jueves, 31 de diciembre de 2009

La casa de María Isabel

Desde que regresó del exilio en 1994, María Isabel Rodríguez reside en la ciudad que la vio nacer: San Salvador. Vive cerca de su universidad y más cerca aún, a apenas unos pasos, del cuartel San Carlos. Frente a su casa hay dos mensajes muy necesarios en El Salvador. Uno, pintado en letras grandes junto a una cancha de baloncesto, dice “Yo avanzo hacia lo limpio”; y el otro, escrito en una señal publicitaria, también apela al civismo: “Apague su celular al conducir”. Seguro que son más necesarios en cualquier otro lugar que ahí.

Para entrar en la vivienda -blanca con partes anaranjadas, sin portón, de dos niveles y con mucha vegetación- solo hay que mover hacia adentro una verja de hierro que llega por debajo de la cintura, hay que subir ocho escalones y hay que llamar a un timbre. Detrás de la puerta, ella abre el candado, gira el pomo hacia la derecha y tiende la mano: “Pase, pase”.

María Isabel mide 157 centímetros, pero parece más baja. Es delgada, extremadamente delgada, y se peina de tal manera que deja al descubierto una parte de su frente. En su rostro destacan sus marcados pómulos, y los grandes lentes que, aunque cueste imaginarlo, no necesitó durante la primera mitad de su vida. Los ojos que están detrás son marrones.

Su casa está a la par de la de Blanca de Suárez -casada con el doctor Suárez, cuatro hijos, ocho nietos-, su hermana del alma. Los dos hogares están comunicados. Se puede ir de uno al otro sin tener que salir a la calle. En realidad, Blanca es su prima, y ambas, como buenas hermanas, comparten la descendencia. Esa es la “chiquitinada” que llama Tía Lita a María Isabel.

En las paredes de su casa no está colgada la fotografía que congeló el último cigarro de Fidel Castro ni ninguna de las que tiene con las personalidades que ha conocido a lo largo de su vida. Tampoco hay enmarcado ninguno de sus títulos ni reconocimientos. Huyó también de ese tipo de adornos -fotos y diplomas para que otros los lean- para decorar el despacho que tenía en la universidad. Prefiere la pintura; prefiere un tipo concreto de pintura. De 11 cuadros en la sala, los 11 hacen referencia a la pobreza, al campesinado, a la ruralidad. Son imágenes de Venezuela, El Salvador, México, Haití, Nicaragua... “Estos están elegidos desde lo más profundo de mí”, se sincera. Y entre esos 11 cuadros está su favorito, el que hace más de medio siglo un buen amigo le regaló en México.


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Esta escena pertenece a un largo texto titulado "Estudió, educó, batalló, naufragó, rio", sobre la vida de la actual ministra de Salud, María Isabel Rodríguez. Fue publicado en octubre de 2007 en la revista Enfoques, del diario salvadoreño La Prensa Gráfica.

viernes, 25 de diciembre de 2009

Don Balón y la Ruta de los Mártires

Noviembre, mediados. La Sala de los Mártires de la Universidad Centroamericana (UCA) parece otra; en realidad, es otra. Acaba de ser remodelada y luce radiante, diminuta como siempre, pero radiante. El aire acondicionado impide el silencio aunque uno esté solo, como me ocurre ahora, y refresca al punto de sentir frío. Las baldosas del suelo, negras; el techo y las paredes, blancas; y cristales, amplios cristales entre el visitante y lo expuesto.

Aquí hay mucho que mirar, pero lo que me ha traído esta vez, por un reportaje que debo escribir para un diario vasco llamado Deia, son las pertenencias personales del padre Ignacio Ellacuría. Están al fondo, justo debajo de un plano de la universidad. Ahí se encuentran, entre otras cosas, su pasaporte sellado, sus grandes anteojos, una taza, un par de plumas y el calendario que usaba como agenda, en el que señaló su último viaje en avión: Miami-San Salvador, el 13 de noviembre de 1989, con salida a la 1 de la tarde.

A la par, en la misma vitrina, se amontonan las posesiones de su amigo Amando López, también jesuita y también asesinado por el Ejército. Dos objetos llaman mi atención; son dos almanaques futboleros editados por la revista española Don Balón en 1987 y 1988. Uno verde y el otro azul, resumen los traspasos y las alineaciones de los equipos de la Liga española. En las portadas, las estrellas de entonces: los barcelonistas Aitor “Txiki” Begiristain y Andoni Zubizarreta, el madridista Bernd Schuster o el mítico guardameta realista Luis Miguel Arkonada. En las páginas de adentro, un salvadoreño inolvidable que jugaba en Cádiz.

Esos almanaques son apenas un detalle dentro de una sala matirial que transpira paz y que merecería ser más visitada.

Desde que se creó, el Ministerio de Turismo salvadoreño nunca ha promocionado lo que podría convertirse en un poderoso reclamo turístico, si es que no lo es ya sin promoción alguna. En los Airbus de Taca a uno lo intentan convencer de que el país tiene volcanes fogosos como los de Guatemala, bosques nebulosos como los de Honduras y playas extensas como las de Belice. Pero no se dice ni mu de algo que solo El Salvador ofrece: Monseñor Romero y los mártires jesuitas. Tiene cierta lógica –macabra– que el Gobierno los silenciara mientras estuvo en manos del partido ARENA, cuyo fundador –Roberto d'Aubuisson– es el asesino intelectual del arzobispo, pero que el actual Gobierno que se dice de izquierda no haya hecho nada en siete meses suena raro. Quizá algún día, además de Ruta de la Paz, Ruta Arqueológica o Ruta de las Flores, haya también una Ruta de los Mártires. Quizá.


Fotografía: Roberto Valencia

lunes, 21 de diciembre de 2009

Zacatraz

25 de septiembre de 2009, viernes. Falta aún un cuarto de hora para la 1 de la tarde, la hora a la que me dijeron que podría ingresar, pero ya estoy acá, en el portón principal del Centro Penitenciario de Seguridad Zacatecoluca; “Zacatraz” en el argot popular. Situado a una hora en carro desde San Salvador, muy cerca de la carretera de El Litoral, esta cárcel es -debería ser- el novamás en cuanto a medidas de seguridad, el sitio en el que están confinados los reos más problemáticos y mejor organizados. Eso cacareó en su día el Ministerio de Seguridad y Justicia, pero ahora que lo tengo delante más parece una fábrica grande que un penal. Solo las torres de vigilancia sin vigilantes y el letrero carcomido junto a la carretera permiten suponer que al otro lado del murito gris no se dedican a empacar tamales para exportación, por poner un ejemplo.

Después de unos largos minutos, el portón negro se abre. Entramos mi carrito y yo, y vuelve a cerrarse. Al otro lado del portón negro hay otro portón negro. Se acerca un custodio con cara de pocos amigos. Viste camisa gris de botones, pantalones azul marino y botas negras. En su hombro carga un fusil de asalto M-16 y en la mano lleva un artilugio para mirar los bajos del vehículo. Es algo así como el espejito que usan los dentistas, pero de dos metros de largo.

Da la vuelta y no encuentra nada anormal, se acerca a mi ventanilla bajada, me pide que salga y que abra el maletero, mira y remira; luego me ordena abrir las puertas de atrás, mira y remira; me sugiere que me siente de nuevo y que le abra la bolsa en la que llevo la cámara de fotos, mira y remira. Cuando parece que todo está en orden, el custodio se aproxima de nuevo a mi ventanilla, mira y remira una vez más dentro del carro y al fin clava sus ojos en algo que cree inaceptable.

—Se me quita los aretes, por favor.
—¿Cómo?
—Los aretes –y señala mi oreja izquierda, de donde desde hace 17 años cuelgan dos pequeñas argollas plateadas–, no puede entrar con aretes.

El interno que he venido a entrevistar espera, y este no parece el momento idóneo para una discusión con alguien que se cree más y que tiene un M-16. Me los quito. Con un movimiento de cabeza da a otro compañero la orden de abrir el segundo portón negro. Adentro, habrá más controles, con aparatos de esos que se alteran cuando detectan algo metálico. Y en todo momento tendré a la par algún custodio.

A la salida, más de tres horas después, pondré mis aretes en su sitio, y durante el viaje de regreso me preguntaré cómo es que siguen entrando celulares en este penal con revisiones en apariencia tan exhaustivas.
Fotografía: Roberto Valencia

lunes, 14 de diciembre de 2009

Bielsa y Messi en La Campanera

—¿Dónde está Messi? –pregunta Bielsa antes de irse. Se le ve a gusto y quiere despedirse con una prueba genuina de afecto. No se volverán a ver en mucho tiempo, quizá nunca más en la vida.

Bielsa es Marcelo Bielsa, “el Loco”, el entrenador argentino que ha llevado al fútbol chileno al Mundial de Sudáfrica. Pero Messi no es Lionel Messi, “la Pulga”, sino un niño salvadoreño llamado Francis Retana al que Bielsa llama Messi por calzar una imitación barata de la camiseta del astro del Barcelona. El Bielsa auténtico y el Messi simulado están a punto de despedirse.

Se han conocido hace apenas tres cuartos de hora en la cancha del reparto La Campanera, en Soyapango. Esta es la colonia en la que el fotoperiodista francoespañol Christian Poveda rodó La vida loca, el documental sobre pandillas que le costó la vida. La cancha está al final de la ancha carretera que atraviesa la colonia, hundida en una zona boscosa, y para llegar hay que bajar unos empinados escalones artesanales. El terreno de juego es un simulacro de campo de fútbol: no es rectangular, más parece un cuadrado; el césped, si alguna vez hubo, desapareció casi por completo, y en su lugar hay una tierra tan reseca que uno se pregunta si alguna vez ha llovido aquí.

Bielsa se va a una esquina y desde ahí observa el minientreno que realizan siete niños y niñas, Messi entre ellos. Son ejercicios muy simples con conos y pelotas, y también hay charlas motivadoras. “¿Creen que el estudio nos puede sacar de donde estamos?”, pregunta Carlos, el joven que dirige la práctica. Donde estamos es La Campanera. Y por eso además de Bielsa, los niños, los periodistas y los pocos vecinos, cuatro agentes de la Policía Nacional Civil con fusiles de asalto M-16 cuidan el perímetro con gesto serio.

—¿Dónde está Messi? –pregunta Bielsa antes de irse.

Cuando Messi lo escucha, corre a integrarse en el grupo. Bielsa da las últimas palabras de ánimo y se despide agarrando a todos por el cuello y soltándoles un beso en la mejilla que es recibido con hostilidad por los varones. Messi le aparta su rostro con rudeza.

—¿Acá no se usa el beso? –concluye Bielsa–. En nuestro país es la prueba más genuina de afecto… Así que si los incomodé, me disculpan.

Lo dice como si en verdad fuera él quien tiene que dar explicaciones.

—Hasta luego, chicos.

Bielsa se va. Y Messi se queda en La Campanera.



Fotografía: Roberto Valencia
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(Esta escena es un fragmento modificado de la crónica publicada en el diario El Mundo el 14 de diciembre de 2009)

jueves, 10 de diciembre de 2009

El payaso sin gracia

Desde que el país entró en recesión cada vez hay más payasos. No resulta difícil verlos caminar por la calle en parejas o en solitario, con sus trajes anchos y coloridos, con sus rostros ocultos por la pintura, con su sonrisa dibujada. No resulta difícil verlos por la calle, pero donde proliferan es en los autobuses.

Hace cuatro días, cuando regresaba de San Rafael Cedros, una pareja se subió en la unidad que hace el recorrido desde San Vicente hasta la Terminal de Oriente, en San Salvador. Eran realmente buenos, con gracia. Con más o menos disimulo, todo el pasaje sonreía ante sus ocurrencias. Una que me gustó fue que al llegar al túnel del aeropuerto de Ilopango, uno de ellos, el que llevaba la palabra bajó el volumen de sus gritos hasta ahogarlos en silencio, como ocurre con la radio del carro. Tuvieron buena cosecha de monedas.

Hoy es distinto. Acaba de subir un payaso en este bus de la ruta 101-D, dos paradas después de la de Metrocentro. Lleva una camisola fluorescente –la del segundo equipamiento del Barcelona–, unos pantalones anchos de color rojo y naranja, unos tenis blancos y viejos y una mochila al hombro.

Arranca el bus y un pasajero se va hacia la parte de atrás.
—Caballero –grita el payaso–, no se baje, macizo. Mire, que son pérdidas monetarias…

Una joven se levanta también.
—Señorita, no siga los malos ejemplos, ¡no se baje!

La cara la tiene bien maquillada, predominan el blanco y el rojo, con dos cruces negras delineadas sobre sus mejillas.

—Caballero, ¿usted me ha visto en la radio? Sí, es cierto, sí me puede ver en la radio, en la radiopatrulla, cuando me llevaban preso.

Ni una risa.

—¿Verdad que aburren los payasos? Si hasta caen mal, yo ni puedo ver a un payaso. ¿Por qué creen que no compro espejos grandes?

Es evidente que el payaso no tiene gracia alguna.

—Tengo un consejo para las señoritas. Mire, si una muchacha a lo mejor siente, piensa o sospecha de que su novio le es infiel, ¡solución! Desquítelas conmigo.

Cuenta otro par de chistes igual de malos. Nadie le ríe nada. Casi nadie le da nada. Desde que el país entró en recesión, pienso, el hambre está creando más payasos sin gracia.


sábado, 5 de diciembre de 2009

¿Quién mató a Christian Poveda?

No hicieron falta correos ni llamadas. En cuestión de horas, la noticia supo encontrar al escritor salvadoreño Horacio Castellanos Moya en su minúsculo apartamento del barrio Sangen-Jaya, en Tokio. Se enteró mientras navegaba en Internet, con un titular de la Agencia Efe que dejaba poco margen para las ambigüedades: “Asesinan al fotógrafo Christián Poveda, director de un documental sobre pandillas”. Los 14 husos horarios que separan Japón y El Salvador habían convertido el miércoles en jueves, el hoy en ayer, el presente en pasado. Pero no amortiguaron la conmoción.

Los caminos de Horacio y Christian se habían cruzado años atrás. Fue Christian quien lo buscó para proponerle que escribiera el prólogo de un libro de retratos sobre pandilleros que tenía pensando editar en México. La idea nunca cuajó, pero la comunicación se mantuvo porque en mente había un proyecto más ambicioso. En febrero de 2008 coordinaron un almuerzo en Madrid, España, en un restaurante de comida gallega del barrio de Malasaña. Horacio quedó sorprendido por el entusiasmo y por el conocimiento exhaustivo del fenómeno de las maras demostrado por su interlocutor. Resultó un encuentro ameno, del que Horacio se despidió con una copia del documental “La Vida Loca”, con un ofrecimiento para trabajar juntos un proyecto y con la impresión de que Christian sabía demasiados nombres y apellidos. Demasiado. La relación siguió estrechándose gracias a Internet, pero nunca más lo volvió a ver.

Horacio supo del asesinato un año y siete meses después. Aturdido como un boxeador castigado, apartó los ojos de la laptop y los dirigió hacia su cuaderno de apuntes. Con un lápiz anotó lo primero que le vino a la mente: “El asesinato de Christian Poveda me ha conmocionado. Era evidente que lo terminarían matando, pero exhalaba tanta confianza y entusiasmo que todos creíamos en su invulnerabilidad.”

Era evidente que lo terminarían matando.



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Esta escena es la entrada original (antes de edición) de una larga crónica titulada "¿Quién mató a Christian Poveda?", publicada en la edición de diciembre2009/enero2010 de la revista Gatopardo.

martes, 1 de diciembre de 2009

En la tarima de CONASIDA

En poco más de un cuarto de hora han convertido una tarima de tablas feas y unas mesas playeras en algo digno para recibir a una ministra. Para obrar el milagro han bastado un rollo de plástico brillante y azul, un par de banderas, un atril, unos manteles y un centro de flores. Son las 9 de la mañana del 1 de diciembre y en la plaza de la Salud de San Salvador –frente a la entrada del Hospital Rosales– está todo preparado para que inicie el evento central de las conmemoraciones oficiales por el Día Mundial de la Lucha contra el Sida.

En unos minutos algo cambiará.

En unos minutos, tras los aburridos discursos oficiales, cinco personas con VIH/Sida a cara descubierta subirán a la tarima plastificada y harán simbólicas ofrendas a las autoridades: una vela encendida, una ramo de flores, una cruz… Y me harán sentir incómodo conmigo mismo por haber magnificado lo que aún ahora me parece un problema trascendente.

Hace tres semanas llegó a La Prensa Gráfica una carta en la que me informaban que yo era el ganador del primer lugar en la categoría “Prensa escrita” del certamen periodístico de la Comisión Nacional contra el Sida (CONASIDA). La firmaba el secretario técnico, Azael Jovel. Ayer en la tarde, el mismo Jovel telefoneó para decirme que habían cometido un error, que en realidad mi relato ameritaba el segundo lugar. Entre una notificación y la otra hubo nueve correos electrónicos en los que nunca se dijo nada sobre el error. Y en el último de mis correos cometí la imprudencia de comentar a Jovel que desde el mes de junio ya no trabajaba en La Prensa Gráfica, que ahora soy freelance.

Del error me avisaron ayer, pero aún ahora me parece un problema trascendente, un acto arbitrario, tanto que se lo he dicho en tono de reclamo al propio Rodrigo Simán Siri, el secretario ejecutivo de CONASIDA, cuando hace un rato ha venido a pedir disculpas por el error lógico por las cientos de cartas que escriben cada día.

Pero en unos minutos subirán a la tarima los cinco: un niño de diez años infectado y sonriente; un septuagenario infectado y sonriente; una transgénero infectada y sonriente; un joven de 22 años infectado y sonriente; una guapa trabajadora sexual infectada y sonriente. La ministra de Salud, María Isabel Rodríguez, en su improvisado discurso final dirá algo así como que todas las palabras dichas antes y después suenan huecas ante la valentía de esas personas que dan la cara en un evento público y en un país con tantos prejuicios.

Y como las palabras, en unos minutos también me sonará hueco lo que aún ahora es el problema trascendente.


martes, 24 de noviembre de 2009

Almuerzo con un pandillero en Pavón

Está endiabladamente bien hecha y es como un imán. Se la mandó tatuar como mecanismo de defensa, para que no lo reconocieran cuando se fugó del penal de El Infiernito. Por más que uno lo intente, cuesta dejar de mirar esa mano huesuda con forma de 18 tatuada en la cara. La tiene en su lado derecho. Nace de la yugular y se extiende sobre su pómulo con textura, profundidad y detalle. El dedo índice llega hasta encima de la ceja; y el dedo gordo, hasta los labios. Alguien podría considerarla una obra de arte, pero para él es una condena a ser inconfundible, a ser dieciochero a perpetuidad. Neck es un hombre pegado a una mano huesuda.

Fotografía: Roberto Valencia
—¿Y tiene algún significado especial?
—Mala suerte, ¿mentendés? –responde, una manera de decirme que deje de preguntar, que no conviene hablar de los tatuajes.

Hace más de una hora que los custodios nos encerraron en el Módulo de Aislados de Pavón, el sector en el que están algunos de los prisioneros más peligrosos y/o inadaptados de todo el penal. Casi todos son del Barrio 18 o de su entorno. Mish se ha echado a dormir, y ahora estoy con Neck y su esposa Brigitte sentado alrededor de la mesa de plástico verde. Ella pregunta la hora –faltan minutos para mediodía–, y pide permiso para levantarse y comenzar a preparar la comida. Al poco regresa, y deja un repollo sobre la mesa, justo delante de Neck.

—No me lo vayas a deshojar todo –eleva la voz Brigitte, y sigue con lo suyo sobre una repisa que le sirve de mesa de cocina.

Neck me ofrece otro vaso de naranjada, y continúa con su vida. La conversación está resultando amena y fluida, como si agradeciera el simple hecho de que alguien se haya molestado en preguntar. Decide liarse un puro. Conseguirlos aquí adentro es tan sencillo como disponer de 2 quetzales ($0.25). Lo ofrece. Neck conserva ese rasgo de ruralidad que lo empuja a uno a compartir lo que tiene, por poco que sea.

—…entonces tiré el arma, ¿mentendés? –divaga Neck.
—Mirá, Gordo –interrumpe Brigitte, casi un grito–, necesito aquel traste verdecito, porfa. Ah, y me traés una cebolla también, porfa.
—Va.
—Una así –extiende sus dedos–, más o menos, porque va a servir para la ensalada y para el chirimol.

Lo llama Gordo nomás por molestar. Neck mide en torno al metro setenta y cinco, pero es delgado como cebollín. Si dejamos a un lado los tatuajes, es bien parecido, un cazador. Tiene una cara simétrica, imberbe, la sonrisa como gesto dominante y de cada una de sus orejas cuelga un arete. El pelo le gusta llevarlo corto, lo justo para tapar las marcas en su cabeza. Su cuello está también surcado por cicatrices y en el brazo derecho tiene un balazo calibre 22. Pese a sus 30 años de vida y 10 en prisión, conserva un aire adolescente en su mirada, en su vestir y en su caminar.

—…pues ese día –retoma la plática y el repollo cuando regresa con el traste– perdimos una nueve milímetros, una Baby Glock, ¿va? Porque uno cuando…
—¡Todo me lo deshojaste ya, vos! –grita Brigitte, el enojo en la mirada– ¡Medio repollo vamos a hacer!

Neck calla y me mira cómplice, como pidiéndome disculpas. No replica. Se levanta y sale a buscar la cebolla.
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Esta escena es un fragmento de una larga crónica titulada "Jonathan no tiene tatuajes" publicada en CIPER (Chile), en El Faro (El Salvador) y en El Patriota (Honduras).

viernes, 20 de noviembre de 2009

No hay peor sordo que el que no quiere oír

El sombrío salón de actos del edificio de la Asociación de Periodista de El Salvador (APES) se ve más luminoso esta noche, como si lo hubieran pintado hace poco. Pero no, la pintura es la misma azul cielo que se puso hace años, y ha bastado con que se cambien algunos fluorescentes para darle otro aire. Falta un cuarto de hora para las 7 del viernes 20 de noviembre, y al otro lado de la mesa cubierta con un mantel blanco están sentados Francisco Campos, Luis “La muñeca” Romero y Edgar Romero, fotoperiodistas los tres. Serán los ponentes de la charla titulada “La ofensiva guerrillera de 1989. Reflexiones 20 años después.”, organizada por la APES para inaugurar la exposición de las fotografías que cuelgan del techo, tomadas todas por Campos. Los tres hablarán con la sabiduría que solo da la experiencia. Tienen 55, 54 y 41 años.

“La muñeca” le apostará al anecdotario personal. Edgar pondrá el toque más didáctico, con sus reflexiones sobre los exiguos archivos fotográficos de la guerra civil salvadoreña. Y Francisco Campos, el protagonista, dará un repaso visual al conflicto apoyado en sus imágenes, el trabajo de toda una vida.

Eso es lo que se oirá desde el otro lado de la mesa.

Pero a este lado hay apenas una veintena de oyentes, 30 sumados los que llegarán con el evento ya comenzado. A este lado de la mesa que separa a ponentes y público faltan, cuanto menos, estudiantes con ganas de aprender, faltan los profesores que animen a asistir a los estudiantes, faltan los fotoperiodistas que creen que están de vuelta de todo, faltan los redactores que prefieren una cerveza a una charla y faltan los editores que creen que hacen periodismo encerrados en un despacho o pegados a un teléfono.

Falta, en definitiva, un gremio que quiera escuchar y aprender de su pasado.



Fotografía. Roberto Valencia

martes, 17 de noviembre de 2009

Si Ellacuría levantara la cabeza...

Al igual que harán más tarde, Juan Antonio Ellacuría también conversó con José María Tojeira hoy hace 20 años exactos. Aquella vez fue por teléfono, para pedir una confirmación de lo que acababa de escuchar por la radio en su casa de Madrid: que su hermano Ignacio, cinco jesuitas más, la empleada y su hija habían sido asesinadas en El Salvador. Esta vez será distinto.

Son las 10 de la mañana, y en unos minutos un jefe de Estado salvadoreño reconocerá por primera vez en público los aportes de los seis jesuitas masacrados aquel 16 de noviembre de 1989, y lo hará con la máxima distinción que otorga el Estado: la Orden Nacional José Matías Delgado Gran Cruz Placa de Oro. La ceremonia es en el Salón de Honor de Casa Presidencial, que se ha quedado pequeño. Es este un local con pretensiones versallescas, de paredes pintadas de blanco y oro, con cortinas doradas, cuadros de próceres y dos grandes lámparas que cuelgan del techo. El traje formal era un requisito explícito en las tarjetas de invitación.

Vestido de impecable traje negro y con corbata de lunares, Juan Antonio –76 años, ojos pequeños, el cabello blanco como la nieve– está sentado en la tercera fila, el gesto serio. Llegó hace unos días a El Salvador, acompañado por su esposa y casi una veintena de familiares. Este es un día realmente especial.

Todavía está esperando a que los que ordenaron la masacre lo admitan –o los condene la Justicia– y pidan perdón, pero cree que la condecoración es un paso importante. “Queremos que muestren un mínimo acto de perdón o de arrepentimiento”, me dijo ayer, cuando lo vi en la misa que la Compañía de Jesús celebró frente a la cripta de Monseñor Romero.

Después de que Juan Antonio haya recibido la banda de seda azul y la cruz de oro, el presidente Mauricio Funes dará su discurso. Se presentará como un discípulo de los jesuitas masacrados, y explicitará un incuestionable cambio respecto a los gobiernos de ARENA: “Esta condecoración significa levantar la alfombra polvorosa de la hipocresía y empezar a limpiar la casa de nuestra historia reciente.” Pero no habrá una petición oficial de perdón como jefe de Estado, y dejará entrever que tampoco moverá un dedo por que en el país se derogue la Ley de Amnistía vigente desde 1993.

Eso será después. Ahora es cuando se acerca el momento de Juan Antonio.

—Por el reverendo padre Ignacio Ellacuría Beascoechea –anuncia la voz de la ceremonia– recibe el señor don Juan Antonio Ellacuría, hermano.

Se levanta, mira a su esposa, y los dos caminan –él primero, ella detrás– hacia donde los espera un sonriente Funes. El aplauso en el Salón es fuerte, sentido y se prolonga por 54 segundos, como si todos los aquí presentes quisieran con las palmas saldar una deuda personal. Juan Antonio cree que algún día la justicia llegará, más o menos tarde, pero llegará. Y esta satisfacción que está viviendo ahora es algo que se le parece bastante.

—Si no hubieran asesinado a su hermano –le preguntaré al final–, ¿cree que él pediría la derogación de la Ley de Amnistía?
—Sí, sí, sí, sí. Y que se aclarara todo. Mi hermano Ignacio habría querido que todo se aclarara porque mientras no se aclare todo, siempre habrá rincones oscuros y dudas.

Pero parece que aún falta. Hoy por hoy, ni siquiera está en agenda del jefe de Estado.



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(Esta es una versión revisada de una crónica publicada el 16 de noviembre en el diario español El Mundo)

domingo, 15 de noviembre de 2009

Penúltimo adiós del gremio a Christian Poveda


La noche del 2 de septiembre diluvió sobre San Salvador. A eso de las 9, comenzó una tormenta tropical ensordecedora, de esas que anegan calles, que desbordan quebradas y que hacen que la ciudad se vea envuelta por una niebla inexistente. Justo a esa hora, un grupo de unos 20 periodistas, camarógrafos y fotógrafos estábamos en la puerta del Instituto de Medicina Legal.

—Solo hace falta que haya inundaciones, porque promete ¿veá? –dijo un colega.

El cuerpo inerte de Christian Poveda, el fotoperiodista francoespañol que dirigió “La Vida Loca”, estaba al otro lado del portón negro y metálico que impide el acceso a las instalaciones. A este lado
, una batería de rumores sobre el asesinato. Escuché que lo habían matado porque “La Vida Loca” ya estaba en las calles, que lo llevaron secuestrado a La Campanera, que había dejado una grabadora encendida, que desde hacía unas semanas estaba amenazado... Un colega había muerto y hoy le tocaba ser protagonista de las elucubraciones.

El Salvador es un país violento como pocos. Sus 52 homicidios por cada 100.000 habitantes hacen ver como remansos de paz la tasa de 33 que tienen Colombia y su guerra civil y la tasa de 26 en un México en guerra contra el narco. La violencia se ha instalado en la sociedad salvadoreña. Se asume con naturalidad que en las tiendas se despache a través de barrotes, que obliguen a apagar el celular al entrar en un banco, que haya guardas armados hasta en los hospitales, que la Policía se pasee con ametralladoras en las gradas cuando juega la selección nacional, que ni taxis ni cuerpos de socorro se atrevan a ir de noche a algunas colonias.

Esa naturalidad con la que se tolera la violencia es lo único que se me ocurre que pueda explicar la conversación entre dos camarógrafos que escuché frente al portón de Medicina Legal sobre Christian.

—Yo el cadáver de ese maje sí lo filmé. ¡Puta! ¡El balazo en la cara! Pero como estaba desfigurado, no se le conocía bien –y una risa, sonora.
—Vendele ese material a Cuatro visión, cerote –bromeó el otro, en referencia al noticiero más amarillista de la televisión salvadoreña.
—¡Puta! Es que yo hice las generales, y esas son las que pasamos nosotros, pero de ahí le hice al rostro, porque lo tenía cerca, hasta que los policías me llegaron a sacar, los cerotes.



jueves, 12 de noviembre de 2009

El parque de atracciones Verapaz

En unos minutos Jhonny Ramos se alterará un poco y sin dirigirse a nadie en particular, pero en alta voz para hacerse oír, dirá:

—¡Yo no sé por qué pasa la gente si la Policía cerró el paso! ¡…!

Eso será en unos minutos. Ahora está encorvado, intenta arrancar una motosierra.

Jhonny tiene 38 años, la piel oscura y el pelo rizado y negro como el joven Michael Jackson. Lleva puesto el overall amarillo chillón que identifica a la Ong Comandos de Salvamento y está al frente de la brigada que trabaja en el cruce de la 1.ª calle oriente con la 2.ª avenida norte, en la zona baja de Verapaz, San Vicente.

Es mediodía del lunes y Verapaz es un hervidero de gentes. La madrugada del domingo una correntada de lodo, rocas y árboles bajó del volcán Chichontepec y devastó este pequeño pueblo que rarísima vez aparecía en los noticieros. Hoy es distinto. Ni en las fiestas patronales se ve tan concurrido. Los menos han venido a ayudar, como Jhonny y su brigada. O a intentar ayudar al menos. Pero los más son curiosos que desde primera hora han llegado para ver con sus propios ojos la desgracia ajena. Los hay mirones, y también con cámaras de video, con cámaras fotográficas y con teléfono celular.

La Policía Nacional Civil ha colocado en la entrada a las calles más enlodadas bandas de plástico amarillas de esas que dicen POLICÍA NO CRUZAR, como las que pone cuando hay un asesinato. Pero el morbo puede más.

Hasta este cruce bajaron escombros arrastrados de todo el pueblo. El tapón es descomunal, inestable y surrealista. Lo que más se ve son troncos y raíces, pero también hay hierros retorcidos, rocas, cables, un poste del tendido eléctrico, un televisor, un par de refrigeradoras vacías, un paraguas abierto y un camión estrujado que misteriosamente tiene un foco encendido.

Llevo media hora aquí parado y sobre el tapón he visto pasar, varios tambaleándose, a jóvenes, a no tan jóvenes, a soldados, a viejitas encanecidas, a adultos, a niñas con su bebé en brazos, a socorristas de esos que no se sabe a qué institución pertenecen, a funcionarias del Ministerio de Salud… Parece parque de atracciones.

Y ahora es cuando Jhonny se da por vencido con la motosierra, se incorpora y grita.

—¡Yo no sé por qué pasa la gente si la Policía cerró el paso! ¡Estamos buscando cuerpos y cuanto más personas pasan, más se apelmaza este bolado!

Nadie parece darse por aludido. Y la gente sigue pasando.





sábado, 7 de noviembre de 2009

La muerte loca

A Christian Poveda lo habían asesinado hacía ya más de tres semanas, y en ese período había escuchado de todo sobre su documental “La Vida Loca”: que la copia pirata costaba cinco dólares y cuatro se los quedaba el Barrio, que ponerla en venta era como ponerse una diana en la nuca, que se estaba vendiendo como pan caliente.

Quizá por la sugestión, pero comprarla al atardecer del 24 de septiembre resultó un tanto complicado. Fui a la calle Delgado del centro de San Salvador, zona de influencia del Barrio 18. Dos cuadras al oriente del Teatro Nacional, comencé a preguntar. En los dos primeros puestos me respondieron de un solo que no la tenían. En el tercero, una señora morena y con un delantal blanco que cubría toda su circunferencia dijo que me la conseguiría si esperaba un rato. Gesticuló con la cabeza a un niño escuálido de unos 10 años que estaba a la par, el pequeño se alejó a la carrera, y al cabo de unos dos minutos regresó con la película dentro de una bolsa negra, como si fuera un cadáver.

—¿Y no me la va a probar?

—Mejor no, me la trae si está mala.

Todos los puestos del Centro Histórico tienen al menos un televisor para probar la calidad del producto, y el suyo no era la excepción.

—¿Por qué?

—Por la Policía, que si viene cree que somos mareros –evadió.

La Vida Loca” me costó un dólar. A su director le costó la vida.

jueves, 5 de noviembre de 2009

En misa con el padre Tojeira


Esta iglesia es diferente. Hasta el 13 de enero de 2001, el día del terremoto, las misas se oficiaban en el edificio de al lado, inaugurado hace un siglo, y cuyas dos torres serán hasta que otro terremoto las bote un emblema de la ciudad de Santa Tecla. Situada en el centro, la iglesia de El Carmen es como un garaje largo y estrecho, solo que en vez de carros está lleno de bancas de madera. Las paredes son de lámina y la decoración es escueta, nada que ver con las solemnidades a las que nos tiene acostumbrados la Iglesia católica. Hay un cartel pegado que dice “La pobreza toca el corazón de Dios”.

Son las 8 de la mañana del primer domingo de noviembre, y en el púlpito está el rector de la UCA, José María Tojeira, que cubre la ausencia por viaje del padre Jon Sobrino. Tojeira es largo como un palo de escoba, y sería difícil calcularle los 62 años que ha vivido si no fuera por sus abundantes canas. Ahora lleva una sotana verde que deja al descubierto los bajos de sus jeans. En la mesa hay un ramo de flores y tres velas encendidas. Justo antes de que comience con su homilía, el coro entona una canción sentida, con pasajes filosos, como aquel que dice que la Biblia es algo que sirve para “chapodar toditas las amarguras que hay en nuestra sociedad”. O el estribillo, que presenta las Sagradas Escrituras como “la palabra del pueblo que busca y construye su liberación”.

Tojeira se acerca al micrófono, lo eleva acorde a su altura y lee San Mateo 5, 1-12. Luego hace su interpretación, que no tarda en desembocar en la realidad nacional.

—En El Salvador -se envalentona Tojeira-, y a pesar de las medidas oficiales del Gobierno contra la pobreza, se nos dice, y yo creo que hay más pobreza que la que dicen las mediciones oficiales, que hemos pasado de un 30% de pobres a un 40%, de 2007 a 2009. Es decir, 600.000 personas más están hoy en un nivel de vida de pobreza.

Al fondo de la iglesia, pegado contra la pared, un anciano escucha postrado en su silla de ruedas y con la cachucha sobre sus piernas en señal de respeto.

—¿Y cómo se explica eso? –prosigue–. Hay una especie de guerra de los poderosos contra los débiles, ¿verdad? Porque los poderosos no han dejado de vivir bien. A veces a mí me dan risa, y me voy a meter en un tema en el que no me suelo meter en las homilías, estos pleitos en el partido ARENA sobre por qué perdieron las elecciones. Que si fue malo el candidato, que si no sé qué, que si no se cuánto… Pero si es relativamente normal, si hay 600.000 personas que en dos años han pasado a ser pobres, sea ARENA, FMLN o sea quien sea, lo normal es que pierda las elecciones, porque la gente se desespera. La gente siente cuando tiene el bolsillo o hasta el estómago vacíos.

El Salvador es un país en el que la televisión está llena de analistas –serios los menos, con su opinión hipotecada los más– que se pasean altaneros por los canales de televisión y las páginas de los periódicos. Sin embargo, es en esta humilde iglesia de Santa Tecla, desde un púlpito, donde me ha tocado escuchar uno de los análisis más concisos y diáfanos sobre la histórica derrota de la derecha en las elecciones del 15 de marzo.

domingo, 29 de marzo de 2009

El paraíso feo


Suspenda esta lectura por unos segundos. Cierre los ojos y piense en el Caribe. Imagíneselo...

En serio, hágalo...

[...]

¿Qué imágenes vinieron a su mente? Déjeme probar. Islas en medio de un mar imposible verdazul-transparente. Arenas blancas finas en playas infinitas vírgenes. Una barca de remos. Sosiego. Palmeras de troncos largos y curvos coronadas por penachos de grandes hojas. Y de los troncos cuelga una hamaca, y de los penachos cuelga la sombra sine qua non. Detrás, un sol perpetuo. Y un cielo intenso salpicado por nubes tímidas. Y una brisa agradecida que levanta olas diminutas. Y dos pelícanos.

Otra opción es encender su computadora e introducir la palabra ‘caribe’ en el buscador de imágenes de Google. El resultado será similar.

Hay lugares consensuados en el imaginario colectivo. Incluso quien nunca los ha visitado se atrevería a describirlos. Ocurre con la Antártida y con el Sahara, y pasa también con el Caribe, que es el que nos ocupa. En el reparto de estereotipos al Caribe no le fue tan mal. En las agencias turísticas de Europa, Norteamérica y la Asia más desarrollada se promociona como lo más parecido al paraíso. Por eso el boom de cruceros y de hoteles All-Inclusive y Cancún y Santo Domingo y Roatán y Cartagena de Indias. Millones de personas pagan cientos, miles de dólares cada año por unas vacaciones que les permitan regresarse con el mar imposible, las playas infinitas y el sol perpetuo en sus cámaras.

Pero los lugares como Marlinda seguirán escondidos.

Foto Roberto Valencia
***

Tiene veinticinco años y se llama Juana Isabel Caicedo. Es alta, espigada, larga cabellera y poderosa dentadura, más blanca por el contraste. Ella y todos los demás acá son negros. Juana Isabel trabaja para una oenegé holandesa que hace un par de años abrió un hogar para niños marginados. El edificio impone. Es blanco como nieve y tan grande que hace ver aún más desdichadas las casas de alrededor. Está en primerísima línea de playa. Apenas hay unos seis metros entre el punto donde esta tarde mueren las olas y la barrera de rocas que levantaron.

—¿Para qué las piedras?
—Es por las inundaciones –dice Juana.

Por las inundaciones.

***

Caribe es el nombre del mar y, por extensión, las costas que salpica también son Caribe. Es un mar extenso, más que México. Sus aguas bañan 21 países y no menos de una docena de islas y archipiélagos aún bajo dominio europeo o estadounidense. Excepto El Salvador, todos los países centroamericanos tienen costa caribeña. Trampolín de la conquista española hace 500 años, el Caribe también tiene prensa por ser zona de huracanes, por sus añejas historias de piratas, por sus rones, por la belleza de sus mujeres y por el boom turístico de las dos últimas décadas.

Dentro del Caribe está Cartagena de Indias. Cartagena es la ciudad colombiana que más turismo atrae. Su secreto radica en haber sabido complementar sus atributos caribeños –sol, playas, palmeras– con un vistoso conjunto histórico, con precios irrisorios para quien paga en euros o dólares y con una efectiva política gubernamental que la convirtió en un escaparate nacional para atraer también al turista de gran poder adquisitivo. Para lograrlo, la pobreza, que afecta a dos de cada tres cartageneros, se relegó hacia las barriadas, creando así dos ciudades superpuestas. Un artículo publicado el pasado 23 de enero en el Washington Post lo describió así: “Para el Gobierno del presidente Álvaro Uribe, Cartagena simboliza una nueva Colombia, vibrante y próspera. Pero fuera de los muros coloniales de 400 años y del encanto de esa ciudad histórica hay barrios tan miserables que los responsables de la salud pública comparan sus condiciones con las del África subsahariana (...). La mayor parte de sus residentes son negros, el tráfico de drogas es algo habitual, los niños están desnutridos y son comunes las epidemias de enfermedades curables”.

Dentro de esa Cartagena está Marlinda. Situada al norte, a apenas 20 minutos en carro del centro histórico, Marlinda es una comunidad conformada por unas 1,500 personas. A inicios de la década de los noventa, familias procedentes del vecino pueblo de La Boquilla se tomaron a la brava la franja de tierra –600 metros de largo por 150 de anchura– comprendida entre el mar y un humedal con graves problemas de contaminación llamado la ciénaga de la Virgen. Arnulfo y los demás ahí pusieron sus ranchos, y ahí siguen todavía.

***

Hollywood vino a Marlinda con sus cámaras, sus actores y sus dólares. Necesitaban un lugar indigente y soleado que con poco trabajo pudiera pasar por una comunidad rural cartagenera de hace un siglo. Aún hoy se recuerdan aquellos días de 2006 como los días de las ganancias aseguradas. Después me detallarán.
Foto Roberto Valencia
***

Aún es mi primer día aquí, y falta un par de horas para que anochezca. Camino por la playa hasta que me topo con una casa sobre la arena. Es también de madera, pero grande, y la tienen pintada de rojo, blanco y azul. Colores vivos, como retando al mar. La familia que la habita tiene el Caribe literalmente en la puerta de casa. Si no fuera por la gruesa barricada que han levantado, las olas se colarían en la vivienda, que también funciona como tienda.

—Este año estuvo menos lleno, pero hubo más tema porque la alcaldía se vino y comenzó a meter a la gente en los colegios.

Habla el padre de familia. Es un tipo cincuentón, desconfiado, capaz de inventarse que la directiva les prohibió dar los nombres a extraños. Se refiere a las inundaciones y al hecho de que el último noviembre, tras el desbordamiento, llegaron los albergados, los titulares en los periódicos, las visitas de la alcaldesa y luego del embajador de Estados Unidos. Algo que no había pasado ni en los años en los que el agua subió más y tardó más en irse.

Marlinda está comprimida entre el Caribe y la ciénaga. Cada mes de noviembre, cuando finaliza la estación lluviosa, la ciénaga está llena a reventar. Esos días también ocurre lo que los colombianos llaman mar de leva, mareas altas. El resultado es siempre el mismo desde hace una década: casi toda la comunidad se inunda. Lo que varía de un año al otro es el número de semanas que pasan con el agua fétida dentro de las casas.

El dueño de la tienda dice que no le molesta mucho. La inundación afecta más a los que viven junto a la ciénaga, y él cree tener el problema bajo control añadiendo rocas a su improvisado rompeolas. Cuando le pregunto por el cambio climático y sus efectos, tampoco se inmuta, a pesar de que el pronóstico del Gobierno colombiano para la costa caribeña es que el mar subirá 40 centímetros para el año 2050.

—¿No ha pensado irse?
—Para mí lo más bonito es todo esto de aquí, La Boquilla y Marlinda, y no soy nativo, ¿eh? Pero para salir de aquí tienen que llevarme con los piecitos palante.

***

Marlinda está marcada por eso que llamamos la miseria.

Pero decir hoy miseria nomás es decir nada, una cortesía con el lector, una manera de disfrazar, una etiqueta fácil.

Se ha prostituido tanto que decir miseria, míseros, miserables nomás es como dar un porcentaje frío o como recitar los objetivos del milenio. Decir miseria nomás es ahorrarse las descripciones. Se ha convertido en eufemismo. Decir miseria nomás no evoca, por ejemplo, las condiciones de vida de Arnulfo y su hijo de nueve años; no evoca su hogar, con paredes hechas de tablas de madera y a dos pasos de una ciénaga putrefacta llena de mosquitos, un hogar que tiene cuatro metros de largo por dos de ancho –otra vez: 4 metros de largo por 2 de ancho–, sin cochera, sin cuartos, sin cocina, sin baño; un hogar en el que sólo caben un catre y sobre el catre una colchoneta regalada y una hamaca ennegrecida y una silla de plástico y una mesita y un foco y un televisor que no funciona; decir miseria nomás no evoca ver a Arnulfo cocinar durante 18 años con un fuego que enciende en la entrada, sobre el piso de tierra, y que intenta contener con tres ladrillos; no evoca tener nada que llevarse a la boca; no evoca pasar tres o cuatro semanas al año con agua hasta las rodillas dentro de eso que llaman hogar.

Foto Roberto Valencia

Decir miseria nomás no evoca la miseria.

—¿Y dónde va usted cuando quiere mear?
—Ahí, en el patio del rancho, porque aquí no hay servicio de baño ni nada de eso.

***

Ya es martes, segundo día en Marlinda. Ever Minota –veintipocos, fornido, colocho y bigotillo– está en la playa con su pequeño hijo, una pelota y dos amigos. Son de Olaya Herrera, uno de los barrios más peligrosos de Cartagena. Como sabe algo de albañilería, Ever ha venido a ayudar a su cuñado a levantar muros. Aún son minoría entre la maraña de ranchos de madera, pero algunas casas ya dieron el salto al ladrillo. Con la obra intentan también elevar algunos centímetros el piso. Parece no haber mucho interés en irse de este tugurio. Al final entenderé.

Para llegar a Marlinda en vehículo se maneja tres kilómetros sobre la playa. No hay carretera de acceso. No es esta la única rareza. En Marlinda no hay iglesia católica ni evangélica ni unidad de salud ni asfalto en las calles ni Pizza Hut ni instituto ni delegación policial. Pero hay una mezquita.

—¿Cuántos musulmanes viven en Marlinda?
—Aquí puede haber unos cuatro o cinco nomás –responde Arnulfo.

Pero hay un billar con siete mesas –siete– que, además de cervezas glaciales a $0.45, vende aceite para cocinar, pampers, papel higiénico y Gatorade.

—¿Por qué tantas mesas en el billar?
—Ahí se juega bastante y hay muchos de La Boquilla que se vienen van pacá –Arnulfo.

***

Daisuri Hernández es una Naomi Campbell de 16 años. Alta, proporcionada, grandes ojos y pelo largo y trenzado. Al mirarla, me pregunto hasta dónde podría haber llegado si hubiera nacido en otro lugar.

La acabo de conocer gracias a John Luis, un muchacho de 12 que no me llega ni a la cintura y que se acercó descalzo hace tres cuadras para preguntar qué hago en Marlinda. Me dijo que vende caracol, le pregunté por sus clases y le pedí que me escribiera su nombre en mi libreta. Acertó con la palabra John, pero en vez de Luis puso Laos.

Daisuri está en el rancho de Juana Iris, su hermanastra, pegadito a la ciénaga. Hiede. Hablamos largo de los problemas de la comunidad, de las inundaciones que se prolongan semanas en este sector y de los días en los que Hollywood vino a Marlinda con sus cámaras, sus actores y sus dólares.

En octubre de 2006, la productora estadounidense Stone Village filmó aquí algunas escenas de El amor en los tiempos del cólera. Basada en el libro homónimo de Gabriel García Márquez, transcurre en la Cartagena de finales del siglo XIX y principios del XX. La protagoniza Javier Bardem. Los equipos de producción estuvieron llegando durante casi un mes, y para muchos fueron días de ganancias aseguradas. A Daisuri le pagaron $75 por un día de actuación como extra. El alquiler mensual de la casa en la que estamos no llegaría, me dicen, a los $12.

—Teníamos que hacer como si estuviéramos conversando, pero sin que se oyera –dice, orgullo en la mirada, Juana Iris, quien también se disfrazó.La prosperidad momentánea llegó con los tiempos del cólera. La productora incluso tuvo el detalle de llevar postes de la luz hasta rincones de la comunidad donde aún no había.

El amor en los tiempos del cólera se estrenó a finales de 2007.

—¿Ya la viste?
—No –responde Daisuri, como si fuera la repuesta lógica.

***

John Luis –Laos– Jiménez dejó de ir a la escuela porque su tía Jenni Meléndez no pudo pagarle el uniforme.

***

Arnulfo es Arnulfo Guzmán Jiménez, un optimista. Físicamente se parece a Don Ramón, de El Chavo del Ocho, pero en negro. Delgado, nariz ancha, bigote espeso, pocos y maltratados dientes. Vive en una casa miserable junto a su hijo Luis Enrique, de nueve, y un perro enclenque. Ella los dejó. Arnulfo habla de su papá Prisco con respeto. Murió hace años, pero lo cita en presente: mi padre dice...

Arnulfo tiene 48 años y 18 los ha pasado en Marlinda. Nacido en La Boquilla, fue de los primeros que se dejó convencer de que como nativos también tenían derecho a invadir la franja de tierra. Llegaron cuando no había nada.

—Allá donde vivo yo es siempre la parte que vive más inundada y más llena –dice, resignado.
—¿Por qué eligió ese lugar si fue de los primeros en llegar?
—A mí me gustó porque yo siempre he sido pescador, y ahí estamos en la orilla de la ciénega, y a mí me gusta tener mis criaderos de sábalos, aunque ahora no los tengo porque…
—¿Criaderos de qué?
—De sábalos.

Al igual que muchos en Marlinda, Arnulfo tiene en la puerta de su casa una especie de piscina hecha con tablones. Hiede. Intenta criarlos. Los sábalos, explica, son un pescado que uno lo echa así, pequeñito, y lo saca de hasta 6 kilos, grande. Es la teoría que les enseñaron. En la práctica, nunca ha podido vender sus pescados porque la ciénaga se desborda cada noviembre, y los peces se escapan de su rudimentario cerco.

—El criadero lo hace uno en la ciénega, pero uno tiene que comprar madera, para meterle madera, y alzarlo, pero todo eso se hace con plata, y como yo no he tenido dinero, no he tenido para alzarla.
—¿Cuál era el negocio entonces?
—Ninguno –y ríe.

Arnulfo ríe. Ríe cuando enseña su miserable casa, ríe cuando cuenta que lleva tres meses sin pagar la luz, ríe cuando explica que en la ciénaga casi no hay pesca, ríe cuando comenta que a él lo contrataron en la película para montar escenarios por $12 diarios, y ríe cuando contesta que tampoco la ha podido ver.

Está a punto de cumplir medio siglo de vida y Arnulfo nunca ha viajado. Es muy probable que se muera sin haber salido de Cartagena.

—¿No le gustaría conocer más?
—Hombre, claro, a uno le gusta conocer Barranquilla y todas esas partes, pero a dónde... No hay.

***

Cuando llegué a Marlinda por primera vez hace dos días lo hice en motocicleta-taxi. Un joven de nombre Vladimir me trajo por poco más de dos dólares desde el centro histórico de Cartagena. Carretera hacia Barranquilla, nos detuvimos primero en La Boquilla, preguntamos un par de veces, recorrimos los tres kilómetros de playa y me dejó aventado en una comunidad miserable. Solo. Temeroso, vine nomás con lo puesto.

Hoy hasta me he traído la cámara fotográfica y los lentes.

La pobreza y la inseguridad no van siempre unidas de la mano.

***

Atardece. Tres días en esta comunidad han manchado mi libreta de anotaciones sobre la miseria y sobre lo que supone vivir con la certeza novembrina de las inundaciones. Un triste presente para quienes ponen rostro a esas cifras de pobreza que llenan los informes oficiales. Un no futuro si se cumplen los augurios sobre el impacto del cambio climático en la costa caribeña. Visto así, el único atenuante para seguir viviendo en Marlinda es el relativo ambiente de seguridad que describen sus vecinos. Pero me suena insuficiente.

Regreso con Arnulfo a la playa justo cuando el sol comienza a ocultarse y el mar parece una bandeja de plata. Dentro del agua hay seis jóvenes. Los menos usan trasmayo; los más, un rudimentario artilugio de pesca compuesto por un anzuelo y una botella vacía sobre la que se enrosca el hilo. Al rato, uno sale –la satisfacción en su rostro– con un pescadito que coloca dentro de una vieja y descolorida barca. Me acerco. Salvo el último que aún boquea, yacen inertes una veintena de distintas especies: matacaimanes, narizdemantecas, roncos, marulandas. Ninguno supera los 25 centímetros, pero cocinados con arroz, dicen, alimentan lo suficiente.

Sentado y descalzo, José Miguel Ortega –85 años, cachucha, 7 de sus 13 hijos vivos– cuenta que era mucho más lo que se sacaba años ha.

—Si la picada estaba caliente, tirarlo una vez bastaba.

Empapado y sonriente, Hernán Martínez –26 años, cachucha, un hijo con Zuleima María– no se queja cuando saca su sexto pescadito. Hasta hace unas semanas más espaciado, pero ahora que está sin trabajo viene cada dos días. Son pueblo de pescadores, y el mar todavía da de comer. Quizá por eso pocos ven su futuro lejos de Marlinda. El Caribe que los amenaza es también el Caribe que los alimenta.

Foto Roberto Valencia
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