayor precisión permite determinar el origen de los fluidos que le tiran a uno. Como la sensación suele ser compartida por un grupito, incluso sirve para generar conversación. “Está caliente.” “¡Puuuta madre!” “¡Guácala!” Siempre hay algún optimista: “Era agua, ¿no?” De todas maneras, este no es mi primer partido en Vietnam, y ya aprendí que levantarse desafiante a buscar culpables es contraproducente. “Tiran de todo porque al salvadoreño le encanta la patanería, joder al vecino, pasarla bien a costa de su hermano”, me escribirá días después Ángel Rivera desde Edmonton, Canadá, un salvadoreño que se fue del país en 1990.

Un pequeño helicóptero de la Policía está suspendido a poca altura. Vietnam responde: “Culeeeeros, culeeeeros”. Es uno de los gritos que más escucharé hoy. Se lo gritarán al que lleva una camisa que no sea azul o blanca, a los que toman fotografías desde la grama, a los antidisturbios, al árbitro, a los linieres, al presidente Antonio Saca cuando saluda en la pantalla, al grupo de bailarinas y bailarines, al delegado de la FIFA, al equipo contrario, al que no se sumerge en la ola.

La ola. La Voz se asoma desde su cabina, cree que falta pasión y pide por megafonía que inicie la ola. La Voz es alguien al que pocos ven pero muchos escuchan. Su nombre es Álvaro Magaña –43 años, chele, amplia sonrisa– y es la persona que desde 1987 recita las alineaciones, los goles y las sustituciones en el Estadio Cuscatlán. Hoy ha llegado a las 3 al estadio, vestido con camisa azul. Frente a frente, la Voz es muy elocuente al hablar, como si se hubiera tomado un huacal de café, y le cuesta mantener quietas sus manos.

—¿Y qué haces para animar? –le preguntaré otro día.
—Metemos música, metemos la de la selecta, ¿verdad? Arriba con la selección, arriba con la selección... Y le metemos ánimo, ¿verdad? Grito: ¿cómo están los ánimos de El Salvador? ¿Ganamos hoy? ¡Que se vea la ola!

La ola realmente impresiona. Y es el orgullo de Vietnam. A veces, como hace unos minutos, la Voz da la orden de salida. Otras surge de forma espontánea. Empieza en la esquina sur, debajo de la pantalla, y se desplaza en sentido contrario a las agujas del reloj. A esta que están queriendo organizar ahora, cuando falta más de una hora para el inicio del partido, le está costando dar la vuelta entera al estadio. Cuando la ola llega a Platea, se deshace como terrón de azúcar, como si pasar por ahí fuera una obligación. “Culeeeeros.” Ser los promotores de la ola genera cierto tipo de orgullo de clase. Y da la razón a los que creen que en Platea y en los palcos privados el fútbol se ve, pero en Vietnam se vive.



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Este fragmento forma parte de una crónica titulada "Pasión y orines en Vietnam", que fue publicada en mayo de 2009 en la revista Séptimo Sentido, del diario salvadoreño La Prensa Gráfica.
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