jueves, 31 de diciembre de 2009

La casa de María Isabel

Desde que regresó del exilio en 1994, María Isabel Rodríguez reside en la ciudad que la vio nacer: San Salvador. Vive cerca de su universidad y más cerca aún, a apenas unos pasos, del cuartel San Carlos. Frente a su casa hay dos mensajes muy necesarios en El Salvador. Uno, pintado en letras grandes junto a una cancha de baloncesto, dice “Yo avanzo hacia lo limpio”; y el otro, escrito en una señal publicitaria, también apela al civismo: “Apague su celular al conducir”. Seguro que son más necesarios en cualquier otro lugar que ahí.

Para entrar en la vivienda -blanca con partes anaranjadas, sin portón, de dos niveles y con mucha vegetación- solo hay que mover hacia adentro una verja de hierro que llega por debajo de la cintura, hay que subir ocho escalones y hay que llamar a un timbre. Detrás de la puerta, ella abre el candado, gira el pomo hacia la derecha y tiende la mano: “Pase, pase”.

María Isabel mide 157 centímetros, pero parece más baja. Es delgada, extremadamente delgada, y se peina de tal manera que deja al descubierto una parte de su frente. En su rostro destacan sus marcados pómulos, y los grandes lentes que, aunque cueste imaginarlo, no necesitó durante la primera mitad de su vida. Los ojos que están detrás son marrones.

Su casa está a la par de la de Blanca de Suárez -casada con el doctor Suárez, cuatro hijos, ocho nietos-, su hermana del alma. Los dos hogares están comunicados. Se puede ir de uno al otro sin tener que salir a la calle. En realidad, Blanca es su prima, y ambas, como buenas hermanas, comparten la descendencia. Esa es la “chiquitinada” que llama Tía Lita a María Isabel.

En las paredes de su casa no está colgada la fotografía que congeló el último cigarro de Fidel Castro ni ninguna de las que tiene con las personalidades que ha conocido a lo largo de su vida. Tampoco hay enmarcado ninguno de sus títulos ni reconocimientos. Huyó también de ese tipo de adornos -fotos y diplomas para que otros los lean- para decorar el despacho que tenía en la universidad. Prefiere la pintura; prefiere un tipo concreto de pintura. De 11 cuadros en la sala, los 11 hacen referencia a la pobreza, al campesinado, a la ruralidad. Son imágenes de Venezuela, El Salvador, México, Haití, Nicaragua... “Estos están elegidos desde lo más profundo de mí”, se sincera. Y entre esos 11 cuadros está su favorito, el que hace más de medio siglo un buen amigo le regaló en México.


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Esta escena pertenece a un largo texto titulado "Estudió, educó, batalló, naufragó, rio", sobre la vida de la actual ministra de Salud, María Isabel Rodríguez. Fue publicado en octubre de 2007 en la revista Enfoques, del diario salvadoreño La Prensa Gráfica.

viernes, 25 de diciembre de 2009

Don Balón y la Ruta de los Mártires

Noviembre, mediados. La Sala de los Mártires de la Universidad Centroamericana (UCA) parece otra; en realidad, es otra. Acaba de ser remodelada y luce radiante, diminuta como siempre, pero radiante. El aire acondicionado impide el silencio aunque uno esté solo, como me ocurre ahora, y refresca al punto de sentir frío. Las baldosas del suelo, negras; el techo y las paredes, blancas; y cristales, amplios cristales entre el visitante y lo expuesto.

Aquí hay mucho que mirar, pero lo que me ha traído esta vez, por un reportaje que debo escribir para un diario vasco llamado Deia, son las pertenencias personales del padre Ignacio Ellacuría. Están al fondo, justo debajo de un plano de la universidad. Ahí se encuentran, entre otras cosas, su pasaporte sellado, sus grandes anteojos, una taza, un par de plumas y el calendario que usaba como agenda, en el que señaló su último viaje en avión: Miami-San Salvador, el 13 de noviembre de 1989, con salida a la 1 de la tarde.

A la par, en la misma vitrina, se amontonan las posesiones de su amigo Amando López, también jesuita y también asesinado por el Ejército. Dos objetos llaman mi atención; son dos almanaques futboleros editados por la revista española Don Balón en 1987 y 1988. Uno verde y el otro azul, resumen los traspasos y las alineaciones de los equipos de la Liga española. En las portadas, las estrellas de entonces: los barcelonistas Aitor “Txiki” Begiristain y Andoni Zubizarreta, el madridista Bernd Schuster o el mítico guardameta realista Luis Miguel Arkonada. En las páginas de adentro, un salvadoreño inolvidable que jugaba en Cádiz.

Esos almanaques son apenas un detalle dentro de una sala matirial que transpira paz y que merecería ser más visitada.

Desde que se creó, el Ministerio de Turismo salvadoreño nunca ha promocionado lo que podría convertirse en un poderoso reclamo turístico, si es que no lo es ya sin promoción alguna. En los Airbus de Taca a uno lo intentan convencer de que el país tiene volcanes fogosos como los de Guatemala, bosques nebulosos como los de Honduras y playas extensas como las de Belice. Pero no se dice ni mu de algo que solo El Salvador ofrece: Monseñor Romero y los mártires jesuitas. Tiene cierta lógica –macabra– que el Gobierno los silenciara mientras estuvo en manos del partido ARENA, cuyo fundador –Roberto d'Aubuisson– es el asesino intelectual del arzobispo, pero que el actual Gobierno que se dice de izquierda no haya hecho nada en siete meses suena raro. Quizá algún día, además de Ruta de la Paz, Ruta Arqueológica o Ruta de las Flores, haya también una Ruta de los Mártires. Quizá.


Fotografía: Roberto Valencia

lunes, 21 de diciembre de 2009

Zacatraz

25 de septiembre de 2009, viernes. Falta aún un cuarto de hora para la 1 de la tarde, la hora a la que me dijeron que podría ingresar, pero ya estoy acá, en el portón principal del Centro Penitenciario de Seguridad Zacatecoluca; “Zacatraz” en el argot popular. Situado a una hora en carro desde San Salvador, muy cerca de la carretera de El Litoral, esta cárcel es -debería ser- el novamás en cuanto a medidas de seguridad, el sitio en el que están confinados los reos más problemáticos y mejor organizados. Eso cacareó en su día el Ministerio de Seguridad y Justicia, pero ahora que lo tengo delante más parece una fábrica grande que un penal. Solo las torres de vigilancia sin vigilantes y el letrero carcomido junto a la carretera permiten suponer que al otro lado del murito gris no se dedican a empacar tamales para exportación, por poner un ejemplo.

Después de unos largos minutos, el portón negro se abre. Entramos mi carrito y yo, y vuelve a cerrarse. Al otro lado del portón negro hay otro portón negro. Se acerca un custodio con cara de pocos amigos. Viste camisa gris de botones, pantalones azul marino y botas negras. En su hombro carga un fusil de asalto M-16 y en la mano lleva un artilugio para mirar los bajos del vehículo. Es algo así como el espejito que usan los dentistas, pero de dos metros de largo.

Da la vuelta y no encuentra nada anormal, se acerca a mi ventanilla bajada, me pide que salga y que abra el maletero, mira y remira; luego me ordena abrir las puertas de atrás, mira y remira; me sugiere que me siente de nuevo y que le abra la bolsa en la que llevo la cámara de fotos, mira y remira. Cuando parece que todo está en orden, el custodio se aproxima de nuevo a mi ventanilla, mira y remira una vez más dentro del carro y al fin clava sus ojos en algo que cree inaceptable.

—Se me quita los aretes, por favor.
—¿Cómo?
—Los aretes –y señala mi oreja izquierda, de donde desde hace 17 años cuelgan dos pequeñas argollas plateadas–, no puede entrar con aretes.

El interno que he venido a entrevistar espera, y este no parece el momento idóneo para una discusión con alguien que se cree más y que tiene un M-16. Me los quito. Con un movimiento de cabeza da a otro compañero la orden de abrir el segundo portón negro. Adentro, habrá más controles, con aparatos de esos que se alteran cuando detectan algo metálico. Y en todo momento tendré a la par algún custodio.

A la salida, más de tres horas después, pondré mis aretes en su sitio, y durante el viaje de regreso me preguntaré cómo es que siguen entrando celulares en este penal con revisiones en apariencia tan exhaustivas.
Fotografía: Roberto Valencia

lunes, 14 de diciembre de 2009

Bielsa y Messi en La Campanera

—¿Dónde está Messi? –pregunta Bielsa antes de irse. Se le ve a gusto y quiere despedirse con una prueba genuina de afecto. No se volverán a ver en mucho tiempo, quizá nunca más en la vida.

Bielsa es Marcelo Bielsa, “el Loco”, el entrenador argentino que ha llevado al fútbol chileno al Mundial de Sudáfrica. Pero Messi no es Lionel Messi, “la Pulga”, sino un niño salvadoreño llamado Francis Retana al que Bielsa llama Messi por calzar una imitación barata de la camiseta del astro del Barcelona. El Bielsa auténtico y el Messi simulado están a punto de despedirse.

Se han conocido hace apenas tres cuartos de hora en la cancha del reparto La Campanera, en Soyapango. Esta es la colonia en la que el fotoperiodista francoespañol Christian Poveda rodó La vida loca, el documental sobre pandillas que le costó la vida. La cancha está al final de la ancha carretera que atraviesa la colonia, hundida en una zona boscosa, y para llegar hay que bajar unos empinados escalones artesanales. El terreno de juego es un simulacro de campo de fútbol: no es rectangular, más parece un cuadrado; el césped, si alguna vez hubo, desapareció casi por completo, y en su lugar hay una tierra tan reseca que uno se pregunta si alguna vez ha llovido aquí.

Bielsa se va a una esquina y desde ahí observa el minientreno que realizan siete niños y niñas, Messi entre ellos. Son ejercicios muy simples con conos y pelotas, y también hay charlas motivadoras. “¿Creen que el estudio nos puede sacar de donde estamos?”, pregunta Carlos, el joven que dirige la práctica. Donde estamos es La Campanera. Y por eso además de Bielsa, los niños, los periodistas y los pocos vecinos, cuatro agentes de la Policía Nacional Civil con fusiles de asalto M-16 cuidan el perímetro con gesto serio.

—¿Dónde está Messi? –pregunta Bielsa antes de irse.

Cuando Messi lo escucha, corre a integrarse en el grupo. Bielsa da las últimas palabras de ánimo y se despide agarrando a todos por el cuello y soltándoles un beso en la mejilla que es recibido con hostilidad por los varones. Messi le aparta su rostro con rudeza.

—¿Acá no se usa el beso? –concluye Bielsa–. En nuestro país es la prueba más genuina de afecto… Así que si los incomodé, me disculpan.

Lo dice como si en verdad fuera él quien tiene que dar explicaciones.

—Hasta luego, chicos.

Bielsa se va. Y Messi se queda en La Campanera.



Fotografía: Roberto Valencia
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(Esta escena es un fragmento modificado de la crónica publicada en el diario El Mundo el 14 de diciembre de 2009)

jueves, 10 de diciembre de 2009

El payaso sin gracia

Desde que el país entró en recesión cada vez hay más payasos. No resulta difícil verlos caminar por la calle en parejas o en solitario, con sus trajes anchos y coloridos, con sus rostros ocultos por la pintura, con su sonrisa dibujada. No resulta difícil verlos por la calle, pero donde proliferan es en los autobuses.

Hace cuatro días, cuando regresaba de San Rafael Cedros, una pareja se subió en la unidad que hace el recorrido desde San Vicente hasta la Terminal de Oriente, en San Salvador. Eran realmente buenos, con gracia. Con más o menos disimulo, todo el pasaje sonreía ante sus ocurrencias. Una que me gustó fue que al llegar al túnel del aeropuerto de Ilopango, uno de ellos, el que llevaba la palabra bajó el volumen de sus gritos hasta ahogarlos en silencio, como ocurre con la radio del carro. Tuvieron buena cosecha de monedas.

Hoy es distinto. Acaba de subir un payaso en este bus de la ruta 101-D, dos paradas después de la de Metrocentro. Lleva una camisola fluorescente –la del segundo equipamiento del Barcelona–, unos pantalones anchos de color rojo y naranja, unos tenis blancos y viejos y una mochila al hombro.

Arranca el bus y un pasajero se va hacia la parte de atrás.
—Caballero –grita el payaso–, no se baje, macizo. Mire, que son pérdidas monetarias…

Una joven se levanta también.
—Señorita, no siga los malos ejemplos, ¡no se baje!

La cara la tiene bien maquillada, predominan el blanco y el rojo, con dos cruces negras delineadas sobre sus mejillas.

—Caballero, ¿usted me ha visto en la radio? Sí, es cierto, sí me puede ver en la radio, en la radiopatrulla, cuando me llevaban preso.

Ni una risa.

—¿Verdad que aburren los payasos? Si hasta caen mal, yo ni puedo ver a un payaso. ¿Por qué creen que no compro espejos grandes?

Es evidente que el payaso no tiene gracia alguna.

—Tengo un consejo para las señoritas. Mire, si una muchacha a lo mejor siente, piensa o sospecha de que su novio le es infiel, ¡solución! Desquítelas conmigo.

Cuenta otro par de chistes igual de malos. Nadie le ríe nada. Casi nadie le da nada. Desde que el país entró en recesión, pienso, el hambre está creando más payasos sin gracia.


sábado, 5 de diciembre de 2009

¿Quién mató a Christian Poveda?

No hicieron falta correos ni llamadas. En cuestión de horas, la noticia supo encontrar al escritor salvadoreño Horacio Castellanos Moya en su minúsculo apartamento del barrio Sangen-Jaya, en Tokio. Se enteró mientras navegaba en Internet, con un titular de la Agencia Efe que dejaba poco margen para las ambigüedades: “Asesinan al fotógrafo Christián Poveda, director de un documental sobre pandillas”. Los 14 husos horarios que separan Japón y El Salvador habían convertido el miércoles en jueves, el hoy en ayer, el presente en pasado. Pero no amortiguaron la conmoción.

Los caminos de Horacio y Christian se habían cruzado años atrás. Fue Christian quien lo buscó para proponerle que escribiera el prólogo de un libro de retratos sobre pandilleros que tenía pensando editar en México. La idea nunca cuajó, pero la comunicación se mantuvo porque en mente había un proyecto más ambicioso. En febrero de 2008 coordinaron un almuerzo en Madrid, España, en un restaurante de comida gallega del barrio de Malasaña. Horacio quedó sorprendido por el entusiasmo y por el conocimiento exhaustivo del fenómeno de las maras demostrado por su interlocutor. Resultó un encuentro ameno, del que Horacio se despidió con una copia del documental “La Vida Loca”, con un ofrecimiento para trabajar juntos un proyecto y con la impresión de que Christian sabía demasiados nombres y apellidos. Demasiado. La relación siguió estrechándose gracias a Internet, pero nunca más lo volvió a ver.

Horacio supo del asesinato un año y siete meses después. Aturdido como un boxeador castigado, apartó los ojos de la laptop y los dirigió hacia su cuaderno de apuntes. Con un lápiz anotó lo primero que le vino a la mente: “El asesinato de Christian Poveda me ha conmocionado. Era evidente que lo terminarían matando, pero exhalaba tanta confianza y entusiasmo que todos creíamos en su invulnerabilidad.”

Era evidente que lo terminarían matando.



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Esta escena es la entrada original (antes de edición) de una larga crónica titulada "¿Quién mató a Christian Poveda?", publicada en la edición de diciembre2009/enero2010 de la revista Gatopardo.

martes, 1 de diciembre de 2009

En la tarima de CONASIDA

En poco más de un cuarto de hora han convertido una tarima de tablas feas y unas mesas playeras en algo digno para recibir a una ministra. Para obrar el milagro han bastado un rollo de plástico brillante y azul, un par de banderas, un atril, unos manteles y un centro de flores. Son las 9 de la mañana del 1 de diciembre y en la plaza de la Salud de San Salvador –frente a la entrada del Hospital Rosales– está todo preparado para que inicie el evento central de las conmemoraciones oficiales por el Día Mundial de la Lucha contra el Sida.

En unos minutos algo cambiará.

En unos minutos, tras los aburridos discursos oficiales, cinco personas con VIH/Sida a cara descubierta subirán a la tarima plastificada y harán simbólicas ofrendas a las autoridades: una vela encendida, una ramo de flores, una cruz… Y me harán sentir incómodo conmigo mismo por haber magnificado lo que aún ahora me parece un problema trascendente.

Hace tres semanas llegó a La Prensa Gráfica una carta en la que me informaban que yo era el ganador del primer lugar en la categoría “Prensa escrita” del certamen periodístico de la Comisión Nacional contra el Sida (CONASIDA). La firmaba el secretario técnico, Azael Jovel. Ayer en la tarde, el mismo Jovel telefoneó para decirme que habían cometido un error, que en realidad mi relato ameritaba el segundo lugar. Entre una notificación y la otra hubo nueve correos electrónicos en los que nunca se dijo nada sobre el error. Y en el último de mis correos cometí la imprudencia de comentar a Jovel que desde el mes de junio ya no trabajaba en La Prensa Gráfica, que ahora soy freelance.

Del error me avisaron ayer, pero aún ahora me parece un problema trascendente, un acto arbitrario, tanto que se lo he dicho en tono de reclamo al propio Rodrigo Simán Siri, el secretario ejecutivo de CONASIDA, cuando hace un rato ha venido a pedir disculpas por el error lógico por las cientos de cartas que escriben cada día.

Pero en unos minutos subirán a la tarima los cinco: un niño de diez años infectado y sonriente; un septuagenario infectado y sonriente; una transgénero infectada y sonriente; un joven de 22 años infectado y sonriente; una guapa trabajadora sexual infectada y sonriente. La ministra de Salud, María Isabel Rodríguez, en su improvisado discurso final dirá algo así como que todas las palabras dichas antes y después suenan huecas ante la valentía de esas personas que dan la cara en un evento público y en un país con tantos prejuicios.

Y como las palabras, en unos minutos también me sonará hueco lo que aún ahora es el problema trascendente.


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