domingo, 29 de marzo de 2009

El paraíso feo


Suspenda esta lectura por unos segundos. Cierre los ojos y piense en el Caribe. Imagíneselo...

En serio, hágalo...

[...]

¿Qué imágenes vinieron a su mente? Déjeme probar. Islas en medio de un mar imposible verdazul-transparente. Arenas blancas finas en playas infinitas vírgenes. Una barca de remos. Sosiego. Palmeras de troncos largos y curvos coronadas por penachos de grandes hojas. Y de los troncos cuelga una hamaca, y de los penachos cuelga la sombra sine qua non. Detrás, un sol perpetuo. Y un cielo intenso salpicado por nubes tímidas. Y una brisa agradecida que levanta olas diminutas. Y dos pelícanos.

Otra opción es encender su computadora e introducir la palabra ‘caribe’ en el buscador de imágenes de Google. El resultado será similar.

Hay lugares consensuados en el imaginario colectivo. Incluso quien nunca los ha visitado se atrevería a describirlos. Ocurre con la Antártida y con el Sahara, y pasa también con el Caribe, que es el que nos ocupa. En el reparto de estereotipos al Caribe no le fue tan mal. En las agencias turísticas de Europa, Norteamérica y la Asia más desarrollada se promociona como lo más parecido al paraíso. Por eso el boom de cruceros y de hoteles All-Inclusive y Cancún y Santo Domingo y Roatán y Cartagena de Indias. Millones de personas pagan cientos, miles de dólares cada año por unas vacaciones que les permitan regresarse con el mar imposible, las playas infinitas y el sol perpetuo en sus cámaras.

Pero los lugares como Marlinda seguirán escondidos.

Foto Roberto Valencia
***

Tiene veinticinco años y se llama Juana Isabel Caicedo. Es alta, espigada, larga cabellera y poderosa dentadura, más blanca por el contraste. Ella y todos los demás acá son negros. Juana Isabel trabaja para una oenegé holandesa que hace un par de años abrió un hogar para niños marginados. El edificio impone. Es blanco como nieve y tan grande que hace ver aún más desdichadas las casas de alrededor. Está en primerísima línea de playa. Apenas hay unos seis metros entre el punto donde esta tarde mueren las olas y la barrera de rocas que levantaron.

—¿Para qué las piedras?
—Es por las inundaciones –dice Juana.

Por las inundaciones.

***

Caribe es el nombre del mar y, por extensión, las costas que salpica también son Caribe. Es un mar extenso, más que México. Sus aguas bañan 21 países y no menos de una docena de islas y archipiélagos aún bajo dominio europeo o estadounidense. Excepto El Salvador, todos los países centroamericanos tienen costa caribeña. Trampolín de la conquista española hace 500 años, el Caribe también tiene prensa por ser zona de huracanes, por sus añejas historias de piratas, por sus rones, por la belleza de sus mujeres y por el boom turístico de las dos últimas décadas.

Dentro del Caribe está Cartagena de Indias. Cartagena es la ciudad colombiana que más turismo atrae. Su secreto radica en haber sabido complementar sus atributos caribeños –sol, playas, palmeras– con un vistoso conjunto histórico, con precios irrisorios para quien paga en euros o dólares y con una efectiva política gubernamental que la convirtió en un escaparate nacional para atraer también al turista de gran poder adquisitivo. Para lograrlo, la pobreza, que afecta a dos de cada tres cartageneros, se relegó hacia las barriadas, creando así dos ciudades superpuestas. Un artículo publicado el pasado 23 de enero en el Washington Post lo describió así: “Para el Gobierno del presidente Álvaro Uribe, Cartagena simboliza una nueva Colombia, vibrante y próspera. Pero fuera de los muros coloniales de 400 años y del encanto de esa ciudad histórica hay barrios tan miserables que los responsables de la salud pública comparan sus condiciones con las del África subsahariana (...). La mayor parte de sus residentes son negros, el tráfico de drogas es algo habitual, los niños están desnutridos y son comunes las epidemias de enfermedades curables”.

Dentro de esa Cartagena está Marlinda. Situada al norte, a apenas 20 minutos en carro del centro histórico, Marlinda es una comunidad conformada por unas 1,500 personas. A inicios de la década de los noventa, familias procedentes del vecino pueblo de La Boquilla se tomaron a la brava la franja de tierra –600 metros de largo por 150 de anchura– comprendida entre el mar y un humedal con graves problemas de contaminación llamado la ciénaga de la Virgen. Arnulfo y los demás ahí pusieron sus ranchos, y ahí siguen todavía.

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Hollywood vino a Marlinda con sus cámaras, sus actores y sus dólares. Necesitaban un lugar indigente y soleado que con poco trabajo pudiera pasar por una comunidad rural cartagenera de hace un siglo. Aún hoy se recuerdan aquellos días de 2006 como los días de las ganancias aseguradas. Después me detallarán.
Foto Roberto Valencia
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Aún es mi primer día aquí, y falta un par de horas para que anochezca. Camino por la playa hasta que me topo con una casa sobre la arena. Es también de madera, pero grande, y la tienen pintada de rojo, blanco y azul. Colores vivos, como retando al mar. La familia que la habita tiene el Caribe literalmente en la puerta de casa. Si no fuera por la gruesa barricada que han levantado, las olas se colarían en la vivienda, que también funciona como tienda.

—Este año estuvo menos lleno, pero hubo más tema porque la alcaldía se vino y comenzó a meter a la gente en los colegios.

Habla el padre de familia. Es un tipo cincuentón, desconfiado, capaz de inventarse que la directiva les prohibió dar los nombres a extraños. Se refiere a las inundaciones y al hecho de que el último noviembre, tras el desbordamiento, llegaron los albergados, los titulares en los periódicos, las visitas de la alcaldesa y luego del embajador de Estados Unidos. Algo que no había pasado ni en los años en los que el agua subió más y tardó más en irse.

Marlinda está comprimida entre el Caribe y la ciénaga. Cada mes de noviembre, cuando finaliza la estación lluviosa, la ciénaga está llena a reventar. Esos días también ocurre lo que los colombianos llaman mar de leva, mareas altas. El resultado es siempre el mismo desde hace una década: casi toda la comunidad se inunda. Lo que varía de un año al otro es el número de semanas que pasan con el agua fétida dentro de las casas.

El dueño de la tienda dice que no le molesta mucho. La inundación afecta más a los que viven junto a la ciénaga, y él cree tener el problema bajo control añadiendo rocas a su improvisado rompeolas. Cuando le pregunto por el cambio climático y sus efectos, tampoco se inmuta, a pesar de que el pronóstico del Gobierno colombiano para la costa caribeña es que el mar subirá 40 centímetros para el año 2050.

—¿No ha pensado irse?
—Para mí lo más bonito es todo esto de aquí, La Boquilla y Marlinda, y no soy nativo, ¿eh? Pero para salir de aquí tienen que llevarme con los piecitos palante.

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Marlinda está marcada por eso que llamamos la miseria.

Pero decir hoy miseria nomás es decir nada, una cortesía con el lector, una manera de disfrazar, una etiqueta fácil.

Se ha prostituido tanto que decir miseria, míseros, miserables nomás es como dar un porcentaje frío o como recitar los objetivos del milenio. Decir miseria nomás es ahorrarse las descripciones. Se ha convertido en eufemismo. Decir miseria nomás no evoca, por ejemplo, las condiciones de vida de Arnulfo y su hijo de nueve años; no evoca su hogar, con paredes hechas de tablas de madera y a dos pasos de una ciénaga putrefacta llena de mosquitos, un hogar que tiene cuatro metros de largo por dos de ancho –otra vez: 4 metros de largo por 2 de ancho–, sin cochera, sin cuartos, sin cocina, sin baño; un hogar en el que sólo caben un catre y sobre el catre una colchoneta regalada y una hamaca ennegrecida y una silla de plástico y una mesita y un foco y un televisor que no funciona; decir miseria nomás no evoca ver a Arnulfo cocinar durante 18 años con un fuego que enciende en la entrada, sobre el piso de tierra, y que intenta contener con tres ladrillos; no evoca tener nada que llevarse a la boca; no evoca pasar tres o cuatro semanas al año con agua hasta las rodillas dentro de eso que llaman hogar.

Foto Roberto Valencia

Decir miseria nomás no evoca la miseria.

—¿Y dónde va usted cuando quiere mear?
—Ahí, en el patio del rancho, porque aquí no hay servicio de baño ni nada de eso.

***

Ya es martes, segundo día en Marlinda. Ever Minota –veintipocos, fornido, colocho y bigotillo– está en la playa con su pequeño hijo, una pelota y dos amigos. Son de Olaya Herrera, uno de los barrios más peligrosos de Cartagena. Como sabe algo de albañilería, Ever ha venido a ayudar a su cuñado a levantar muros. Aún son minoría entre la maraña de ranchos de madera, pero algunas casas ya dieron el salto al ladrillo. Con la obra intentan también elevar algunos centímetros el piso. Parece no haber mucho interés en irse de este tugurio. Al final entenderé.

Para llegar a Marlinda en vehículo se maneja tres kilómetros sobre la playa. No hay carretera de acceso. No es esta la única rareza. En Marlinda no hay iglesia católica ni evangélica ni unidad de salud ni asfalto en las calles ni Pizza Hut ni instituto ni delegación policial. Pero hay una mezquita.

—¿Cuántos musulmanes viven en Marlinda?
—Aquí puede haber unos cuatro o cinco nomás –responde Arnulfo.

Pero hay un billar con siete mesas –siete– que, además de cervezas glaciales a $0.45, vende aceite para cocinar, pampers, papel higiénico y Gatorade.

—¿Por qué tantas mesas en el billar?
—Ahí se juega bastante y hay muchos de La Boquilla que se vienen van pacá –Arnulfo.

***

Daisuri Hernández es una Naomi Campbell de 16 años. Alta, proporcionada, grandes ojos y pelo largo y trenzado. Al mirarla, me pregunto hasta dónde podría haber llegado si hubiera nacido en otro lugar.

La acabo de conocer gracias a John Luis, un muchacho de 12 que no me llega ni a la cintura y que se acercó descalzo hace tres cuadras para preguntar qué hago en Marlinda. Me dijo que vende caracol, le pregunté por sus clases y le pedí que me escribiera su nombre en mi libreta. Acertó con la palabra John, pero en vez de Luis puso Laos.

Daisuri está en el rancho de Juana Iris, su hermanastra, pegadito a la ciénaga. Hiede. Hablamos largo de los problemas de la comunidad, de las inundaciones que se prolongan semanas en este sector y de los días en los que Hollywood vino a Marlinda con sus cámaras, sus actores y sus dólares.

En octubre de 2006, la productora estadounidense Stone Village filmó aquí algunas escenas de El amor en los tiempos del cólera. Basada en el libro homónimo de Gabriel García Márquez, transcurre en la Cartagena de finales del siglo XIX y principios del XX. La protagoniza Javier Bardem. Los equipos de producción estuvieron llegando durante casi un mes, y para muchos fueron días de ganancias aseguradas. A Daisuri le pagaron $75 por un día de actuación como extra. El alquiler mensual de la casa en la que estamos no llegaría, me dicen, a los $12.

—Teníamos que hacer como si estuviéramos conversando, pero sin que se oyera –dice, orgullo en la mirada, Juana Iris, quien también se disfrazó.La prosperidad momentánea llegó con los tiempos del cólera. La productora incluso tuvo el detalle de llevar postes de la luz hasta rincones de la comunidad donde aún no había.

El amor en los tiempos del cólera se estrenó a finales de 2007.

—¿Ya la viste?
—No –responde Daisuri, como si fuera la repuesta lógica.

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John Luis –Laos– Jiménez dejó de ir a la escuela porque su tía Jenni Meléndez no pudo pagarle el uniforme.

***

Arnulfo es Arnulfo Guzmán Jiménez, un optimista. Físicamente se parece a Don Ramón, de El Chavo del Ocho, pero en negro. Delgado, nariz ancha, bigote espeso, pocos y maltratados dientes. Vive en una casa miserable junto a su hijo Luis Enrique, de nueve, y un perro enclenque. Ella los dejó. Arnulfo habla de su papá Prisco con respeto. Murió hace años, pero lo cita en presente: mi padre dice...

Arnulfo tiene 48 años y 18 los ha pasado en Marlinda. Nacido en La Boquilla, fue de los primeros que se dejó convencer de que como nativos también tenían derecho a invadir la franja de tierra. Llegaron cuando no había nada.

—Allá donde vivo yo es siempre la parte que vive más inundada y más llena –dice, resignado.
—¿Por qué eligió ese lugar si fue de los primeros en llegar?
—A mí me gustó porque yo siempre he sido pescador, y ahí estamos en la orilla de la ciénega, y a mí me gusta tener mis criaderos de sábalos, aunque ahora no los tengo porque…
—¿Criaderos de qué?
—De sábalos.

Al igual que muchos en Marlinda, Arnulfo tiene en la puerta de su casa una especie de piscina hecha con tablones. Hiede. Intenta criarlos. Los sábalos, explica, son un pescado que uno lo echa así, pequeñito, y lo saca de hasta 6 kilos, grande. Es la teoría que les enseñaron. En la práctica, nunca ha podido vender sus pescados porque la ciénaga se desborda cada noviembre, y los peces se escapan de su rudimentario cerco.

—El criadero lo hace uno en la ciénega, pero uno tiene que comprar madera, para meterle madera, y alzarlo, pero todo eso se hace con plata, y como yo no he tenido dinero, no he tenido para alzarla.
—¿Cuál era el negocio entonces?
—Ninguno –y ríe.

Arnulfo ríe. Ríe cuando enseña su miserable casa, ríe cuando cuenta que lleva tres meses sin pagar la luz, ríe cuando explica que en la ciénaga casi no hay pesca, ríe cuando comenta que a él lo contrataron en la película para montar escenarios por $12 diarios, y ríe cuando contesta que tampoco la ha podido ver.

Está a punto de cumplir medio siglo de vida y Arnulfo nunca ha viajado. Es muy probable que se muera sin haber salido de Cartagena.

—¿No le gustaría conocer más?
—Hombre, claro, a uno le gusta conocer Barranquilla y todas esas partes, pero a dónde... No hay.

***

Cuando llegué a Marlinda por primera vez hace dos días lo hice en motocicleta-taxi. Un joven de nombre Vladimir me trajo por poco más de dos dólares desde el centro histórico de Cartagena. Carretera hacia Barranquilla, nos detuvimos primero en La Boquilla, preguntamos un par de veces, recorrimos los tres kilómetros de playa y me dejó aventado en una comunidad miserable. Solo. Temeroso, vine nomás con lo puesto.

Hoy hasta me he traído la cámara fotográfica y los lentes.

La pobreza y la inseguridad no van siempre unidas de la mano.

***

Atardece. Tres días en esta comunidad han manchado mi libreta de anotaciones sobre la miseria y sobre lo que supone vivir con la certeza novembrina de las inundaciones. Un triste presente para quienes ponen rostro a esas cifras de pobreza que llenan los informes oficiales. Un no futuro si se cumplen los augurios sobre el impacto del cambio climático en la costa caribeña. Visto así, el único atenuante para seguir viviendo en Marlinda es el relativo ambiente de seguridad que describen sus vecinos. Pero me suena insuficiente.

Regreso con Arnulfo a la playa justo cuando el sol comienza a ocultarse y el mar parece una bandeja de plata. Dentro del agua hay seis jóvenes. Los menos usan trasmayo; los más, un rudimentario artilugio de pesca compuesto por un anzuelo y una botella vacía sobre la que se enrosca el hilo. Al rato, uno sale –la satisfacción en su rostro– con un pescadito que coloca dentro de una vieja y descolorida barca. Me acerco. Salvo el último que aún boquea, yacen inertes una veintena de distintas especies: matacaimanes, narizdemantecas, roncos, marulandas. Ninguno supera los 25 centímetros, pero cocinados con arroz, dicen, alimentan lo suficiente.

Sentado y descalzo, José Miguel Ortega –85 años, cachucha, 7 de sus 13 hijos vivos– cuenta que era mucho más lo que se sacaba años ha.

—Si la picada estaba caliente, tirarlo una vez bastaba.

Empapado y sonriente, Hernán Martínez –26 años, cachucha, un hijo con Zuleima María– no se queja cuando saca su sexto pescadito. Hasta hace unas semanas más espaciado, pero ahora que está sin trabajo viene cada dos días. Son pueblo de pescadores, y el mar todavía da de comer. Quizá por eso pocos ven su futuro lejos de Marlinda. El Caribe que los amenaza es también el Caribe que los alimenta.

Foto Roberto Valencia
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